Todos conocemos a Orfeo, el mítico cantor tracio. Con su música era capaz de detener ríos y vientos o de hacer que las rocas y plantas lo siguieran. Hasta persuadió a los dioses del inframundo para que le devolvieran a su dulce esposa Eurídice, pero en un momento de inseguridad durante el camino de vuelta, la perdió para siempre.
Lo verdaderamente sorprendente de esta bonita y triste
historia son sus incontables ramificaciones en los ámbitos de la filosofía, la
religión y el arte, tejidas a lo largo de miles de años. No somos conscientes
de ellas pero permanecen visibles, como capilares bajo la piel, si miramos con
una mínima atención. Me propongo contaros una historia fascinante, que en
ocasiones hasta provoca un cosquilleante vértigo, cuando se comprende cuán lejos
podemos viajar hacia atrás en la historia sin abandonar el presente. A poco que
profundices en ellos, algunos mitos se convierten en la auténtica máquina del
tiempo.
El mito de Orfeo
Cuenta la leyenda que el insuperable arte de Orfeo con el
canto y la lira lo debía a sus progenitores, el dios Apolo y la musa Calíope,
inspiradora de los poetas. Su alegría se apagó con la muerte de Eurídice.
Aconsejado por Apolo, se atrevió a descender al reino de los muertos a
rescatarla. Para seguir la pista de la metamorfosis de algunas de nuestras
ideas culturales clave, es preciso conocer un poco la geografía ultraterrena
entre los griegos. En los poemas homéricos, las almas de todos los muertos
permanecían confinadas en un territorio subterráneo, el Hades, donde eran terriblemente
desgraciadas para siempre pero no se las concebía como inmortales. Alimentadas
con sangre, podían desvelar secretos a los vivos: así logró Ulises averiguar,
preguntando al espectro del adivino Tiresias, cómo regresar a su añorada Ítaca.
Poco a poco se fue abriendo camino una diversificación de los espacios del Más
Allá, pero siempre localizados bajo tierra: el tenebroso Tártaro, donde las
terribles Furias vigilaban el Lugar de los Castigos; la Isla de los
Bienaventurados, también conocida como los Campos Elíseos; y un insípido
pedregal, los Campos Gamonales, por los que los espíritus vagaban eternamente
aburridos. Con ello, el esquema va adquiriendo un sorprendente parecido de
familia con la tripartición cristiana de cielo, infierno y purgatorio.
El Tártaro era el reino de Hades y Perséfone. Hasta él
acompañaba Hermes a las almas, que primero debían cruzar la laguna Estigia en
la barca de Caronte, pagándole con la moneda depositada en la boca del difunto.
Al llegar a la otra orilla, se transformaban en sombras. El temible can Cerbero
vigilaba con sus tres cabezas que no escapase de allí ningún espíritu ni
tampoco penetraran seres mortales. No obstante, algunos héroes lo lograron:
Ulises, Hércules y Orfeo; y creo que ésa podría ser una de las razones por las
cuales a las comunidades helenizadas de la época de Jesús les resultó tan fácil
comprender y aceptar su bajada a los infiernos y su triunfo sobre la muerte
como Dios hecho hombre.
Una vez en el reino de las sombras, los espíritus, sedientos
por el largo viaje, se precipitaban a beber en la fuente del Leteo y, tras
ello, olvidaban por completo sus vidas pasadas. Pero Orfeo era un mago, por lo
que se las arregló para sortear todos esos obstáculos: hechizó con su música a
Caronte, que lo transportó gratis; el fiero perro guardián le lamió los pies;
tranquilizó a las Furias y, detalle éste que tiene una importancia crucial,
sonsacó a Perséfone la contraseña para escapar de la fuente del olvido. Ante
Hades cantó su pena con tan gran dulzura que le arrancó licencia para retornar
con su amada, pero con la condición de no mirar atrás hasta que estuvieran bajo
la protección de Apolo, el dios solar. En medio de un sobrecogedor silencio
durante el largo regreso, Orfeo temió que la divinidad infernal le hubiese
engañado y, al volverse con ansiedad para buscar a Eurídice, la vio
precipitarse hacia el abismo. Los dioses antiguos parecían conocer muy bien las
debilidades humanas.
Después de su fracaso, Orfeo vagaba por los campos, lleno de
melancolía, sin querer buscar consuelo en otro amor. Enfurecidas por ello, unas
ménades o bacantes –jóvenes borrachas, adoradoras de Dioniso o Baco, según
tomemos la nomenclatura griega o romana–, lo persiguieron y, atrapándolo sin su
lira mágica, lo despedazaron. En una historia que recuerda vagamente el mito de
Osiris, descuartizado por Set y recompuesto por su esposa Isis, las Musas
recogieron los restos de Orfeo y los enterraron al pie del Monte Olimpo, donde
por ello el canto de los ruiseñores es el más bello. Pero la cabeza del poeta
llegó flotando por el río Hebro hasta el mar, donde la rescataron unos
pescadores. Fue enterrada en la isla de Lesbos, lo que explicaba en la
Antigüedad las impresionantes cotas que alcanzó allí la poesía lírica,
especialmente con la inconmensurable figura de Safo.
Finalmente, Zeus accedió a que Apolo colocara la cítara de
Orfeo en el firmamento, donde podemos verla en la constelación de Lira. Como
vemos, la gracia de los griegos para explicar poéticamente la realidad no tiene
parangón en la historia occidental.
