Memoricé Los conceptos elementales del
materialismo histórico del “catecismo” de Marta Harnecker editado por Siglo
XXI hace más de treinta años. La propia escritora chilena, nacida en 1937 cuenta su formación, primero como psicóloga y activista católica, y
luego como ideóloga marxista en el París donde Althusser y otros teóricos comunistas ejercían de gurús de la gauche divine, en un vídeo que puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=YnGdv8D55pM.
Su manual ponía inteligencia, claridad y correcto
español en la versión estructuralista y afrancesada del marxismo-leninismo, con
conceptos althusserianos como “determinante en última instancia”, para referir
a la infraestructura económica, o “dominante”, para referir a la importancia
relativa de la superestructura ideológica o política en una “formación social”
concreta.
De activista de Acción
Católica, Marta, cuyo apellido alude al origen austríaco de su familia, pasó a
ser una convencida materialista. En el artículo que la Wikipedia le dedica, se dice que abandonó totalmente sus orígenes
religiosos por el “socialismo científico”. Permítaseme que ponga en duda
semejante afirmación. En la entrevista citada queda clara la conexión entre la
descalificación cristiana del egoísmo y su trayectoria comunista, como asesora
del régimen de Fidel y de los “movimientos de clase” hispanoamericanos. Marta Harnecker es viuda
de Manuel Piñeiro, jefe de los órganos de seguridad de Cuba y ha sido asesora
del gobierno de Hugo Chávez desde 2002 hasta 2006.
En efecto, la autora se refiere
al egoísmo como el gran pecado que
intentan corregir, tanto el cristianismo comunitario, socialmente comprometido
con los pobres de la tierra, como el comunismo marxista, que ve la raíz de todas
las contradicciones en la “lucha de clases”, (más que en el desajuste entre relaciones
de producción y desarrollo de las fuerzas productivas, que sería su expresión
técnica y economicista).
Pero el egoísmo como pecado original,
así como el individualismo posesivo como
delito principal del capitalismo, son
conceptos con una carga religiosa y moral indudable, que nada tienen que ver
con el cientifismo del marxismo althusseriano. Éticamente, claro, todo depende
de qué entendamos por “egoísmo”.
Aristóteles ya se percató de
que la amistad (philía), tenía por
fuente el amor propio (philautía), sólo el que se sabe querer a sí mismo puede ser amigo de los demás. Los pensadores humanistas insistieron en la superior dignidad del alma humana, frente
al bruto, a causa de nuestra irrenunciable libertad individual para querer, para
desear, ante todo, nuestro propio bien;
los ilustrados también hicieron de la benevolencia una mera proyección, o universalización educada, del amor propio. Somos benevolentes por deber, no por amor, pues este no es exigible. Hume proponía una lectura tolerante
del término “egoísmo”, bien entendido el egoísmo como amor propio y afán de
superación. Muchos pensadores ilustrados han visto en el amor propio individual
el verdadero motor del desarrollo económico y social.
Como campeona de dicha
concepción en el siglo veinte, y en el extremo opuesto al de la posición
política y comunista de Marta Harnecker, tenemos a la usamericana de origen
ruso Ayn Rand, cuyo nombre en San Petersburgo, ciudad en la que nació en 1905,
era Alisa Zinóvievna Rosenbaum. Única
filósofa que se ha atrevido a desarrollar una fundamentación ética del
capitalismo basándose, precisamente, en el egoísmo inteligente, que bien podría trasladarse a la más
aceptable expresión castellana de “amor
propio racionalista”, a causa de las negativas connotaciones morales que tiene para nosotros la palabra “egoísmo”, como egolatría y descuido del otro.
Si el marxismo-leninismo divide
el mundo en explotadores y explotados, propietarios y desposeídos, Ayn Rand lo
divide en productores y saqueadores. Creo que su apología del empresario que
debe su dinero y poder a su ingenio y esfuerzo (del self made man) hubiera sido de gran utilidad en un país como el
nuestro, en el que todavía se mira con desprecio al “pringao”, sea este obrero,
empresario o trabajador autónomo; un país como el nuestro en el que todo el
mundo quiere ser funcionario o pensionista, incluso antes de tiempo, y en el
que los modelos populares de empresarios independientes del poder político son
tipos como Jesús Gil, Sandokan o el Pocero.
