JOSÉ LOSADA
La fotografía parece sacada de una película neorrealista
italiana: la mujer morena y enlutada que mira fijamente a la cámara refleja en
su mirada y en la seriedad de su rostro la vivencia de privaciones y
sufrimientos enormes. Es fácil imaginar que el niño que la acompaña, desatento al objetivo y
seguramente a los sinsabores de la vida, es su hijo; huérfano de padre, si
atendemos a su ausencia en el retrato y al luto de la mujer. Sin embargo, no se
trata de una ficción, sino de la pura y doliente realidad. Son la viuda y el
hijo del poeta Miguel Hernández, tristemente desaparecido en 1942, cuando estaba preso por sus ideas
políticas en la cárcel de Alicante.
Conocemos su larga y cruel enfermedad por múltiples fuentes
documentales, entras las que destacan las numerosas cartas escritas por el
poeta y el fruto del trabajo de
investigadores como el de J. Guerrero
Zamora, que puso en evidencia la arbitrariedad del proceso judicial en el que
se vio envuelto, o Ian Gibson, en su destacado libro “Cuatro poetas en guerra”.
Lo mismo que el de García Lorca o el de Machado (me refiero a Antonio, pues es
sabido que Manuel supo acomodarse bien a los nuevos tiempos), su final fue muy
triste. Aún recuerdo que la
experimentada periodista Nieves Concostrina no pudo evitar que las lágrimas
asomasen a sus ojos al relatar los detalles del fallecimiento de Hernández en
una emisión del programa “No es un día cualquiera” realizada con ocasión del centenario de su
nacimiento.
Siempre por detrás de la figura del poeta universal, encontramos
la de su compañera; para mí, auténtica “heroína discreta”, por emplear el
concepto felizmente acuñado por Vargas Llosa en una de sus últimas novelas.
Salvo la privación del libertad, se
puede decir que Josefina Manresa, que así se llama esta admirable mujer,
sufrió las mismas tristezas y privaciones que su marido y, junto con ellas,
otras no menos lacerantes. Trataré seguidamente de describirlas, intentando
huir del tremendismo, con la intención de retratar a toda una generación de
mujeres, víctimas en la inmensa mayoría de los casos de unas circunstancias a
las que eran ajenas por completo y que marcaron sus vidas.
Josefina Manresa Marhuenda nació en 1916 en Quesada (Jaén),
donde su padre estaba destinado como Guardia Civil. Apenas vivió en esta
población andaluza, a la que no volvió hasta los años sesenta después de
abandonarla a corta edad. Su vida se desenvolvió principalmente en la provincia
de Alicante, en la
comarca de la Vega Baja (Orihuela
y Cox), en Elda y, una vez viuda, en Elche.
Después de un corto paso por las aulas, desde muy joven
comenzó a contribuir económicamente a la economía familiar, primero trabajando
en la fábrica de seda que unos italianos habían instalado en Orihuela y que dejó por la dureza de las condiciones de
trabajo y, sobre todo, porque no era de su agrado. Poco después entró a trabajar en un taller de costura con
largas jornadas, pero que era más de su gusto. Fue por
entonces cuando reparó en un joven que
parecía interesado en su persona. Se trataba del poeta Miguel Hernández, al que
al principio simuló no hacer ningún caso, según las convenciones sobre el
noviazgo existentes en aquel tiempo.
Convento de Sto. Domingo, Orihuela |
La persistencia de Miguel hizo que, junto con los
métodos más tradicionales, como pasearse
insistentemente frente al taller, emplease la ofensiva lírica mediante poemas
que han pasado a la posterioridad y en los que glosaba el pelo o la tímida sencillez de Josefina. Ya constituido formalmente el
noviazgo, y además de los paseos por las calles o los campos próximos a
Orihuela, los jóvenes pasaban largas horas de conversación junto a una columna
que había en el cuartel de la Guardia Civil, la cual fue objeto de cariñosos
recuerdos en algunas cartas intercambiadas después por la pareja.
