Esta entrada juega con tres formas literarias distintas, el teatro, la novela y el cuento, pertenecientes a autores tan conocidos como Shakespeare, Mary Shelley y Ursula K. Le Guin, y situados en el tiempo en tres épocas bien distintas. Ese amplio recorrido histórico nos va a permitir contemplar el avance en la defensa de la posición social de la mujer. El primer texto pertenece a la herencia patriarcal pero vamos a comprobar cómo pueden subvertirse sus tesis opresoras. Con el segundo ejemplo, Frankenstein, descubriremos un aspecto poco conocido de esta obra, su crítica a la ciencia masculinista. Y, con el relato final, nos meteremos de lleno en la reinvención feminista de un mito bíblico.
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Las obras literarias no pertenecen a una esfera cultural autónoma, la estética, sino que son un componente constitutivo y constituyente del magma ideológico en una sociedad dada. Los discursos sociales, políticos, religiosos o científicos vigentes en cada momento contribuyen a dar contenido a los textos literarios y estos, a su vez, los confirman o contestan. Por eso tiene tanto sentido el estudio de las obras literarias desde el punto de vista filosófico y antropológico y en el análisis de los estereotipos de género: para determinar la forma en que esos discursos se han plasmado, impugnado e incluso subvertido a lo largo de la historia y cómo proyectan un horizonte de posibilidades hacia el futuro. Como ya se ha indicado, este texto aborda una lectura del Hamlet de Shakespeare, de Frankenstein de Mary Shelley y de "She Unnames Them" de Ursula K. Le Guin para demostrar que el diálogo que entabla la literatura con la filosofía y la ciencia incluye los estereotipos de género vigentes en cada momento histórico. Pero también se muestra cómo esas mismas obras o sus relecturas posteriores impugnan tales prejuicios y abren sendas liberadoras.
I. Hamlet, el loco filosófico vs. Ofelia, una loca en la naturaleza.
Para comprobar cómo el discurso patriarcal inscribe a la mujer en el lado de la naturaleza, mientras que el hombre cae de lleno en el de la cultura, nada puede ser más elocuente que comparar la forma diametralmente opuesta con que Shakespeare presenta la locura filosófica del príncipe de Dinamarca frente a la demencia de Ofelia. La insania mental de Hamlet es de carácter intelectual. Se pierde en inacabables meditaciones acerca de la fiabilidad de los sentidos, sobre su obligación de vengar la muerte de su padre dando muerte al nuevo rey, sobre su desengaño respecto del género humano y, en particular, por la inconstancia femenina. Hamlet vive atrapado en la duda, que expresa en sus profundos soliloquios. Pero esas disquisiciones, lejos de proporcionar una solución a sus problemas, lo agitan y paralizan su capacidad de acción. Hamlet es un ejemplo de temperamento melancólico, que la medicina hipocrática asociaba a uno de los cuatro humores, la bilis negra. En torno a 1580 se puso de moda en Inglaterra una pose melancólica. Sus características, a veces rayanas en lo patológico, fueron descritas por Timothy Bright en Treatise on Melancholy, publicado en 1586 y que Shakespeare leyó. Los temas que llenan las rumiaciones de Hamlet van desde la optimista Oratio de hominis dignitate (1486), de Giovanni Pico della Mirandola, hasta la visión mucho más escéptica sobre la condición humana en Les Essais (1572), de Michel de Montaigne. Por otro lado, la locura de Hamlet, menos real que fingida con fines estratégicos, se despliega en un ámbito cortesano. Elegantemente vestido de negro, el color de la etiqueta palaciega, divaga recorriendo las diferentes estancias del castillo de Elsinor y sus aledaños.
Por el contrario, la demencia de Ofelia, que es plenamente real, transporta a la joven a un mundo de lenguaje sin sentido donde consigue escapar del dolor por la muerte de su padre y por el cruel rechazo del príncipe. Lejos del decoro esperado en una joven bien educada, Ofelia entona canciones obscenas en las que da rienda suelta a los deseos sexuales cuya represión impone la sociedad a la mujer, y que ella expresa a través del simbolismo de las flores. En contraste con Hamlet, Ofelia viste de blanco, color de la pureza virginal, y trenza guirnaldas con flores silvestres del bosque para adornar su cabello suelto y desordenado, otra muestra más de transgresión contra el patrón de comportamiento femenino respetable impuesto por el control patriarcal. Rodeada de todos esos atributos, Ofelia se interna en la naturaleza para morir ahogada en el río. Como resalta Elaine Showalter (1985), Shakespeare presenta a Ofelia/ la Mujer como un ser de la naturaleza que, en el momento de su locura y muerte, retorna al elemento acuoso que se considera consustancial a la esencia femenina (las lágrimas, el líquido amniótico, la sangre menstrual, la leche materna). Quizá por ello la estampa de Ofelia que consideramos más genuina es la del prerrafaelita John Everett Millais, que la muestra plenamente fusionada con la naturaleza circundante, flotando, bella e insensible, sobre las aguas del río.
