viernes, 12 de julio de 2013

EURIDICE, LA MUJER AUSENTE




Todos conocemos a Orfeo, el mítico cantor tracio. Con su música era capaz de detener ríos y vientos o de hacer que las rocas y plantas lo siguieran. Hasta persuadió a los dioses del inframundo para que le devolvieran a su dulce esposa Eurídice, pero en un momento de inseguridad durante el camino de vuelta, la perdió para siempre.
Lo verdaderamente sorprendente de esta bonita y triste historia son sus incontables ramificaciones en los ámbitos de la filosofía, la religión y el arte, tejidas a lo largo de miles de años. No somos conscientes de ellas pero permanecen visibles, como capilares bajo la piel, si miramos con una mínima atención. Me propongo contaros una historia fascinante, que en ocasiones hasta provoca un cosquilleante vértigo, cuando se comprende cuán lejos podemos viajar hacia atrás en la historia sin abandonar el presente. A poco que profundices en ellos, algunos mitos se convierten en la auténtica máquina del tiempo.



El mito de Orfeo

Cuenta la leyenda que el insuperable arte de Orfeo con el canto y la lira lo debía a sus progenitores, el dios Apolo y la musa Calíope, inspiradora de los poetas. Su alegría se apagó con la muerte de Eurídice. Aconsejado por Apolo, se atrevió a descender al reino de los muertos a rescatarla. Para seguir la pista de la metamorfosis de algunas de nuestras ideas culturales clave, es preciso conocer un poco la geografía ultraterrena entre los griegos. En los poemas homéricos, las almas de todos los muertos permanecían confinadas en un territorio subterráneo, el Hades, donde eran terriblemente desgraciadas para siempre pero no se las concebía como inmortales. Alimentadas con sangre, podían desvelar secretos a los vivos: así logró Ulises averiguar, preguntando al espectro del adivino Tiresias, cómo regresar a su añorada Ítaca. Poco a poco se fue abriendo camino una diversificación de los espacios del Más Allá, pero siempre localizados bajo tierra: el tenebroso Tártaro, donde las terribles Furias vigilaban el Lugar de los Castigos; la Isla de los Bienaventurados, también conocida como los Campos Elíseos; y un insípido pedregal, los Campos Gamonales, por los que los espíritus vagaban eternamente aburridos. Con ello, el esquema va adquiriendo un sorprendente parecido de familia con la tripartición cristiana de cielo, infierno y purgatorio.
El Tártaro era el reino de Hades y Perséfone. Hasta él acompañaba Hermes a las almas, que primero debían cruzar la laguna Estigia en la barca de Caronte, pagándole con la moneda depositada en la boca del difunto. Al llegar a la otra orilla, se transformaban en sombras. El temible can Cerbero vigilaba con sus tres cabezas que no escapase de allí ningún espíritu ni tampoco penetraran seres mortales. No obstante, algunos héroes lo lograron: Ulises, Hércules y Orfeo; y creo que ésa podría ser una de las razones por las cuales a las comunidades helenizadas de la época de Jesús les resultó tan fácil comprender y aceptar su bajada a los infiernos y su triunfo sobre la muerte como Dios hecho hombre.
Una vez en el reino de las sombras, los espíritus, sedientos por el largo viaje, se precipitaban a beber en la fuente del Leteo y, tras ello, olvidaban por completo sus vidas pasadas. Pero Orfeo era un mago, por lo que se las arregló para sortear todos esos obstáculos: hechizó con su música a Caronte, que lo transportó gratis; el fiero perro guardián le lamió los pies; tranquilizó a las Furias y, detalle éste que tiene una importancia crucial, sonsacó a Perséfone la contraseña para escapar de la fuente del olvido. Ante Hades cantó su pena con tan gran dulzura que le arrancó licencia para retornar con su amada, pero con la condición de no mirar atrás hasta que estuvieran bajo la protección de Apolo, el dios solar. En medio de un sobrecogedor silencio durante el largo regreso, Orfeo temió que la divinidad infernal le hubiese engañado y, al volverse con ansiedad para buscar a Eurídice, la vio precipitarse hacia el abismo. Los dioses antiguos parecían conocer muy bien las debilidades humanas.

Después de su fracaso, Orfeo vagaba por los campos, lleno de melancolía, sin querer buscar consuelo en otro amor. Enfurecidas por ello, unas ménades o bacantes –jóvenes borrachas, adoradoras de Dioniso o Baco, según tomemos la nomenclatura griega o romana–, lo persiguieron y, atrapándolo sin su lira mágica, lo despedazaron. En una historia que recuerda vagamente el mito de Osiris, descuartizado por Set y recompuesto por su esposa Isis, las Musas recogieron los restos de Orfeo y los enterraron al pie del Monte Olimpo, donde por ello el canto de los ruiseñores es el más bello. Pero la cabeza del poeta llegó flotando por el río Hebro hasta el mar, donde la rescataron unos pescadores. Fue enterrada en la isla de Lesbos, lo que explicaba en la Antigüedad las impresionantes cotas que alcanzó allí la poesía lírica, especialmente con la inconmensurable figura de Safo.
Finalmente, Zeus accedió a que Apolo colocara la cítara de Orfeo en el firmamento, donde podemos verla en la constelación de Lira. Como vemos, la gracia de los griegos para explicar poéticamente la realidad no tiene parangón en la historia occidental. 