El empresario modelo de Ayn
Rand, desde luego, tiene poco que ver con el especulador financiero, el oportunista
del pelotazo, el pancista de la construcción, el defraudador de impuestos, o el paniaguado de la cuerda
política dominante, ya que no solicita subvenciones, ni cesiones de tierras o favores
legislativos de los poderes públicos o del gobierno. Por el contrario, comprometido
con sus metas, es el verdadero generador de riqueza; no hay el menor pecado en
que consiga enriquecerse con el talento y el trabajo propio mientras crea
posibilidades nuevas, servicios nuevos, tecnología novedosa y nuevos puestos de
trabajo. Y desde luego no usa las consignas del “bienestar público” y el
igualitarismo compasivo para medrar sin esfuerzo. Para A. Rand, el derecho de
propiedad es, por supuesto, el más fundamental de los derechos humanos, pues
sólo un esclavo puede trabajar sin derecho al producto de su esfuerzo. Y quien
afirma que hay derechos humanos superiores al de propiedad, lo que afirma es
que algunos seres humanos tienen derecho a hacer de otros su propiedad, y como
el competente no tiene nada que ganar del incompetente, ello representa el “derecho”
de este último a adueñarse de los mejores y a usarlos como ganado productivo.
Los héroes de La rebelión de Atlas (Atlas Shrugged,
1957) son el magnate internacional del cobre, el principal productor
norteamericano de un nuevo metal que sustituye con éxito al acero convencional,
un filósofo noruego metido a pirata[1] en rebeldía con el nuevo
orden burocrático, y la protagonista, Dagny Taggart, la máxima autoridad de la
principal compañía ferroviaria usamericana, que labora sin quejarse a la sombra
de su hermano pusilánime. Todos ellos se rebelan frente al poder destructor de
los saqueadores, que en nombre de la solidaridad y la igualdad, frenan el potencial
creador de los mejores o lo parasitan descaradamente.
El empresario ideal de Ayn Rand no
debe ni un centavo de su fortuna a la fuerza o el fraude, sino a su egoísmo
creativo, esforzado e inteligente. No siente que el amor al prójimo deba
imponerse por la fuerza o exigirse como un imperativo categórico. El respeto o
la admiración de los demás, igual que la autoridad, hay que ganárselos con la
acción creadora, con el trabajo bien hecho.
El ejército de saqueadores está
compuesto por mediocres e inútiles que justifican en un sentimentalismo lastimoso
su rencorosa pretensión de vivir sin trabajar, con la ilusa idea de que cualquiera
vale para cualquier puesto. Lo heroico, en el nuevo totalitarismo socialista,
está prohibido, igual que la celebración vital del éxito comercial o la
felicidad que proporcionan los logros personales. La mediocracia impone
sanciones a la habilidad de los mejores, castiga con impuestos crecientes a los creadores,
y lo que es peor, pretende hacerles sentir culpables por querer ganar dinero
con su esfuerzo, o sea, por su egoísmo inteligente. El único propósito moral del
hombre es su felicidad, que sólo se puede alcanzar mediante la propia virtud,
pero esta no es un fin en sí misma.
«La vida es la recompensa de la virtud, y la felicidad es el objetivo y la recompensa de la vida.»
Ayn Rand tiene el coraje de
sostener que la única aristocracia que queda en el mundo es la del dinero, los
escudos de los nuevos nobles figuran como logotipos en los carteles
publicitarios, pero “los que deambulan sin rumbo” no lo comprenden. La clase
más depravada de ser humano es la que carece de propósitos, la de los nihilistas.
¿No es malvado desear sin moverse, o moverse sin propósito? Mientras que los
emprendedores sólo alcanzan una meta para diseñar y proponerse otra
superior. Su tesis es que la destrucción del afán de lucro lleva al colapso de la
sociedad, y la novela, de más de mil páginas, narra la decadencia de EEUU como
consecuencia del intervencionismo asfixiante del gobierno.
Algunos han visto en La rebelión de Atlas una
rehabilitación del espíritu de los pioneros, de los primeros colonos que se
sublevaron contra Inglaterra en el XVIII en defensa de los derechos individuales.´
Lo que verdaderamente importa
en la vida es lo bien que realiza uno su faena, sea esta la de componer música,
dar clase de filosofía, asar hamburguesas, o construir vagones de tren. También
aquí, como en Marta Harnecker, nos encontramos con una doctrina volcada hacia
la praxis. Igual que en el marxismo la medida del valor humano, su esencia, es
su trabajo, su acción transformadora.
Para Ayn Rand, cualquier otro
código ético que se intente imponer sobre una base distinta del trabajo productivo no es más que papel moneda sin garantías,
puesto en circulación por estafadores para despojar de sus virtudes a los excelentes.