Showalter (ibíd.) señala que Ofelia es la heroína más visible de Shakespeare, ya que aparece insistentemente representada en todas las artes y, por ello, la imagen de su locura ha condicionado la visión social de la mujer, muy cambiante a lo largo del tiempo. En el siglo XVII se interpretaba su figura como un caso de erotomanía, de locura sexual por un amor despechado, mientras que durante la Ilustración su personaje fue parcialmente censurado por considerarlo poco acorde con la decencia femenina. Para los románticos, en cambio, Ofelia fue el emblema gótico por excelencia, cobrando por ello un fuerte protagonismo, mientras que los victorianos la vieron como un prototipo de histérica, la enfermedad femenina por antonomasia de acuerdo con Freud. Pero Ofelia, un personaje en sí mismo vacío, ya que en la obra sólo existe en función de Hamlet, es por ello capaz de llenarse de contenidos transgresores que subvierten su punto de partida. Así se explica que, en la década de 1970, el personaje acabó asimilando la fuerza rebelde de la tercera ola feminista. Su esquizofrenia se consideró la encarnación de la mujer escindida entre las obligaciones familiares y sus aspiraciones personales, dando lugar a originales reinterpretaciones, inclusive la apropiación del color negro de la vestimenta de Hamlet, que ya se había iniciado a finales de la era victoriana. Con ello se demuestra la posibilidad de una revuelta contra la heterodesignación patriarcal y el germen de emancipación que incluso esconden los discursos opresores.
II. Naturaleza violada. Buena y mala ciencia en Frankenstein; o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley.
El bicentenario de la publicación de Frankenstein es una excelente ocasión para recuperar plenamente su sentido primigenio de fábula filosófica y moral sobre la educación y la ciencia en el Romanticismo. Más allá de su recepción popular como una historia de terror gótico y de ciencia ficción (por influjo, sobre todo, de la versión cinematográfica de James Whale, 1931), Frankenstein puede ser leído como un experimento mental en diálogo con textos filosóficos fundamentales en la tradición occidental, como son el Traité des sensations (1754) de Condillac, el Discours sur l´origine de l´inégalité parmi les hommes (1755) de Jean-Jacques Rousseau y, sobre todo, el Émile. Con ello continuó, en forma literaria, la polémica que suscitó Mary Wollstonecraft, madre de la autora, en 1792, al rebelarse contra los alienantes principios en materia de educación de las jóvenes que había propuesto el filósofo ginebrino. Esa obra crítica es un texto protofeminista fundamental, la Vindication of the Rights of Woman.
