lunes, 8 de julio de 2013

EL COLLAR DE MARÍA ANTONIETA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA


Conocemos algunas reinas con merecida fama de buenas, como nuestra Isabel de Castilla o la reina Victoria de Inglaterra. En cambio otras, como Cleopatra, han sido condenadas por la Historia más por la leyenda negra que siempre las  acompañó que por los hechos realmente sucedidos. Así podemos constatarlo también en el famoso asunto del collar de María Antonieta, que Napoleón llegó a calificar como el verdadero detonante de la Revolución Francesa. Se trata de una intriga inverosímil, en la que se vieron implicados el máximo prelado de Francia, unos joyeros arruinados y una aventurera con delirios de grandeza. La red de mentiras y de equívocos creada en torno a la reina fue de tal magnitud que acabó conduciéndola  hasta la guillotina, tras los pasos del  infausto  Luis XVI.
1. Una princesa  convertida en reina de la moda
María Antonieta Josefa Juana, archiduquesa de Habsburgo-Lorena, nacida en 1755, fue elegida por su madre, la poderosa emperatriz María Teresa, para sellar una alianza dinástica que pusiese fin a la sempiterna enemistad entre Austria y Francia. La bella princesa fue enviada a Versalles para contraer nupcias con solo catorce años, despertando una viva  admiración por su gracia y simpatía. Sin embargo, como otra afamada princesa de trágico destino, Lady Diana de Gales, intentó vivir según sus propias normas tras el fracaso inicial de su matrimonio. Por ello, pronto comenzó a recibir severas críticas desde todos los sectores de la sociedad, que circularon ampliamente por la enorme difusión de panfletos clandestinos en la época. La verdad es que María Antonieta, una niña mimada que carecía de la debida formación para el papel institucional que tenía encomendado, se ganó esa animadversión generalizada por negarse a asumir su función en el seno de una monarquía absolutista de derecho divino. Detestaba el rígido protocolo de Versalles, que era la pieza clave en el delicado equilibrio entre el rey y la aristocracia, a cuyos miembros más señalados ofendió con imperdonables desplantes y pueriles intrigas políticas. Su favoritismo hacia advenedizos los alzó hasta los estratos sociales superiores, con desprecio de las estrictas barreras que existían entre alta y baja nobleza y, mucho más aún, respecto del pueblo llano. La alocada princesa prefería escaparse a París, rodeada de una camarilla de juerguistas, seguramente para olvidar el desengaño causado por su unión conyugal, que permaneció sin consumar durante siete años debido a un problema físico del  esposo. Animada por sus favoritos,  María Antonieta se entregó a un frenético ritmo de vida, con enorme despilfarro para las arcas de un estado ya en decadencia, con lo que se ganó el sobrenombre de “Madame Déficit”. Lo mismo apostaba elevadas sumas en partidas de cartas, que acudía de incógnito a bailes de disfraces o se empeñaba en ver amanecer en el parque de Versalles rodeada de amigos de ambos sexos, comprometiendo con ello su reputación como mujer casada, como Delfina y, desde 1774, como  reina de Francia.


Rose Bertin
 Siempre lucía  un fabuloso vestuario, sin repetir jamás ni una sola prenda, que marcaba estilo en toda Europa.

 Ella misma diseñaba sus atuendos mano a mano con una plebeya, la genial modista y sombrerera Rose Bertin, conocida como su “Ministra de Moda”. Del peinado se ocupaba el peluquero Leonard, cuya  máxima creación fue el extravagante “Coiffure Pouf”: auténticas esculturas modeladas con cabello y extensiones, en forma de paisajes, animales o escenas temáticas, como la inspirada en la Independencia estadounidense. A veces esos arreglos superaban la altura de un metro, por lo cual las damas debían viajar en carrozas especialmente diseñadas para lucir sus vistosos tocados.


Sin embargo, desde que nació el primero de sus hijos, en 1778, María Antonieta abandonó esa vida de pública ostentación para deleitarse con caprichos más hogareños, como la aldea en miniatura que se hizo construir junto al Petit Trianon, en Versalles, en la que se afanaba por representar  a la perfección el papel de una deliciosa pastorcilla de veintitrés primaveras, vestida con trajes de muselina y sombreritos de paja. Entre el pueblo depauperado y la vilipendiada monarquía, que insistía en mantenerse en su escenario de opereta, se había abierto una brecha insalvable. La alta aristocracia y el clero eran los únicos capaces de sustentarla en el poder, pero la imprudente reina los había puesto en su contra.