Las inquietudes artísticas de Miguel hicieron que, cuando ya
tenía un poemario y otras obras y escritos publicados, sintiese la necesidad de
viajar a Madrid para darse a conocer. Quizás de forma premeditada o acaso
involuntariamente, lo cierto es que promovió su
condición de pastor/poeta, que tan novedosa resultaba en la Villa y Corte,
acompañándola de una forma de vestir peculiar: espardeñas, pantalones de pana
etc. La relación del poeta con el calzado es muy conocida. Gran partidario de
las alpargatas, se quejaba de la rigidez de los zapatos que tuvo que calzar en su viaje a la URSS durante la guerra y, ya privado de libertad,
cuando su itinerario carcelario lo llevó a ciudades en las que el invierno era muy crudo, se vio obligado a
pedir a su esposa que le buscase unas botas.
En Madrid se relacionó con los escritores más conocidos y,
después de varias tentativas, consiguió trabajo como colaborador de la Enciclopedia Taurina que estaba redactando José Mª de Cossío para la editorial Espasa-Calpe y se estableció de
manera definitiva en la capital. La relación con Josefina se resintió por esta
situación. Se aprecia claramente en sus cartas el paulatino desinterés del
poeta, siempre pretextando exceso de trabajo para justificar que cada vez fueran más cortas y espaciadas, lo cual, por
otra parte, no pasaba desapercibido para la protagonista de esta entrada.
Es fácil imaginar a un joven recién llegado de provincias
deslumbrado por la gran ciudad y sus círculos literarios. En esa época se
relacionó con la pintora gallega Maruja Mallo; ambos protagonizaron un episodio
en las riberas del Jarama en el que agentes de la Guardia Civil maltrataron al
poeta porque no llevaba, según era su costumbre, la documentación personal.
Para desagraviarlo se publicó un manifiesto suscrito por lo más granado de la intelectualidad de la época
(José Mª de Cossío, Neruda, Juan Ramón Jiménez, Rosa Chacel, Alberti, Cernuda,
Salinas y otros). Curiosamente, en la carta en la que Miguel narró el incidente
a Josefina omitió la presencia de la pintora.
El restablecimiento de las relaciones de noviazgo fue
posible gracias a una carta que Miguel remitió al padre de Josefina rogándole
encarecidamente que mediase para que su hija lo aceptara nuevamente. Hermoso ejemplo del género epistolar que muestra, sin lugar a dudas, su gran interés por
recuperar el cariño de su amada, guiado por un amor sincero, una vez superada la fugaz ofuscación que Madrid
produjo en los ojos de un joven provinciano, deseoso de triunfar como poeta y que
acabó comprendiendo el verdadero valor de lo que dejó en su Orihuela natal.
La Guerra Civil supuso un verdadero cataclismo en la vida de
los españoles que en 1936
resultaron afectados de un modo u otro
por la contienda. Josefina Manresa no fue una excepción y su vida se vio
trastornada para siempre. Su padre había pedido el traslado a Elda con la
finalidad de conseguir una mejora en sus condiciones de vida.
Sin embargo, allí
no era conocido y apreciado como en Orihuela. Su hija cuenta en el libro "Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández" que durante una
huelga los manifestantes lo atraparon e intentaron tirarlo al río Segura; y lo
harían, si no fuese porque se escuchó una voz que decía: “Dejadlo, no veis que
es Manresa”. En una de sus cartas Miguel mostraba su preocupación por lo que
pudiera ocurrirle en su nuevo destino una vez iniciada la contienda; inquietud
que resultó premonitoria ya que, en sus
primeros días, fue asesinado cruelmente. De la barbarie del suceso da idea el
hecho de que el reconocimiento del cadáver hubiera de hacerse por medio de su
ropa y efectos personales, ya que su rostro quedó completamente desfigurado.
En una tesitura tan delicada, quedar sin el sustento de la
familia era una auténtica tragedia. Así, la viuda, Josefina y sus cuatro
hermanos pequeños tuvieron que sobrevivir en Cox en condiciones pésimas. Esto
produjo en Miguel una preocupación constante que le llevó a tomar bajo su
protección al hermano varón (Manolo) y a interesarse por la situación de las
hermanas menores.