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Mary Woolstonecraft |
Pero lo que me interesa especialmente poner de relieve aquí es cómo Mary Shelley ejemplifica en Victor Frankenstein un estilo de ciencia agresiva, que utiliza metáforas de violencia y dominación sexual para explicar su guía de investigación. Y ese método de trabajo viciado contamina el resultado, convirtiendo a la Criatura, del ser más perfecto que era en su proyecto, en un monstruo. La autora plantea así que la ciencia no es una actividad ideológicamente neutra y que la manera de ponerla en práctica conlleva implicaciones morales directas, una intuición que la conecta con las preocupaciones tan actuales de la Bioética. Frankenstein es el primer gran ejemplo literario de científico loco que fuerza los sabios planes de la naturaleza, al que seguirían tantos otros como el Doctor Jekyll de R. L. Stevenson o el Dr. Moreau de H. G .Wells. Pero, en su afán de crear vida artificial, prescindiendo del poder generador de la mujer, Mary Shelley no lo presenta como una figura aislada históricamente sino como heredero de una larga tradición científica. En un movimiento de tesis, antítesis y síntesis, el protagonista recorre el camino seguido por los alquimistas medievales y del Renacimiento (Alberto Magno, Cornelius Agrippa y Paracelso), que pretendieron crear homúnculos, hasta llegar al racionalismo ilustrado que descartó esos intentos como meras supercherías, y después la ciencia moderna que, en los albores del siglo XIX, veía una senda abierta a infinitas posibilidades mediante los desarrollos de la electricidad, el magnetismo y, sobre todo, la biología y la química. Frankenstein estudió en la Universidad de Ingolstadt (Baviera), que acabó siendo trasladada en 1800 para impedir los trabajos de los miembros de la sociedad secreta de los Illuminati, considerada herética por las autoridades prusianas. Mary Shelley quiso que el profesor Waldman encarnase las figuras científicas tan innovadoras de Humphry Davy, William Lawrence, Luigi Galvani o Alessandro Volta. En la novela, Waldman se presenta como el portavoz de la postura materialista de William Lawrence en el apasionado debate sobre el vitalismo que mantuvo con su maestro, John Abernethy. La siguiente cita es muy ilustrativa del ambiente científico entusiasta de la época, que Mary Shelley conocía de primera mano, como gran lectora y regular asistente a conferencias:
Al terminar hizo el panegírico de la química moderna en unos términos que jamás podré olvidar. « Los antiguos maestros de esta ciencia, dijo, prometían lo imposible sin conseguir nada. Los científicos modernos prometen poco; saben que los metales no pueden ser transmutados y que el elixir de la vida es una quimera. Sin embargo, estos filósofos cuyas manos parecen servir tan solo para hurgar en la suciedad y manejar el microscopio o el crisol, han conseguido auténticos prodigios. Se introducen en las profundidades de la naturaleza y averiguan sus secretos motores. Han descubierto el firmamento, el principio de la circulación sanguínea y la composición del aire que respiramos. Han logrado poderes nuevos y casi ilimitados, dominan el rayo, determinan los terremotos y descubren, algunas veces, aspectos del mundo invisible».
Estas fueron las palabras del profesor o, mejor dicho, éste fue el mensaje que el Destino enviaba para mi destrucción.
Frankenstein, cap.III.
El pudoroso traductor al castellano de 1981 censura la verdadera expresión en la frase subrayada:"They penetrate into the recesses of nature, and show how she works in her hiding places". Y no es solo en este fragmento, sino también en el capítulo anterior y en los siguientes, donde resuena la palabra “penetrar” que, puesta en conexión con el género femenino, tiene unas inequívocas connotaciones sexuales. En castellano, al expresarse a través de pronombres ambiguos, se suaviza esa terminología sexista, que presenta a la naturaleza como un ente fértil y pasivo, esperando a ser seducida, controlada y modificada por el hombre provisto de todo su armamento tecnológico. También Humphry Davy, en su Discourse de 1802, había propuesto modificar la naturaleza, interrogarla con sus experimentos desde una posición de poder, más bien como master que como estudioso, con una terminología que recalca la jerarquización entre el amo y el esclavo. Pero este modelo de ciencia patriarcal no era nvención de William Lawrence o Humphry Davy sino que tenía su punto de partida en el Prefacio a la Gran restauración (1620), de Francis Bacon, quien también lo desarrolló en la New Atlantis (1627): poner la naturaleza al servicio del filósofo natural y hacerla su esclava. Bacon expresaba, con esa imaginería genderizada de penetración y esclavitud, la misma matriz ideológica con la que se justificó la conquista del Nuevo Mundo: una tierra fértil y desaprovechada por los nativos que los occidentales estaban legitimados, por ello, a apropiarse y explotar.
Como resalta Anne K. Mellor, Frankenstein nos muestra que los modelos explicativos de la ciencia dependen, en buena medida, de las estructuras lingüísticas en que descansan y, en particular, en la metáfora y la metonimia. A través de ellas codifican la experiencia y acaban proyectando criterios de conducta rechazables. En la novela, Mary Shelley igualmente denuncia la acción de una ciencia manipuladora de la naturaleza desde una visión unitiva del ser humano con su entorno, que tomó de los poetas Wordsworth y Coleridge. La supuesta energía viril creadora del científico soberbio era, en realidad, una usurpación de los poderes generadores femeninos y de la naturaleza. Esa hybris acarrea como castigo el fracaso del irresponsable experimento, la soledad y la muerte. Los malos modelos de investigación, basados en una tecnología agresiva, que rompen los lazos humanos y se ponen en práctica a espaldas de la comunidad científica, producen necesariamente consecuencias catastróficas. Los sueños de la Razón contra Natura producen monstruos.