”El código del talento es el único sistema moral basado en el patrón oro”. No
hay más deber que el ejercicio constante, claro e implacable, de nuestras
facultades en el trabajo con conocimiento...
La ética de Ayn Rand está animada por una confianza
indestructible en la superior dignidad de la mente humana, una esperanza que se
opone a cualquier especie de antihumanismo, como estos que son tan frecuentes
hoy, de la mano del animalismo, a veces, y cuya caricatura en La rebelión de Atlas es el Dr.
Pritchett, filósofo oficial de los saqueadores, que insiste en que no hay
verdad, y en que la irracionalidad y la nulidad son una constante del ser
humano.
Para Ayn Rand, las necesidades
no son suficiente garantía para exigir derechos, hay que merecer los bienes, no
basta con necesitarlos[2]. Hay que ganárselos, pues las ganancias son el fin natural del trabajo. Igual
que las fiestas sólo adquieren sentido cuando hay algo que celebrar, los bienes
sólo se merecen cuando uno se los ha ganado con su saber hacer y su esfuerzo. Por
eso, el último acto de bancarrota moral es castigar a la gente por sus virtudes
y premiarla por sus vicios.
El egoísmo inteligente de
nuestra escritora es un racionalismo que impone los principios de identidad y
no contradicción como garantía de toda discusión razonable y constructiva[3]. Un objetivismo lógico. La
lógica salvaguarda la honradez, porque –como hubiera podido decir nuestro
Balmes- basta que razonemos para que afirmemos el enlace de las ideas, es
decir, de todo el mundo lógico[4]. El deshonesto saqueador
no teme contradecirse con tal de resultar indemne. Su credo de la
interdependencia colectiva es el de la no identidad, la no propiedad y la no
realidad. Pero la destrucción es el costo de cualquier contradicción. Los
saqueadores opinan que las cuestiones vinculadas con la verdad no guardan
relación alguna con los asuntos sociales, que son sólo las necesidades del
momento las que deben gobernarnos. Los saqueadores, que, aun siendo populistas,
desprecian al pueblo, están convencidos de que el único medio de conducir a las
masas es mediante el engaño o la fuerza. Lo que hacen es suprimir la ambición
creadora y el afán de superación, paralizado por el miedo o sustituido por el
temor a sobresalir. Crean una sociedad de mediocres por el procedimiento de
destruir la iniciativa privada y gravar la libre empresa con impuestos
crecientes. Ya nadie se atreve entonces a destacar o perseguir ambiciones propias por
temor de que lo tilden de egoísta, o porque se percata de que está produciendo
para quienes no producen nada y además le desprecian por considerarlo amigo del
dinero.
Pero el dinero es sólo un instrumento de intercambio que no puede
existir a no ser que existan bienes y personas capaces de producirlos, una
forma material del principio según el cual quienes desean tratar con otros
deben hacerlo mediante transacciones, entregando valor por valor. Los
pordioseros que lo exigen llorando, o los saqueadores que lo arrebatan por el
engaño o la fuerza pueden despreciarlo, mientras vivan de quien lo produce y
puedan parasitar a los productores, porque no son los pordioseros, ni los
especuladores, ni los saqueadores, quienes dan valor real al dinero. El dinero
es un pacto de honor, su tenencia da derecho a la energía y el esfuerzo de la
gente que produce. Merece por tanto todo respeto. Y sólo lo desprecia quien lo malgasta sin haberlo ganado, el mismo que tiende a despilfarrarlo. El dinero
primero tiene que hacerse, para luego poder ser saqueado. Y lo hacen las
personas honradas que saben que no pueden consumir más de lo que producen.
Siendo producto de la virtud, es verdad que su mera posesión no hará a nadie
virtuoso, ni le dará lo que no se merezca, ni material ni espiritualmente. En
la novela de Ayn Rand, el dólar se vuelve emblema de los atlantes en rebelión.
«Huya de quien le diga que el dinero es malvado, pues esa frase es la señal que anuncia la presencia de un saqueador. En tanto los hombres vivamos en sociedad y necesitemos medios para tratar unos con otros, el único sustituto, en caso de abandonar el dinero, serán las armas.»