2. Una intriga con argumento de vodevil
El cardenal Louis de Rohan, que ocupaba la cúspide de la jerarquía  eclesiástica  como  Limosnero Mayor de Francia, era el principal destinatario de los desdenes de María Antonieta. Una indiscreción durante su etapa como diplomático en Viena había ofendido a la orgullosa madre de la reina. A pesar de su elevadísimo rango, la soberana humillaba a diario a Rohan al negarle el saludo ante toda la corte, lo que truncaba las expectativas de ascenso político del mundano cardenal. Es preciso recordar que en el Antiguo Régimen los más prestigiosos cargos eclesiásticos eran simbólicos, una parcela de poder reservada a los segundones de las familias nobles. Por ello, quienes los detentaban rara vez exhibían un comportamiento acorde con su sagrada función como ministros de Cristo.


Como estaba dispuesto a recuperar el favor de la pareja real a toda costa, el  cardenal no dudó en  recurrir a los servicios del siciliano Cagliostro, célebre  alquimista, medium y mesmerizador.
Cagliostro


 Es evidente que la Razón, tan divinizada en el siglo XVIII,  no logró iluminar por completo todas las parcelas de la realidad, por lo que magos y charlatanes siguieron medrando en sociedad. En aquellos turbulentos salones prerrevolucionarios, en que se daban cita todo tipo de ambiciosos  y oportunistas, el cardenal también conoció a Jeanne de la Motte.
Esta inteligente y seductora joven, que se hacía pasar por condesa, reclamó su intercesión  para recuperar las tierras de su familia. Descendiente de una rama bastarda y empobrecida de los Valois, hasta el punto de que debió mendigar descalza en su niñez, Jeanne estaba decidida a restablecer su título nobiliario sin importarle con qué medios. Por ello, cuando descubrió el anhelo secreto del cardenal, no dudó en presentarse ante él como amiga y confidente de la reina y se apresuró a ofrecerle sus servicios como mediadora en su causa, recibiendo a cambio sustanciosas aportaciones dinerarias, con las que se lanzó al fastuoso tren de vida con que siempre había soñado. Cuando el cardenal, que era un caso patológico de ingenuidad, la interrogaba acerca de por qué su majestad seguía ignorándole, la astuta respuesta de Jeanne era que la reina lo había perdonado ya, pero esperaba el momento propicio para escenificar su reconciliación ante los cortesanos. En un alarde de ingenio digno de Beaumarchais en “Las bodas de Fígaro”, ópera de Mozart que había cosechado un gran éxito en París, la timadora presentó como María Antonieta a una actriz disfrazada que, oculta en la penumbra del bosquecillo de Versalles, entregó a Rohan una rosa en prenda de amistad, o quizá amor, como creyó el galante cardenal.
La historia daría su giro más rocambolesco con la entrada en acción del joyero real, Charles- Auguste Böhmer,  y su socio Paul Bessange. Habían creado  un fabuloso collar de diamantes, con un precio de un millón ochocientas mil libras, que se  describe en “María Antonieta y el escándalo del collar”, de la historiadora Benedetta Craveri:
“En realidad, más que en un collar la increíble joya hacía pensar en un impresionante pectoral, formado por una vuelta de diecisiete diamantes del tamaño de nueces, de la que salían tres festones con pendentifs en forma de lágrima en el centro, enmarcada a su vez por cuatro largas tiras de diamantes dispuestos en tripe fila, que llegaban casi hasta la cintura. Las dos interiores se cruzaban a la altura del seno, tenían en su confluencia un diamante gigantesco  y seguían luego su trayectoria hasta concluirla, al igual que las dos tiras exteriores, en cinco borlas centelleantes. En conjunto, las piedras pesaban nada menos que 2.800 quilates”.



