Resumen de la conferencia pronunciada por D. José Lull García
Alicante 16-11-2011
La información que proporciona la historia de las mujeres en una civilización, siempre escrita por hombres, evidentemente se presenta por ello sesgada, por lo que deben rastrearse las pistas de las condiciones subyacentes ocultas en una pluralidad de fuentes (iconografía, inscripciones, estatuaria, pintura…) para averiguar su situación real en los diferentes aspectos de la vida. Por otro lado, en cada fase de la prolongada historia del Egipto Antiguo, el papel de la mujer fue experimentando cambios, si bien para la época clásica (2.700-332 a.C. aproximadamente) es posible ofrecer una panorámica global.
El puesto de mayor relevancia que una mujer podía alcanzar en la sociedad era el de faraón. Muy pocas gobernaron como tal. Algunas son tan conocidas como Hatshepsut, Nefertiti (que gobernó bajo el nombre de Esmenkare) o Cleopatra, pero también Tausert, en la dinastía XIX, entre 1.188 a 1.186 a.C. Un número ínfimo de casos, si se advierte que los anales registran más de 350 faraones. Sí contamos con ejemplos más numerosos de su gobierno como reina, gran esposa real o regente durante la minoría del hijo ya nombrado faraón.
Especialmente en ciertas épocas, el papel de las mujeres de la realeza fue considerado fundamental para la transmisión del linaje regio. Con frecuencia se plasman en las tumbas reales escenas de teogamia, en las que la reina aparece emparejada con el dios Amón, simbolizando con ello la transmisión de la sangre divina a su heredero. Como era la principal esposa quien transfería el poder dinástico, quienes fuera de la línea sucesoria alcanzaban la dignidad de faraón, ansiaban legitimar su posición contrayendo matrimonio con hijas del faraón anterior y su gran esposa real.
En el plano religioso, el mayor rango al que una mujer podía aspirar era el de divina adoratriz de Amón. Sin embargo, se desarrolló un clero femenino paralelo al del sumo sacerdote de Amón en Tebas. Incluso durante la dinastía XXVI (s. VII-VI a.C.) llegaron a sustituirlo, lo que supuso que esas sacerdotisas fueran las más poderosas en la historia de Egipto, casi un estado dentro del estado, solo situadas por debajo del faraón y con jurisdicción en todos sus dominios. En las tumbas vemos como usaban la cobra o ureus como insignia de su elevado poder.
Fuera de esas élites, la mujer libre se ocupaba de tareas muy diversas en el tejido productivo, con frecuencia compartidas con los varones pero en un segundo plano y en menor número. Sabemos por la iconografía que los hombres se encargaban de la vendimia y de los trabajos del campo más duros, mientras que las mujeres se ocupaban de la siembra y la recogida del cereal, la molienda del grano y la fabricación de pan, pasteles y cerveza. En los almacenes y templos y en sus factorías dependientes, el trabajo era mayoritariamente masculino. En cambio, la mujer dedicaba su actividad principal a la casa.
Un primer ámbito productivo que se desarrollaba sólo con mano de obra femenina era el de elaboración de aceites aromáticos y perfumes, éstos mediante el prensado de flores. También era principal su aportación en el lavado de tejidos.
Hombre y mujeres se dedicaban por igual a la danza, como espectáculo festivo, religioso o funerario, pero en la iconografía son las jóvenes las que aparecen representadas con mayor frecuencia. Acróbatas vestidas solo con una pequeña falda e instrumentistas tocando la flauta doble, el arpa, el laúd o una especie de pandereta y marcando el ritmo con las palmas, nos transmiten la imagen de un mundo alegre y colorista.
En un escalón más bajo se encontraban las siervas, fácilmente identificables en las pinturas por trabajar desnudas con un cinturón en la cadera. Los siervos, en cambio, solo llevaban el pecho al descubierto. Es importante recalcar la libertad contractual de la mujer egipcia, que no necesitaba al esposo para contratar, sino que disfrutaba de autonomía para alquilar y comprar bienes y servidumbre.
Otro trabajo que desempeñaban únicamente las mujeres era el de plañideras, ajenas a la familia del difunto y contratadas para mostrar convencionalmente un dolor extremo por su muerte, rasgándose las vestiduras y derramando arena sobre sus cabellos.
De las videntes se conserva escasa información. En un ostracón consta como un tal Qenherkhpester pregunta a Inerwar, con ocasión de la muerte de unos chicos, por qué no ha ido a consultar el problema con la rekhet (“mujer sabia”).