¿Hacia dónde se precipita la
sociedad norteamericana en la novela de Rand? Hacia una sociedad estabulizada y
estabilizada, en la que no hay ya innovaciones, porque nadie se atreve a
concebir ideas diferentes a las oficiales; en la que para producir hay que
obtener autorización de quienes no producen nada; en la que muchos se hacen
ricos mediante sobornos e influencias, y en la que el dinero ya no fluye hacia
quienes laboran, sino hacia quienes trafican con favores. ¿Le suena?
En una
sociedad en la que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en
auto-sacrificio, y en la que mandan las necesidades
en lugar de las capacidades, los
dirigentes acabarán repartiendo miseria. Allí las necesidades habrán de
restringirse necesariamente, porque en ella ya sólo conviven consumidores
asustados, y no productores independientes. El trabajador ha pasado así de ser
un sujeto libre a ser un esclavo al servicio del estado distribuidor. Sus dirigentes
alaban cualquier emprendimiento que no tenga ‘fin de lucro’ y maldicen a
quienes lograron el lucro para hacer posible ese emprendimiento, consideran ‘de
interés público’ cualquier proyecto que sirva a quienes no pagan ni se
esfuerzan, y acaban no prestando servicio precisamente a quienes los pagan todos. Los burócratas ensayan esclavizar a
sus proveedores materiales, científicos, inventores, industriales, comerciantes, obreros…
y cuando claman por la propiedad pública de los medios de producción, están
clamando por la propiedad pública de la mente.
En una sociedad así se prohíbe
el despido o se coloca a las clientelas sin tener en cuenta sus capacidades; el
contrato entre hombres libres se sustituye por la imposición estatal. La
legislación sustituye al acuerdo racional en la contra-utopía distópica de Rand, porque
sus dirigentes, que practican también hipócritamente el egoísmo, lo disfrazan de altruismo social. Proclaman que los empresarios son seres egoístas y codiciosos
caza-dólares, pero como no pueden vivir sin ellos, les exigen el sacrificio
voluntario. La moraleja es que una sociedad que no protege al trabajador, al empresario, al comerciante, al autónomo, al obrero cualificado, es una sociedad
condenada. Francisco d’Anconia explica así su huelga y el hecho de que haya
hundido voluntariamente sus propias industrias.
«Me di cuenta de la naturaleza parasitaria de los impuestos, que habían ido creciendo a través de siglos como la hiedra, sobre D’Anconia Cooper, desangrándonos, sin apoyarse en ningún derecho al que pudiera conferirse un nombre. Cada una de las disposiciones gubernamentales acentuaba mi parálisis porque era exitoso, y se encaminaban a ayudar a mis competidores, porque eran fracasados. Observé cómo los sindicatos ganaban todas las acciones judiciales en mi contra, debido a mi propia habilidad para hacer que su subsistencia fuera posible; vi que el deseo por tener el dinero que no podían ganar era considerado lícito, mientras el que ganaba yo era calificado de fruto de la codicia.»
Una de las tesis más temerarias de
este objetivismo es que la justicia
debe estar por encima de cualquier consideración sentimental, por encima de la
caridad o el amor. Pensar racionalmente es superior a sentir. Los insulsos,
perezosos y mediocres no piensan racionalmente, sólo sienten. Cuando se actúa
sobre la base de la compasión y contra la justicia, es a los buenos a quienes
se castiga en aras de los malos. Cuando se salva del sufrimiento a un culpable,
es a los inocentes a quienes se obliga a sufrir. Para A. Rand se trata de un
prejuicio creer que la virtud se basa en darle algo a quien no se lo merece, y
uno más grave aún creer que la virtud exige sacrificio y dolor.
La génesis de la
moral de los saqueadores viene de lejos. Rand traza su secuencia histórica: los
aristócratas de la espada y de la cuna, los de la burocracia, esos que
desprecian a los productores, a los que de verdad se ganan la vida, tachándolos
de esclavos, siervos, comerciantes, vendedores o industriales.
«Mi sentido del comercio consiste en saber que la satisfacción que me das la pago con la que te doy a ti. No acepto ni hago sacrificios y si me pidieras más de lo que significas para mí, me negaría…»
Eso dice uno de los
protagonistas. Los ”buenos” de la novela de A. Rand, los atlantes, hombres de empresa y creadores originales que se
rebelan contra la moral hipócrita del igualitarismo compasivo impuesta por los
saqueadores, no saquean: comercian en lo material y en lo espiritual, y se
enorgullecen de ello. El símbolo moral del respeto por los seres humanos es el
comerciante. Un comerciante es alguien que gana lo que obtiene y no da ni toma
lo inmerecido. No pretende que se le pague por sus fracasos, ni que se le ame
por sus defectos. El comerciante debería proclamar con orgullo que trabaja en
beneficio propio, porque la honestidad no es un deber social, ni un sacrificio que tenemos que hacer por los
demás, sino la virtud más profundamente egoísta que un hombre puede practicar.