Había sido concebido para  Madame Du Barry, la compulsiva coleccionista de joyas que fue la última amante oficial de Luis XV, pero la muerte del monarca eclipsó las posibilidades de venderla, por lo que sus fabricantes pensaron en María Antonieta como destinataria. Pero después de numerosas visitas, acompañadas de dramáticas amenazas de suicidio por parte de los desesperados joyeros,- a quienes aquella desmesurada inversión sin salida estaba arruinando-, la reina les ordenó que no volvieran a importunarla con el asunto. Por una vez, María Antonieta reflexionó en el coste que representaba aquel capricho digno de un cuento de las mil y una noches pero, como veremos, de nada le sirvió este rasgo de sensatez, pues ya había sido condenada por la opinión popular como frívola, despilfarradora y enemiga del pueblo.
Madame du Barry
 Como el asunto del collar era de dominio público, Jeanne de la Motte urdió una estratagema infalible para apropiárselo: convenció al cardenal Rohan de que la reina no deseaba otra cosa que adquirirlo pero no se atrevía a molestar con los pagos al atribulado Luis XVI, por lo cual le rogaba que lo comprase a plazos en su nombre, entregándole un contrato de compra con la la supuesta firma de María Antonieta como prueba del encargo. La idea de la estafadora era desmontar los diamantes, venderlos en el extranjero y vivir en la opulencia para siempre, plan que pudo ejecutar con presteza gracias a su extraordinaria habilidad para el engaño.


3.El final del Ancien Regime
Jeanne supuso que, para evitar verse inmerso en un  escándalo de proporciones mayúsculas, el acaudalado cardenal pagaría el collar sin rechistar. No contaba con que los joyeros, temerosos de no poder cobrar su crédito, acudirían a la reina a reclamarle el cumplimiento del falso contrato. Cuando el 15 de agosto de 1785, solemne festividad de la Asunción, se descubrió la superchería, el cardenal fue teatralmente conducido a la Bastilla por orden del rey que, en lugar de intentar una discreta solución del problema, creyó que esa era la forma más enérgica para defender el honor en entredicho de su esposa. El soberano también escogió una estrategia equivocada al remitir el caso al Parlamento, bajo la acusación de estafa y lesa majestad por la falsificación de la firma real. A pesar de  tener todas las apariencias en su contra, el cardenal consiguió defender con éxito su inocencia de hombre engañado gracias al respaldo incondicional de la aristocracia y el pueblo, enfrentados en causa común a la prepotencia del monarca, que había presionado a los jueces para obtener una sentencia de condena. En el resultado del juicio jugaron un papel fundamental las confesiones arrancadas a la embaucadora Jeanne de la Motte y a sus secuaces, que tuvieron que ser extraditados desde distintos países. Al final, el cardenal fue plenamente absuelto y lo que prevaleció en la opinión pública fue  su equivocada versión de que la reina, verdadera artífice de la operación de compra del collar, lo había traicionado. Probablemente fue el primer gran  proceso judicial mediático gracias al papel de la prensa. Se calcula que, en los nueve meses  que mediaron entre la detención de Rohan y el fallo de la causa en 1786, unos 100.000 lectores en toda Europa siguieron expectantes las vicisitudes de la historia, ávidos por conocer sus truculentos detalles. Las declaraciones de los implicados incluso fueron publicadas en forma de libros de gran tirada, especialmente la del cardenal, que encargó tres ediciones a su costa. En el momento de  repartirse los ejemplares entre el pueblo, se armó tal gresca que los guardias acabaron cargando a caballo contra la multitud.
Jeanne fue condenada a reclusión perpetua y a ser marcada, a hierro candente, con la V de “voleuse” (ladrona), pero solo un año después logró evadirse fácilmente. Desde su refugio en Inglaterra, y manipulada por los antimonárquicos, publicó unas memorias incendiarias en que acusaba a la reina, falsamente, de haber mantenido una relación amorosa con el cardenal. A pesar del desembolso de enormes sumas, Luis XVI no consiguió impedir su difusión. Para revolucionarios como Saint-Just, aquella polémica  resultó el fermento ideal para el levantamiento popular contra la monarquía y las clases altas, cuya corrupción moral había quedado en evidencia. Así escribió: “¡Cuánto fango sobre la cruz y el cetro!”. Aquel aciago asunto, que demuestra sin lugar a dudas el dicho de que la mujer del César, además de ser honrada, debe parecerlo, encendió la mecha del proceso histórico  más radical de la Europa moderna, que acabó sangrientamente con la vida del rey y la reina en 1793. La encanecida María Antonieta que subió al cadalso solo tenía 37 años pero había vivido intensamente, como la estrella más rutilante de su siglo.




Este artículo fue originariamente publicado en la revista de la ONG Ancianos del Mundo, en diciembre de 2012.

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