Podemos encontrar multitud de imágenes de escribas varones, pertenecientes a la burocracia estatal, pero ninguna de mujer. La duda que inmediatamente nos asalta es si tal vez la mujer no estaba alfabetizada en Egipto. La totalidad de la élite masculina sí tenía esa formación pero solo una pequeña proporción de la femenina. Sin embargo, en la tumba de Pelosiris (s. IV-III a.C.) figura una encendida descripción de la mujer amada, a la que llama “soberana de la gracia, dulce de amor, de palabra fácil y que da consejos útiles en sus escritos”. Por tanto, no debían de ser tan raras las mujeres versadas en letras. De hecho, tenemos noticias de médicas e inspectoras de sanidad ya en el Imperio Antiguo (2.700-2.250 a.C.), y solo conociendo la escritura habrían podido entender las recetas contenidas en los papiros. Igualmente, desempeñaban empleos en la administración de esa misma época, aunque su presencia fue reduciéndose paulatinamente en el Imperio Nuevo (1.550-1.070 a.C.).
Una función muy característica, pero tampoco exclusiva de la mujer, era el comercio en el mercado local. Merced a su autonomía y libertad económica, podía explotar las parcelas heredadas de sus padres y vender parte de su producción. No intervenía, en cambio, en el comercio interregional o internacional, salvo en sustitución de su esposo ausente.
A propósito de estas libertades femeninas, en las escenas funerarias aparecen junto a sus cónyuges pero también solas, atendidas por sus criados. En un texto pintoresco, la mujer exige: “¡Tráeme otras 18 copas de vino! ¿No ves que estoy tratando de emborracharme? Mi garganta está seca como el polvo”. Y, en algunas imágenes aisladas, hasta se la representa vomitando por una borrachera.
El trabajo por excelencia de la mujer en el Imperio Antiguo y Medio (2.700-1.800 a.C.) era el de tejedora, aunque con posterioridad pasó a compartirlo con los varones. El tejido era una actividad productiva de la máxima importancia en esta cultura y alcanzó cotas de sofisticación asombrosas (plisados, túnicas tan sutiles que apenas velaban el cuerpo…). Los vestidos bonitos tenían una connotación sexual muy clara. Regalarlos significaba una invitación a tener relaciones íntimas. En el papiro d’Orbiney pueden leerse estas turbadoras palabras, que una mujer dirige al hermano de su marido:
“Una gran fuerza hay en ti y veo tu vigor cada día… Ven, pasemos una hora acostados. Será placentero para ti y yo te haré vestidos hermosos”.
Entre las vestiduras femeninas, la que parecía más atractiva a los hombres consistía en una red en V, formada por centenares de cuentas entrelazadas entre sí, que dejaban grandes huecos a través de los cuales podía adivinarse perfectamente el cuerpo, si bien solo se utilizaban por las élites palaciegas y para ocasiones especiales. Otro vestido muy ceñido y translúcido, pensado para mostrar la silueta, se fabricaba con lino real del Alto Egipto, que era el más caro y deseado, frente al lino opaco ordinario. Para incrementar el potencial erótico de esas telas maravillosas, se impregnaban en esencias balsámicas y aceites perfumados.
Ambos sexos se caracterizaban en Egipto por una gran coquetería. Así se puede comprobar por los neceseres que nos han legado en sus tumbas, repletos de pequeños recipientes para perfumes, aceites corporales y pintura para ojos verde y negra. Ese repertorio de productos de belleza venía acompañado por todo un arsenal de instrumentos para acicalarse: navajas, pinzas de depilar, diferentes tipos de agujas y peinetas para sujetar el pelo y las pelucas, así como espejos. Los de mejor calidad eran de plata completamente pulida.
Algunas sirvientas estaban especializadas en realizar la manicura y pedicura para las mujeres de clase alta, mientras que otras trabajaban exclusivamente como peluqueras. Como en nuestros días, llegó a haber peluqueros famosos e influyentes, como los que estaban al servicio del faraón. Su poder era tal que se hicieron construir grandes mastabas en Sakhara. Afortunadamente se han conservado muchas pelucas originales, que usaban tanto hombres como mujeres y que eran de calidades bien diferentes. Las más caras se fabricaban de cabello natural. Para bolsillos menos pudientes, se incrementaba la proporción de fibra. Solían adornarse con abalorios y, gracias a sus diferentes estilos, pueden utilizarse para la datación histórica. Las cortas, hasta el cuello, son típicas de la IV dinastía (2.630-2.500 a.C.) En el Imperio Medio (2.050-1.800 a.C.) y en el segundo período intermedio (1.800-1.550 a.C.) se puso de moda el peinado hathórico (inspirado por la imagen de la diosa Hathor en su forma femenina). La peluca era entonces más larga, con tirabuzones a la altura del pecho. Pero las más estrambóticas, por lo grandes, pesadas e incómodas pero llamativas, proceden de la dinastía XVIII (1.550-1.295 a.C. )
Como los vestidos, también las pelucas tenían una innegable connotación erótica, como confirma este texto del papiro d’Orbiney:
"Me encontró sentada completamente sola. Entonces me dijo: ven, pasemos una hora juntos, acostémonos. Ponte tu peluca".