El poder de (des)nombrar: "She Unnames Them" (1985), de Ursula K. Le Guin.
Ursula K. Le Guin (1929-2018) es bien conocida por sus historias de ciencia ficción en las que especula sobre posibilidades alternativas de estar en el mundo, muchas veces con la intención de denunciar los roles opresores asociados a los estereotipos de género. En ello se entrecruzan preocupaciones y modos de trabajo que pertenecen no solo al ámbito de lo literario sino a la filosofía, a la crítica feminista y a la antropología. Así sucede particularmente con el extrañamiento, un método muy característico de la investigación antropológica. No en balde, el padre de Ursula K. Le Guin fue Alfred Kroeber, uno de los más eminentes antropólogos de la historia. Ese extrañamiento consiste en alejarse hasta una imaginaria atalaya desde la cual el cambio de perspectiva permite ver, con otra mirada, lo cotidiano, lo que damos habitualmente por supuesto. Sucede así porque otorgamos carta de naturaleza a lo que nos es más familiar, transformando su ser meramente contingente en un deber ser normativo, y eso es lo que impide advertir sus defectos mientras que, por el contrario, somos capaces de percibirlos sin dificultad cuando examinamos los rasgos de otras culturas. Con el extrañamiento se hace posible abordar la crítica de los cimientos ideológicos de la realidad de una forma muy parecida al filósofo de Platón que escapa de la caverna. Y eso es, precisamente, lo que hace la autora de este breve pero intenso relato, "She Unnames Them", derribar las barreras que establecen los nombres, las categorías y los conceptos, y explorar las posibilidades resultantes. Como quiera que se trata de un texto mucho menos conocido que los dos anteriores, es preciso descender al detalle de la narración para aclarar el análisis que pretende llevar a cabo Le Guin. Se trata de un relato confesional que realiza una narradora en primera persona, la "She" del título, un pronombre genérico al que no acompaña ningún nombre propio pero que los lectores acabamos atribuyéndole. La protagonista cuenta cómo ha conseguido convencer a todos los animales para que abandonen sus nombres y así poder escogerlos a voluntad, liberados ya de "los cualificadores linneanos que habían arrastrado durante doscientos años como latas atadas a una cola"(la traducción es mía). Tras ello, se dirige a devolver su propio nombre a un tal Adam, su compañero: "Tú y tu padre me prestasteis esto, me lo disteis, más bien. Ha sido realmente muy útil pero últimamente no parece encajar muy bien. Pero, ¡muchas gracias!". Adam, sin prestar ninguna atención, le indica que lo deje por ahí y aprovecha para preguntarle a qué hora es la cena. Ella se marcha, no sin antes desearle que aparezca pronto la llave del jardín y expresa su emoción por el nuevo mundo que se abre ante ella, libre de las ataduras nominalistas.
Pese a que el cuento no proporciona ningún referente espacio-temporal inequívoco, sí contiene una serie de pistas que nos guían en el juego intertextual que la autora propone: un jardín al que ya no se puede acceder y un hombre llamado Adán que, con la autoridad de su padre, dio nombre a todos los animales y a la propia mujer que es su pareja. Con ello deducimos fácilmente que "She" es la Eva bíblica, a la que contemplamos protagonizando un nuevo y definitivo acto de rebeldía contra la autoridad patriarcal: desnombrar a todos los seres creados, esto es, deshacer el trabajo sagrado que Dios encomendó a Adán tras la Creación. Aunque las diferentes lecturas del Génesis se centran más en la creación de Eva y, sobre todo, en la tentación, caída y la expulsión del Edén, Le Guin presta más atención a ese episodio prelapsario, a la potestad que el Dios judeocristiano confirió a Adán en el Paraíso para designar a cada uno de los seres vivientes (Gn. 2:19-20). La mujer es nombrada dos veces: la primera, "varona" (ishshah), en cuanto sacada de la costilla del ish o varón (Gn. 2:23); y, tras la caída, recibe el nombre de Hawa (Eva en hebreo), que significa "madre de todos los vivientes" (Gn. 3:20). En cambio, a Ha´adam (Adán, "hombre" en hebreo) le otorga el nombre directamente Dios. Aunque en principio esta palabra significaba "humanidad", acaba representando solo al género masculino, con la habitual trampa androcéntrica del lenguaje. Como señalábamos al hablar de Hamlet, Le Guin también revela que este mito fundacional en la civilización occidental separa al hombre y a