El
buen empresario pertenece a la clase de los que nunca piden fe[5], esperanza y caridad, sino
que ofrecen hechos, pruebas y beneficios. Los que no creen haber nacido con
ningún pecado original y por tanto no se sienten culpables de tener mente ni de
ser humanos, ni de buscar la felicidad obteniendo beneficios con su trabajo.
Contra la ética del auto-sacrificio
que usa como arma la compasión de los demás, y que nace en los mediocres de la
envidia y el rencor hacia el competente, Rand propone un vitalismo del interés
personal y del goce del capaz, ese que consigue beneficios económicos con su
esfuerzo y el desarrollo pleno de sus capacidades. Y es que la producción no
puede ser un imperativo social, pues nadie se esforzará si sabe que por hacerlo
no recibirá más que una sopa boba que
cubra sus necesidades animales. Frente a las repúblicas populares de la Europa
decadente, que ponen el énfasis en la protección social de los débiles, y que
han hecho del místico holgazán un ídolo, Ayn Rand proclama el derecho
individual del genio y de la excelencia, que no son un mero producto social,
sino un logro personal. Porque cada persona es un fin en sí mismo y no un medio
para lograr fines ajenos, y nadie debe vivir para nadie ni exigir que nadie viva para él. Por eso, el hombre que permite que un líder le indique el
rumbo no es más que chatarra remolcada hacia una pila de chatarra.
Una ética así recuerda mucho a
Nietzsche, (”sólo el concepto de ‘vida’ hace posible el concepto de ‘valor’” ),
si no fuese porque no hay en ella esa mirada del alemán, romántica, nostálgica, que retrotrae lo noble a épocas guerreras periclitadas y sabidurías trágicas
presocráticas; ni ese desdén orientaloide por la acción económica y productiva;
ni la exaltación nietzscheana del instinto de supervivencia (”el instinto de
conservación es precisamente lo que el hombre no posee” ). Para Rand, la razón
es la capacidad que nos separa de los brutos, siendo libres de usarla o no,
igual que podemos decidir existir o no existir. La racionalidad es una cuestión
de elección, de valores. Y para vivir, el ser humano debe considerar tres cosas
como valores supremos: razón, propósito y autoestima[6].
La vida del hombre no es la
supervivencia a cualquier precio. Y los objetos tecnológicos tienen su poética
y su metafísica, son la idea hecha realidad, los motores de la industria
constituyen una respuesta concreta a los
por qué y los para qué, igual que
los escalones de una vida elegida realizan y corporizan los propósitos de la
mente. Los ingenios construidos por el hombre conforman así un código moral
moldeado en cristal, en plástico, en acero...
Ningún irracionalismo le vale, y Rand lamenta que hayan sido los atributos bestiales, no los humanos y racionales,
los que la humanidad haya adorado: el ídolo del instinto y el de la fuerza, los
místicos y los reyes. Arremete así contra los místicos que anhelaban una
conciencia irresponsable y gobernaron proclamando que sus oscuras emociones
eran superiores a la razón, que el conocimiento brota de impulsos ciegos, sin
causa; y contra los reyes, que gobernaron por medio de sus garras y sus
músculos, adoptando la conquista como método y el saqueo como propósito, con
una espada o un fusil como único argumento de poder, creyendo que la felicidad
se alcanza por orden del capricho emocional. El propósito de unos y otros ha
sido siempre el mismo, eliminar la consciencia crítica individual y gobernar
por la fuerza. Todo dictador es un místico y todo místico un dictador en
potencia, porque el místico anhela la obediencia de los hombres, no su acuerdo.
Y no importa a quien diga que sirve, a un dios o a una gárgola sin cuerpo a la que
llama ‘el Pueblo’, ni importa el ideal que diga proclamar, su ideal es la
muerte. Un místico goza ante la visión del sufrimiento y del terror, porque le
da un sentimiento de triunfo, una prueba de la derrota de la realidad racional,
igual que un eunuco que encuentra placer castrando todos los placeres o un
mediocre que halla placer demoliendo la grandeza. Pero no existe otra realidad
que la que descubre la razón.