Lo más deseado por la mujer egipcia era obtener el título de “señora de la casa” dado que, en las sociedades antiguas, la formación de una familia era el objetivo primordial. Era la forma de asegurar que los hijos mantuviesen a los padres en la vejez. Leemos en otro texto:
“¡Oh tú, el más bello de los hombres! Mi deseo es preocuparme de tus bienes, convirtiéndome en la señora de tu casa”.
Entre los textos sapienciales, la Instrucción de Ani recomienda al hombre:
“Funda un hogar y quiere a tu mujer en tu casa, mientras todavía eres joven, para que pueda darte hijos, puesto que un hombre es considerado según el número de sus hijos”.
Y también, en la Instrucción de Ankhsheshonq:
“Casaos a los veinte, para que podáis tener un hijo cuando todavía seáis jóvenes”.
Teniendo en cuenta que la esperanza de vida en Egipto era de unos 30 años, tal edad de matrimonio recomendada para el varón puede considerarse muy tardía. En cambio, la mujer solía contraer nupcias al alcanzar la pubertad, entre los 13 y los 15 años.
Como quiera que tener descendencia era lo más deseado para las parejas, esperaríamos encontrar gran número de imágenes de mujeres gestantes pero, en realidad, son muy escasas. Lo que sí nos aporta el registro histórico son diversas fórmulas para confirmar el estado de buena esperanza. El papiro Berlín 3038 recoge la siguiente receta: hacer una sopa de melón y leche de mujer que haya dado a luz a un hijo varón, y dárselo a oler a la mujer. Si le provoca nauseas, está embarazada.
Por otra parte, aunque la gestación constituía una noticia muy importante para el ámbito familiar, también representaba una fase de peligro para la madre, que con cierta frecuencia moría en el parto. Para protegerse, usaban múltiples recetas y amuletos del dios Bes.
Debido a la alta tasa de mortalidad de mujeres jóvenes por ese motivo, era usual que los varones contrajeran segundas nupcias.
Tan importante resultaba la prole para la vigencia del contrato matrimonial, que solían incluirse en el mismo un período de prueba de 275 días (la duración que atribuían al embarazo era de 271 días, nosotros 269), de manera tal que si durante el mismo la mujer no se quedaba embarazada, podía resolverse el vínculo, recuperando cada uno sus respectivos bienes.
Juicio de Osiris |
Según la costumbre, la mujer daba a luz colocándose en cuclillas sobre unos ladrillos. Tras el nacimiento, debía permanecer 14 días en un pabellón construido con cañas y troncos fuera del poblado para su purificación. Después retornaba al hogar con la criatura.
El ladrillo, presente en el momento mismo del nacimiento, tenía un enorme valor simbólico, representativo de la inocencia con que venimos al mundo, como se aprecia en el capítulo 125 del Libro de los Muertos. En la escena trascendental del juicio en el Más Allá, en que Osiris comprueba, mediante una balanza, que el corazón del fallecido no pesa más que una pluma colocada en el otro platillo, el ladrillo ayuda al difunto, como una especia de talismán, a defender su causa ante el tribunal de la eternidad.
Un ejemplo más, entre los numerosos aspectos rituales que rodeaban los hitos fundamentales de la existencia humana, era el corte del cordón umbilical mediante un cuchillo de sílex de origen predinástico (5.500-3.200 a.C.). Este instrumento tan antiguo revela que el acto, transicional entre dos estados de la vida, era considerado un rito de paso.
Durante los tres primeros años, si el niño pertenecía a la élite, disponía de nodriza que le daba el pecho. Las que se encargaban del heredero real gozaban de gran prestigio e influencia en la corte. Pasados tres años, surgía un nuevo riesgo de muerte para el niño por el cambio en la alimentación tras el destete, que se intentaba precaver con múltiples amuletos para ayudarle a su supervivencia.
La figura de la madre era muy importante en Egipto y así puede verificarse en las Enseñanzas de Ani:
"Devuélvele a tu madre el doble de pan que ella te dio. Fuiste para ella una cansada y pesada carga, pero no se desentendió de ti”.
Y, en las enseñanzas de Khely, un maestro le dice a su aprendiz de escriba “Te haré amar la escritura más que a tu madre”.
Un nuevo rito de paso tiene lugar en la adolescencia mediante la circuncisión de los varones. Según relata Estrabón y algún papiro tardío, también se sometía a ella a la mujer mediante una especie de ablación, pero no sucedía así en la época faraónica. Para la misma, los textos informan que la transición se ritualizaba en la rotura del himen, lo que se muestra en abierta contradicción con el valor social otorgado por el cristianismo a la virginidad.