El mito de
Orfeo siguió su viaje en el tiempo para reaparecer, con un empuje
inaudito, en el Renacimiento, entusiasmado con la poesía griega y los ambientes
pastoriles. También su historia de amor conyugal presentaba unos tintes morales
muy del gusto de los autores de nuestro Siglo de Oro. Lope de Vega escribió en
1630 El marido más firme, mientras que Calderón compuso en 1663 un auto
sacramental, El divino Orfeo, alegoría del verbo celestial, en tanto que
Eurídice representaba la Naturaleza humana, siendo su muerte símbolo del
pecado, la gracia y la redención.
Los inspirados Sonetos a Orfeo de Rilke (1923), resumen su
presencia inmarchitable en el corazón de la poesía: “¡Oh, tú, el dios perdido!
¡Oh, tú, huella sin fin!”. Pero sin despreciar su influencia en la pintura
–Tintoretto, Rubens, Poussin–, fue en la música donde el mito encontró su
manifestación más perfecta. Dejando aparte algunas adaptaciones iniciales,
existe consenso en reconocer que el nacimiento de la ópera se produjo en 1607
con Orfeo favola in musica, de Monteverdi. La novedad radicaba en que no sólo
se cantaban los versos sino que se interpretaban musicalmente las emociones.
Una auténtica revolución artística. Después vinieron muchas otras óperas y
hasta ballets con el pretexto del mito, aunque yo destacaría dos jalones en ese
camino: la bellísima ópera de Glück Orfeo y Eurídice (1762), y la ópera cómica
de Offenbach en 1858, Orfeo en los infiernos, a la que debemos un referente
cultural extremadamente popular, el famoso baile del can-cán.
Cuando saltó al
mundo del celuloide, la inspiración de Orfeo produjo una de las más hermosas
melodías en el imaginario colectivo del siglo XX: “Manha de Carnaval”, de la
película Orfeo negro (Marcel Camus, 1959). Por ello, quizás deberíamos convenir
ya que nuestra cultura occidental debe mucho más al mito de Orfeo de lo que
podríamos haber reconocido en un primer momento.
Eurídice, la mujer ausente
Hasta ahora, hemos hablado continuamente de Orfeo pero
apenas nada de Eurídice, que es nuestro centro de atención. La eterna ausencia
de la otredad femenina… Realmente es poco lo que sabemos de esta ninfa, tracia
como Orfeo. En la mitología clásica, las ninfas eran seres de naturaleza divina
con forma de hermosas doncellas, que vagaban por bosques o pastos. No podían
morir de enfermedad o vejez, pero tampoco eran inmortales, de ahí que cuando
Eurídice escapaba del acoso del pastor Aristeo, muriera por la mordedura de una
serpiente.
En Ovidio prima la interpretación del amor romántico:
Eurídice es coronada como la reina de los amantes, para toda la eternidad, en
el venturoso Elíseo. Y, realmente, aunque se nos aparezca desposeída de una
identidad propia, que sólo adquiere porque es amada por Orfeo, este mito del
amor conyugal más allá de la muerte es verdaderamente singular en la cultura
griega, en la que la mujer no disfrutaba de un status igual al varón en
derechos y dignidad, como tal vez sí podría suceder entre egipcios o etruscos.
Por el contrario, la mujer en Grecia era vista socialmente como un mero
instrumento para garantizar la descendencia masculina, precisa para continuar
los cultos familiares. Sólo recibía la formación que necesitaba para llevar a
cabo las labores domésticas y, salvo en Esparta, permanecía confinada en los
espacios femeninos de la casa e incluso apartada de los hombres de la familia.
Ello explica con claridad la sorna de Sócrates al preguntar a uno de sus
contertulios habituales: “¿pero hay alguien con quien hables menos que con tu
mujer?”.
Sin embargo, Platón prefería como ejemplo supremo de
sacrificio conyugal el de Alcestis, esposa del rey Admeto de Tesalia.
Gravemente enfermo, un oráculo reveló que sanaría si alguien se ofrecía a morir
por él, lo que así hizo la fiel Alcestis. Pero Hércules, que estaba presente,
la rescató del Averno. A mí me encanta esa ubicua presencia salvadora de los
héroes griegos, como la de Superman, siempre dispuesto a ponerse capa y malla
velozmente en la cabina telefónica de la esquina para salir volando a “desfazer
entuertos”.
Pero la fábula mitológica que mejor refleja, para mí, el
amor compartido, es la de Filemón y Baucis, que relata Ovidio en las
Metamorfosis: un día, Zeus y Hermes bajaron a la tierra disfrazados a comprobar
la bondad de los hombres, pero nadie les abrió las puertas salvo aquella
anciana pareja, ofreciéndoles todo cuanto tenían en su humilde cabaña.
Agradecido, Zeus les reveló su identidad, y les ofreció concederles lo que
desearan. Pese a su miseria, no fueron riquezas sino que Filemón pidió “que una
misma hora nos lleve a los dos, que no vea yo nunca la tumba de mi esposa y que
tampoco tenga ella que enterrarme a mí”. Cuando les llegó la hora de morir,
vieron cómo les salían hojas y que una nueva vida arbórea les invadía. Mientras
que aún podían hablar, se despidieron y una corteza vegetal cubrió para siempre
sus bocas.
Eurídice, Alcestis o Baucis nos hablan de la consoladora
posibilidad del amor eterno, que aún es un ideal posible incluso en nuestra
acelerada sociedad, donde la divisa más generalizada es el cambio.
Este texto es un fragmento de un artículo publicado en el
blog Espíritu y Cuerpo. Si tenéis interés en accder al texto completo y sus
comentarios, el enlace es el siguiente:
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