El conocimiento objetivo es
posible y aquellos que te dicen que somos incapaces de percibir una realidad no
distorsionada por los sentidos, lo que quieren decirte es que no desean
percibir una realidad no distorsionada por sus sentimientos. No es posible una
rebelión honesta contra la razón. Y cualquier forma de irracionalismo no tiene
otro motivo, sino el oscuro de pretender lograr algo irracional, injusto o
irrazonable.
El maquiavelismo de los
gobernantes saqueadores (el bienestar del
Estado acaba privando sobre el estado del bienestar) consiste en legislar
de modo que sea imposible que la gente viva sin quebrantar alguna ley, dictando
leyes que no puedan ser interpretadas de forma objetiva y que sea imposible
hacer cumplir, así es posible caer sobre cualquiera, porque hemos hecho a todos
culpables. Se trata, claro, de un Estado gobernado por mafias (clase política,
”casta”): sirvergüenzas corruptos incapaces de esforzarse y carentes
de la menor habilidad, pero con sueldos de presidentes de compañías (o con ”tarjetas
opacas”).
De la novela de Rand se sigue
también una ética sexual bastante lejana del puritanismo norteamericano de su
tiempo. Para empezar, la principal protagonista de su obra es una mujer
empresaria[7]. Dagny Taggart tiene en
este aspecto menos prejuicios que sus tres amantes: Francisco d’ Anconia, aristócrata
argentino, descendiente de un español exiliado y perseguido por la Inquisición; Henry
Rearden, director de Rearden Steel y productor del Metal Rearden; y el
misterioso John Galt, inventor y filósofo. En su novela el sexo bien entendido
no aparece como causa sino como efecto y expresión del sentido que cada cual
tiene de su propio valor, y contra aquellos que opinan que es una mera
condición física que puede funcionar con independencia de la mente, elección o
código de valores. Estos son los mismos que creen que la riqueza está
desprovista de raíz y significado intelectual. No es el cuerpo el que formula
un deseo y efectúa una elección. El verdadero amor no es ciego. O, dicho de
otro modo, las emociones deben acreditarse y fundarse en razones para no ser
bestiales. Por eso, la elección sexual de alguien que no sea un animal es la
suma y resultado de sus convicciones fundamentales. Dime a quién encuentras
atractivo o atractiva y te diré cuál es tu filosofía de vida.
«Muéstreme a la mujer con la que se acuesta y deduciré su valoración de sí mismo»
Amar es valorar, por lo que no
es posible amar a quien consideramos despreciable, igual que no es posible
hacerse rico consumiendo sin producir[8]. Y sin embargo, el sexo es
el acto más egoísta de todos, pues sólo se realiza con dignidad por propio placer.
No se puede pensar en el sexo con un espíritu de abnegación y caridad, sino más
bien como un acto de exaltación del propio ser, sólo dentro de la confianza de
sentirse deseado y de ser digno de tal deseo. Uno ama al ser que nos devuelve
el más profundo sentimiento de autoestima. Quien se aprecia a sí mismo buscará
a un ser admirable y no se conformará con una prostituta descerebrada. Por eso,
el amor debe ser expresión de nuestros valores más altos porque no puede ser
otra cosa. Igual que el cuerpo seguirá siempre la lógica fundamental de
nuestras más profundas convicciones. Una sociedad que cree que las debilidades
y defectos son valores, condena la existencia como malvada y no es atraída sino
por el mal. Lo mismo que una acción física no guiada por una idea es un fraude,
el sexo también lo es cuando queda separado de nuestro código de valores. El sexo
por sí mismo no crea valores, igual que el gasto por sí mismo no crea riqueza,
ni la maquinaria por sí misma inteligencia.
«Sólo un hombre que exalta la pureza de un amor sin deseo es capaz de la depravación de un deseo sin amor»
Cualquier dualismo
psicosomático es puesto así en cuestión. Tanto el idealismo místico como el
materialismo ramplón son hijos de esta división inaceptable entre el cuerpo y
el espíritu. El desprecio de la riqueza, de las fábricas y de los rascacielos
coincide por tanto con el desprecio al propio cuerpo[9]. Los héroes de Rand
escogen en la universidad los estudios de física y filosofía. Su elección
asombra a todo el mundo, menos a su mentor, el filósofo retirado Hugh Akston…
«porque los pensadores modernos consideran innecesaria la percepción de la realidad, y los físicos creen superfluo pensar, pero yo opinaba distinto…»
La exaltación del sexo como libérrima expresión del amor propio se da la mano en Ayn Rand con un ataque a cualquier
especie de casto misticismo auto-sacrificial, como el que encarna admirablemente
la mujer de Rearden, Lilliam, una de las ”saqueadoras” mejor construidas en la
novela.