Las mujeres menstruantes debían residir fuera de su casa y lejos de la ciudad o del poblado. Incluso para las sacerdotisas del templo era un momento impuro.
En el contexto cultural que se ha descrito, tiene adecuado encaje la imagen de los esposos felices en el matrimonio. Los textos de sabiduría aconsejan: “Ama ardientemente a tu esposa, aliméntala y vístela, los ungüentos fragantes son buenos para su cuerpo. Hazla feliz todos los días. No seas bruto, obtendrás más de ella con miramientos que con violencia”. Ello nos pone sobre la pista de que también en el antiguo Egipto existía violencia de género. Conocemos el caso de una mujer que denunció a su violento marido, incluso presentando como testigo en juicio a la propia madre del acusado.
Según lo previsto en el contrato matrimonial, la infidelidad permitía al marido repudiar a la esposa, entregándole la cantidad estipulada y un tercio de lo adquirido constante matrimonio, para asegurar su mantenimiento una vez expulsada de la casa. Ahora bien, esa infidelidad causante del repudio debía ser objeto de estricta demostración.
El motivo principal del divorcio, sin embargo, era la infertilidad de la esposa, de la que podía ser causante el propio marido. Un texto de un sacerdote-médico recomienda al hombre impotente una pócima compuesta de semillas de lechuga y loto, cola de cocodrilo y ojo de ave acuática (y presenciar una escena pornográfica antes de acostarse).
En caso de repudio injusto, la mujer podía recuperar íntegramente la dote entregada por su familia y las herencias procedentes de la misma así como, algunas veces, una compensación para alimentos (de igual función a la pensión compensatoria actual), parte del patrimonio familiar del marido, un tercio de los bienes comunes e incluso podía permanecer en el domicilio conyugal, lo que supone una protección sorprendentemente similar a la de hoy en día.
A la hora de hacer testamento, la mujer tenía facultades para repartir libremente sus bienes. Un ejemplo de la época de Ramsés V ilustra claramente esa libertad: una madre tenía ocho hijos y, en los achaques de la vejez, solo cuatro de ellos la cuidaron, por lo que desheredó a los restantes.
En cuanto a las causas de divorcio a favor de la mujer, en las Enseñanzas de Tplahhelep se indican como tales que el hombre tenga el “bolsillo pequeño”, si no trae carne, grano o cerveza para la despensa (pues es su deber mantener a la esposa) o “si va repartiendo simiente por las casas de cerveza y vuelve seco”. Estas casas de cerveza, como resulta imaginable, pueden ser tanto tabernas como casas de prostitución.
El adulterio estaba mal visto en la sociedad egipcia. Entre los 42 mandamientos cuya observancia debía demostrar el difunto ante el tribunal de Osiris, uno de ellos era no haberse acostado con la mujer de otro hombre. De hecho, ello podría acarrear duras penas. En caso de violación, como puede leerse en la Biblioteca histórica de Diodoro, estaba previsto cortar las vergüenzas al violador, por reunir en una sola acción tres de los males mayores: la violencia, la corrupción y la confusión en la paternidad de los hijos.
Como resumen de esta interesantísima conferencia, lejos de lo que podría hacernos pensar la omnipresencia de la muerte, la cultura egipcia era alegre, luminosa y sensual, pero también cargada de valores éticos. El papel de la mujer era muy respetado socialmente, sin parangón no solo en cualquier otra cultura del mundo antiguo sino incluso en Occidente hasta tiempos recientes. Y, al menos en el esquema teórico de las leyes, su protección estaba muy reforzada. Como advirtió el profesor Lull, hacen falta estudios que verifiquen si, en la práctica, esta protección verdaderamente se cumplía.
Acompaño un esquema con los períodos de la historia de Egipto para una mejor ubicación de los datos:
- Predinástico: 5.500-3.200 a.C.
- Protodinástico: 3.200-3.100 a.C.
- Imperio Arcaico: 3.100-2.700 a.C.
- Imperio Antiguo: 2.700-2.250 a.C.
- Período Intermedio: 2.250-2.050 a.C.
- Imperio Medio: 2.050-1.800 a.C.
- 2º Período Intermedio: 1.800-1.550 a.C.
- Imperio Nuevo: 1.550-1.070 a.C.
- Tercer Período Intermedio: 1.070-656 a.C.
- Período Tardío: 656-332 a.C.
- Período Helenístico: 322-30 a.C.
- Período Romano: 30 a.C.-640 d.C.
Este artículo fue originariamente publicado en el blog Eespíritu y cuerpo. Si queréis acceder a sus comentarios, el enlace es:
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