 Orfeo y Euridice, una inspiración artística

El mito de Orfeo siguió su viaje en el tiempo para reaparecer, con un empuje inaudito, en el Renacimiento, entusiasmado con la poesía griega y los ambientes pastoriles. También su historia de amor conyugal presentaba unos tintes morales muy del gusto de los autores de nuestro Siglo de Oro. Lope de Vega escribió en 1630 El marido más firme, mientras que Calderón compuso en 1663 un auto sacramental, El divino Orfeo, alegoría del verbo celestial, en tanto que Eurídice representaba la Naturaleza humana, siendo su muerte símbolo del pecado, la gracia y la redención.
Los inspirados Sonetos a Orfeo de Rilke (1923), resumen su presencia inmarchitable en el corazón de la poesía: “¡Oh, tú, el dios perdido! ¡Oh, tú, huella sin fin!”. Pero sin despreciar su influencia en la pintura –Tintoretto, Rubens, Poussin–, fue en la música donde el mito encontró su manifestación más perfecta. Dejando aparte algunas adaptaciones iniciales, existe consenso en reconocer que el nacimiento de la ópera se produjo en 1607 con Orfeo favola in musica, de Monteverdi. La novedad radicaba en que no sólo se cantaban los versos sino que se interpretaban musicalmente las emociones. Una auténtica revolución artística. Después vinieron muchas otras óperas y hasta ballets con el pretexto del mito, aunque yo destacaría dos jalones en ese camino: la bellísima ópera de Glück Orfeo y Eurídice (1762), y la ópera cómica de Offenbach en 1858, Orfeo en los infiernos, a la que debemos un referente cultural extremadamente popular, el famoso baile del can-cán.
       Cuando saltó al mundo del celuloide, la inspiración de Orfeo produjo una de las más hermosas melodías en el imaginario colectivo del siglo XX: “Manha de Carnaval”, de la película Orfeo negro (Marcel Camus, 1959). Por ello, quizás deberíamos convenir ya que nuestra cultura occidental debe mucho más al mito de Orfeo de lo que podríamos haber reconocido en un primer momento.


Eurídice, la mujer ausente

Hasta ahora, hemos hablado continuamente de Orfeo   pero apenas nada de Eurídice, que es nuestro centro de atención. La eterna ausencia de la otredad femenina… Realmente es poco lo que sabemos de esta ninfa, tracia como Orfeo. En la mitología clásica, las ninfas eran seres de naturaleza divina con forma de hermosas doncellas, que vagaban por bosques o pastos. No podían morir de enfermedad o vejez, pero tampoco eran inmortales, de ahí que cuando Eurídice escapaba del acoso del pastor Aristeo, muriera por la mordedura de una serpiente.
En Ovidio prima la interpretación del amor romántico: Eurídice es coronada como la reina de los amantes, para toda la eternidad, en el venturoso Elíseo. Y, realmente, aunque se nos aparezca desposeída de una identidad propia, que sólo adquiere porque es amada por Orfeo, este mito del amor conyugal más allá de la muerte es verdaderamente singular en la cultura griega, en la que la mujer no disfrutaba de un status igual al varón en derechos y dignidad, como tal vez sí podría suceder entre egipcios o etruscos. Por el contrario, la mujer en Grecia era vista socialmente como un mero instrumento para garantizar la descendencia masculina, precisa para continuar los cultos familiares. Sólo recibía la formación que necesitaba para llevar a cabo las labores domésticas y, salvo en Esparta, permanecía confinada en los espacios femeninos de la casa e incluso apartada de los hombres de la familia. Ello explica con claridad la sorna de Sócrates al preguntar a uno de sus contertulios habituales: “¿pero hay alguien con quien hables menos que con tu mujer?”.
Sin embargo, Platón prefería como ejemplo supremo de sacrificio conyugal el de Alcestis, esposa del rey Admeto de Tesalia. Gravemente enfermo, un oráculo reveló que sanaría si alguien se ofrecía a morir por él, lo que así hizo la fiel Alcestis. Pero Hércules, que estaba presente, la rescató del Averno. A mí me encanta esa ubicua presencia salvadora de los héroes griegos, como la de Superman, siempre dispuesto a ponerse capa y malla velozmente en la cabina telefónica de la esquina para salir volando a “desfazer entuertos”.


Pero la fábula mitológica que mejor refleja, para mí, el amor compartido, es la de Filemón y Baucis, que relata Ovidio en las Metamorfosis: un día, Zeus y Hermes bajaron a la tierra disfrazados a comprobar la bondad de los hombres, pero nadie les abrió las puertas salvo aquella anciana pareja, ofreciéndoles todo cuanto tenían en su humilde cabaña. Agradecido, Zeus les reveló su identidad, y les ofreció concederles lo que desearan. Pese a su miseria, no fueron riquezas sino que Filemón pidió “que una misma hora nos lleve a los dos, que no vea yo nunca la tumba de mi esposa y que tampoco tenga ella que enterrarme a mí”. Cuando les llegó la hora de morir, vieron cómo les salían hojas y que una nueva vida arbórea les invadía. Mientras que aún podían hablar, se despidieron y una corteza vegetal cubrió para siempre sus bocas.
Eurídice, Alcestis o Baucis nos hablan de la consoladora posibilidad del amor eterno, que aún es un ideal posible incluso en nuestra acelerada sociedad, donde la divisa más generalizada es el cambio.

Este texto es un fragmento de un artículo publicado en el blog Espíritu y Cuerpo. Si tenéis interés en accder al texto completo y sus comentarios, el enlace es el siguiente:




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