Frente al misticismo lastimoso, se rebela el héroe Prometeo, luego de
siglos picoteado por los buitres. El titán filántropo rompe sus cadenas y
retira su fuego de EEUU, hasta que los hombres pongan en fuga a los buitres que
le picotean las entrañas, puesto que es una obscenidad permitir que la
impotencia se erija en virtud y maldecir el poder de la vida como un pecado.
«Prefiero al obrero de una mina
de carbón antes que a quien se crea vehículo de misterios superiores»
Es preferible ignorar a todos
esos impotentes místicos que musitan acerca de sus almas y son incapaces de
construir un techo sobre sus cabezas, que reclaman un amor no ganado, una
admiración sin base y una grandeza por la que no han trabajado. Esos mismos que
otorgan su lástima al culpable y al impotente, pero no se la ofrecen al
competente y al inocente. El humanitarismo linda con la mafia, porque el hombre
debe pensar para mantenerse vio, y pensar es un acto selectivo, libre, no un
acto mecánico, sino un acto guiado por valores. La justicia llega a ser así la
virtud opuesta a la misericordia, en una oposición a todas luces exagerada por
Rand. Los empresarios y creadores que se han retirado a su particular Shangri-la,
en un lugar aislado y secreto de Las Montañas Rocosas presidido por el símbolo
del dólar, no conceden limosnas, sino préstamos; ni subsidios a la necesidad,
sino ayudas a la habilidad. Enseñan a no esperar cosas por las que no se paga.
Ambas intelectuales, Marta Harnecker
y Ayn Rand (gran lectora de los autores románticos), intentan superar el metarrelato religioso tradicional, pero la primera mantiene
su condena del egoísmo (o del ”individualismo posesivo”) gracias a una
materialismo comunista pretendidamente científico[10], a favor de un
totalitarismo estatal que garantice la igualdad y la redistribución. Por el contrario, A. Rand,
denuncia como un monstruoso absurdo el mito del Pecado Original (egoísmo) y
propone una ética individualista que garantice la producción, muy próxima a posiciones neopaganizantes
y anarcocapitalistas (¿liberalismo minarquista?)[11] donde riqueza y prosperidad son necesariamente un logro de la excelencia individual, e
incluso producto de actitudes heroicas. En el primer caso se disfraza de análisis científico lo que en
realidad es una propuesta ética con supuestos metafísicos, materialistas y
cientifistas; en el segundo caso, se propone una ética racionalista basada en
supuestos realistas sobre la naturaleza humana, en una antropología monista…
«como producto de la división del hombre en alma y cuerpo, hay dos clases de maestros de la Moral de la Muerte: los místicos del espíritu y los místicos del músculo, a los que llamas espiritualistas y materialistas; los que creen en la consciencia sin existencia y los que creen en la existencia sin consciencia. Ambos exigen la rendición de la mente, uno frente a su revelación, el otro frente a sus reflejos».
La filosofía de Ayn Rand no
escapa a cierto maniqueísmo. Sus héroes son demasiado puros y sus malvados,
salvo alguna excepción, demasiado abyectos. Piensa que en cualquier solución de
compromiso entre el bien y el mal sólo el mal se beneficiará. Igualmente, dicho
maniqueísmo está implícito en la contradicción que exagera entre justicia y
caridad, entre excelencia y piedad. Su Atlántida parece condenar a la miseria a
todos los que no se encuentren en condiciones de producir, reduciendo hiperbólicamente
los sentimientos comunitarios y la benevolencia altruista a egoísmo
enmascarado. El rigor de su racionalismo objetivista ahoga un tanto las subjetivas razones
del corazón y la gracia de la donación de la que tan bien habla Paul Ricoeur...
Nota bene
La edición que he manejado de La rebelión de Atlas es la digital en formato kindle, Buenos Aires, Grito Sagrado Editorial, trad. de Hernán Alberro, Marta Castro y Luis Kofman, corregida por Lucila Galay.
[1] Ragnar Danneskjold es un pirata muy particular que, al contrario que Robin Hood, roba a los
miserables burócratas para devolvérselo a los ricos productores.