la mujer, adscribiendo al primero al campo de la cultura y, a la segunda, al de la naturaleza. El verdadero problema es que los estereotipos asociados a esa división binaria arrastran valores morales contrapuestos. El hombre es racional, activo, productor, fuerte y moralmente bueno, mientras que la mujer es irracional, pasiva, reproductora, débil y malvada, todo lo cual justifica su posición subordinada al hombre. Para desvelar la falacia de esos prejuicios tan arraigados, Ursula K. Le Guin se atreve a reinventar paródicamente el Génesis. Esa reescritura, una modalidad muy característica de la crítica posmoderna, se ha convertido también en signo de identidad de la revisión feminista de los mitos heredados, desde “Snapshots of a Daughter-in-law” (1963), de Adrienne Rich a Le Rire de la Méduse (1975), de Hélène Cixous. En la visión de Le Guin, la Eva sin nombre, -lo que la asimila a cualquier otra mujer-, se muestra activa, performativa, al desafiar a la tradición sagrada con su desnombramiento. Pero, al mismo tiempo, apunta a un nuevo modelo de comunicación. A diferencia del ejercicio unilateral del poder de designar, promueve el consenso entre los animales mediante el diálogo frente a la dominación por la fuerza, y busca la vuelta a un utópico estado de comunión con la naturaleza previo a la caída, el cual se habría perdido menos por la desobediencia de Eva que por los excesos del logocentrismo y, entre ellos, la presunción de superioridad del ser humano sobre los animales.
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El Adán nominador visto por el visionario William Blake |
El relato, en tanto experimento mental, demuestra que la sola mención de un elemento de nuestra tradición cultural (Adán expulsado del jardín, por ejemplo), remite de manera automática a una red de estereotipos que nos atrapan con sus simplificaciones sesgadas. La autora, al desplazar deliberadamente el escenario de la acción a un territorio neutral, desprovisto de las connotaciones sacras del texto bíblico, facilita una mirada limpia de prejuicios a las relaciones de poder subyacentes en el mito y que pasan desapercibidas. En ese sentido, constituye una eficaz denuncia de cómo la historia, lastrada por el mito creacional, ha excluido a la mujer del poder lingüístico y creativo. Igualmente obliga a reflexionar sobre las trampas del lenguaje y contribuye a liberar los discursos silenciados, el femenino y el de la naturaleza, en una visión que, sin duda, pertenece al ámbito del Ecofeminismo.
Pero aún es necesario analizar el valor de las alusiones científicas en el relato y, en concreto, la mención al sistema taxonómico de doble nomenclatura que estableció el naturalista sueco Carl Linneo (1707-1778). En 1735 este replicó la tarea adánica de nombrar a todos los seres vivientes al clasificar 4.400 especies de plantas y animales en su Sistema naturae. Dentro del reino animal, estableció cinco clases de vertebrados jerarquizadas por sus características en progresiva evolución, colocando en el pináculo a los mamíferos. Pero Londa Schiebinger, historiadora de la ciencia, pone de relieve la inconsistencia de utilizar una característica morfológica típicamente femenina para identificar a esa clase de animales, pese a que solo tiene relevancia funcional en algunas especies y, en estas, no de manera permanente. Por ello Schiebinger afirma que la clasificación linneana, como ocurre con la ciencia en general, arrastra un sesgo de género que pasa fácilmente desapercibido. Desde esa óptica debe entenderse lo sucedido con la edición de 1758, en la cual Linneo introdujo la clasificación de los seres humanos del siguiente modo: reino Animalia, phylum Cordados, clase Mammalia, orden Primates, familia Hominidae, género Homo y especie Homo sapiens. Aunque homo, como antes hemos visto que sucedía con el nombre de Adán en el Génesis, se refería indistintamente a ambos sexos, en la práctica vino a designar solo al masculino, al que se asocia la sabiduría, excluyendo por ello a la mujer. Por ese motivo se ha dicho que Linneo ejemplifica el empeño de la Ilustración por adaptar la naturaleza al orden social y moral imperante en la época. En palabras de Donna Haraway, el lenguaje científico masculinista simultáneamente produce y localiza al Otro,-en este caso a la Mujer-, fuera de su ámbito de acción, lo que refuerza la conclusión arriba apuntada de que la ciencia es una actividad tan política como intelectual.