[2]
Nadie nace con el derecho a existir sin trabajar y sin que le importen las
leyes de la realidad, que indican lo contrario. Igual que nadie tiene derecho a
recibir un sustento mínimo de otros. ¿De quién? –se pregunta A. Rand-. No hay
respuesta. El origen de los derechos para la autora no es una gracia divina ni
una ley parlamentaria, sino el principio de identidad aristotélico que exige al hombre, para
vivir como hombre, producir sus bienes y usar su mente para ello, libremente, permitiéndole
retener el fruto de su trabajo.
[3]
La felicidad es definida por Rand
como un estado de alegría no contradictoria, una alegría sin pena ni culpa, que
no choca con ninguno de tus valores y que no te lleva a la autodestrucción, o
sea, no es la alegría de un borracho, sino la de un productor. Por eso la
felicidad sólo es posible para el hombre racional.
[4]
A este respecto, el más grande de los filósofos es, para A. Rand, Aristóteles,
con independencia de sus errores. Y para ella, la lógica es onto-logía, porque tiene un fundamento
óntico, “la lógica se basa en el axioma de que la existencia existe”, “la
verdad es el reconocimiento de la realidad”.
[5]
Para Rand, la fe, mística o religiosa, no es más que un pretendido atajo hacia
el conocimiento, una simplificación, y en sus formas más abnegadas, equivale al
deseo de aniquilar la existencia y, como consecuencia, la consciencia. No es
casual que la fe en lo sobrenatural comience en la fe en la superioridad de
otros.
[6]
Así como el hombre no tiene valores automáticos, tampoco tiene una sensación
automática de autoestima, por eso debe ganársela moldeando su alma… y para A.
Rand, la primera condición para la autoestima es ese radiante egoísmo del alma
que desea lo mejor de todas las cosas, material y espiritualmente.
[7]
Angelina Jolie mostró su interés en dar vida en el cine a este personaje,
vicepresidenta de operaciones de Taggart
Trascontinental. Taylor Shilling la ha interpretado en 2011, en una adaptación de
la novela dirigida por Paul Johansson, primera parte de una trilogía.
[8]
En particular, esta afirmación última es discutible, aunque socialmente
considerada sea más razonable, pues ninguna sociedad puede estirar el pie más allá de lo
que da la manta, como por desgracia estamos viendo. Y la deudas, de un modo u otro, se pagan.
[9]
”¿Cuál es el monumento del triunfo del espíritu humano sobre la materia, los
pobres diablos diezmados por los gérmenes en las orillas del Ganges, o la
silueta de los rascacielos en Nueva York?”
[10]
Para mí, la carga católica aquí es indudable.
[11]
Mandamiento de la constitución de la utópica Atlántida de Rand: ”El Congreso no promulgará ninguna ley que
coarte la libertad de producción y de comercio”…
¡¡Excelente!! Me pregunto por qué razón las pensadoras son más proclives a filosofar a través de la literatura: Rand, Iris Murdoch, Susan Sontag, Laura Bohannan, Pamela Travers...
ResponderEliminarEl problema de ese laissez faire americano 100 por 100 es que, a la luz de los principios de nuestro Estado del Bienestar tan valorado en Europa, es de una incorrección política total. Hay que coger las ideas buenas, que las hay, pero cuidándose mucho de las implicaciones prácticas hasta sus últimas consecuencias. Aunque a mí siempre me ha parecido admirable el Howard Roark de El Manantial, y considero intolerable que le robasen y desvirtuasen sus ideas artísticas, no dejo de pensar que se pasó un poquito con el radicalismo de sus acciones. Para una película está bien, pero no es un ideario que se pueda vender para la conducta del día a día.
Muchas gracias por compartir toda esa estupenda información. No tenía ni idea de que Sr. y Sra. Smith estuviera basada en esta obra filosófico-literaria tan importante.Es genial divulgar estos detalles y acercar a los pensadores y pensadoras a nuestra cotidianeidad.
Una entrada muy completa, y que me ha descubierto muchos hilos interesantes de pensamiento. Por comenzar por algún punto, me parece que la propuesta de Ayn Rand choca con el hecho evolutivo de que los comportamientos solidarios también fueron seleccionados, y ahora sabemos lo importante que es para el grupo el tener esa tendencia al apoyo mutuo, que comienza con lo más próximos genéticamente (la "parentela"), pero que se va extendiendo por el grupo. Por ello, creo que una propuesta tan "individualista" choca con lo que vamos conociendo que somos como especie.
ResponderEliminarEl egoismo, bien entendido,es necesario en la humanidad,para luchar por nuestros de rechos,dejando pautas y referentes,en defensa de nosotros mismos, con el amor propio
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