Un apunte más al hilo de este sugerente relato: la autora cita a una serie de autores, Platón, Jonathan Swift, Linneo o T. S. Eliot. Con ello nos traslada del escenario mítico al desarrollo de la historia occidental, a lo largo de la cual la mujer ha recibido la herencia del conocimiento- el mito, la ciencia, el arte- por vía patrilineal. La autora nos invita a reescribir esa herencia pero, al menos, deberíamos tomar como patrón de conducta una lectura crítica capaz de desvelar las trampas ocultas en elementos aparentemente neutros como es la taxonomía linneana: la mujer y la naturaleza heterodesignados en un bloque común y puestos al servicio del poder patriarcal. La protagonista, abandonando el nombre que le había sido impuesto y todas sus connotaciones culturales asociadas, se siente más cercana a la naturaleza porque destruye unas jerarquías que no son reales sino ideológicamente sustentadas. Esta fábula también rememora el proceso de maduración del propio feminismo hasta llegar a la plena realización en paz y libertad, un programa aún en desarrollo. Al tiempo de poner fin a su vida anterior, la Eva desnombrada, simbólicamente renacida, se marca una difícil meta: “Mis palabras deben ser tan pausadas, tan nuevas, tan simples, tan experimentales como las que pronuncié mientras abandonaba la casa, entre los altos, inmóviles bailarines de ramas oscuras contra el resplandor invernal”.
Mi admirado José Biedma realiza unas jugosas reflexiones sobre este fascinante relato que me gustaría compartir aquí: https://j-biedma-de-ubeda.tumblr.com/post/179306568212/el-desnombre-de-ursula-k-leguin-nombre-de-gato-y
Como hemos visto, la literatura tiene un extraño y fascinante poder. Como en el caso de Hamlet, puede reflejar y transmitir esquemas mentales opresores vigentes en una sociedad dada pero igualmente puede ser reinterpretada de una manera subversiva, ya sea desde el horizonte hermenéutico en el sentido de Hans Georg Gadamer o de la teoría de la recepción en Roland Barthes. También puede denunciar actitudes masculinistas a través del uso irónico del lenguaje y del ejemplo de sus consecuencias indeseadas, como en Frankenstein. Del mismo modo, mediante la parodia puede desmontar preconcepciones asociadas a mitos primordiales que vertebran nuestra cosmovisión y demostrar la posibilidad de su reinvención en términos liberadores, denunciando la manipulación que se lleva a cabo a través del lenguaje natural y científico, como hace Ursula K. Le Guin en “She Unnames Them”.
Referencias bibliográficas:
-Cerezo Moreno, M. (2010). Critical Approaches to Shakespeare: Shakespeare for All Time. Madrid: UNED.
-García Lorenzo, M., y Zamorano Rueda, I. (2011). Modern and Contemporary American Literature. Madrid: UNED.
-García Lorenzo, M. (2014). “Releyendo a Eva: La revisión taxonómica como subversión en « She Unnames Them», de Ursula K. Le Guin”. En Almela Boix, M., García Lorenzo, M., y Guzmán, H. (Coord.), Malas (pags. 247-264). Madrid: UNED.
-Mellor, A.K. (1988). “Possessing Nature: The Female in Frankenstein”. En Shelley, M. (2012), Frankenstein (pags. 355-368). Nueva York: Norton.
-Schiebinger, L. (1993). “The Private Life of Plants: Sexual Politics in Carl Linnaeus and Erasmus Darwin”. En Benjamin, M. (ed.), Science & Sensibility. Gender and Scientific Enquiry 1780-1945 (pags.121-143). Oxford: Blackwell.
-Shelley, M. (1981). Frankenstein. Barcelona: Editorial Bruguera.
-Showalter, E. (1985). “Representing Ophelia: Women, Madness, and Responsibilities of Feminist Criticism”. En Shakespeare, W. (2011), Hamlet (pags.281-298). Nueva York: Norton.
-VV. AA. (2016). The Norton Anthology of American Literature. Nueva York: Norton.
Comunicación presentada por Encarnación Lorenzo Hernández al Congreso sobre Filosofía y Género, celebrado por la Asociación Andaluza de Filosofía en sevilla los días 7 a 9 de septiembre de 2018.