Después de la reconciliación los sentimientos del poeta se
mantuvieron inquebrantables en lo que concierne a su novia. Sus cartas muestran
el ansia con la que esperaba los reencuentros y lo duros que se le hacían los
períodos de separación. Desde el comienzo de la guerra su compromiso con las
fuerzas que luchaban contra los sublevados fue total, si bien siempre participó en
tareas, como la construcción de defensas o la propaganda, en las que no era
precisa su entrada directa en los combates. Su plan era casarse con Josefina en
enero de 1937, aunque la situación de la pareja (separados en tiempos de
guerra) y la propia movilidad impuesta por su función como promotor cultural
dificultaron el cumplimiento de su plan. Por fin, no muy avanzado el citado año
se celebró la boda civil y el nuevo matrimonio pasó a residir en Jaén, donde
Miguel trabajaba en un periódico de campaña llamado “Altavoz del Frente Sur”.
La convivencia duró poco tiempo, pues la esposa se vio obligada a retornar a
Cox a causa de la enfermedad de su madre.
Josefina recordaría con agrado el
corto período de vida matrimonial “normal”, aunque emplear ese término en la
situación que vivían los cónyuges, y España en general, era, ciertamente,
aventurado. A partir de entonces, los períodos de separación fueron más
prolongados que los de convivencia y la relación entre los esposos fue
mayoritariamente epistolar. En diciembre nació el primer hijo del matrimonio,
Manuel Ramón, que prontamente fue arrebatado por la muerte. Sin duda, en su
prematuro fallecimiento influyeron las pésimas condiciones sanitarias y de todo
tipo en las que la población vivía por entonces.
Siendo como fueron Alicante y su provincia los últimos
enclaves en ser “liberados” (por emplear la cruel terminología de los
sublevados), la vida de nuestra protagonista se desenvolvía con las
incertidumbres y carencias propias de la zona republicana (en enero de 1939 había nacido su segundo hijo). El fin de la
contienda no supuso una mejora en sus
condiciones de vida. A las dificultades comunes para todos los españoles se
sumaba su condición de esposa de un conocido republicano. Miguel Hernández,
consciente del riesgo que corría si volvía a su ciudad natal, intentó salir de
España por la frontera portuguesa pero, debido a su falta de recursos, fue prontamente detenido y devuelto a España en Rosal de la Frontera (Huelva). Allí recibió una tremenda
paliza y puede decirse que comenzó la última y definitiva etapa de su vida,
marcada por la pérdida de libertad, las privaciones y una cruel enfermedad que
lo llevó a la muerte. Josefina asumió entonces el papel de la esposa de un
preso. Lo desempeñó con gran entereza y dignidad, ayudando a su marido en todo
cuanto sus escasos recursos se lo permitían (a veces, yendo más allá), al tiempo
que criaba a su segundo hijo a costa de enormes privaciones. Como
indestructible monumento poético nos
quedan “Las nanas de la cebolla”, escritas por el poeta tras saber que
su esposa, que amamantaba al hijo de la pareja, solamente tenía cebollas para
comer.
El periplo carcelario de Miguel Hernández lo llevó a Madrid,
donde alguno de sus amigos pudieron prestarle ayuda, tanto por lo que se
refiere a su situación penitenciaria como a la aportación de los recursos económicos que tan necesarios eran
para su familia. Se dice que, gracias a los buenos oficios de esas amistades
(entre los que destacaría a José María de Cossío), fue puesto en libertad. En
lugar de huir o esconderse en Madrid, corrió a reunirse con su esposa y su
hijo. Tras unos días en Orihuela, fue denunciado por uno de sus vecinos, detenido e ingresado en una
prisión de la misma ciudad. En una de sus cartas se quejaba, no sin cierta sorna, de la dureza del trato que sus paisanos le dispensaron.
Los procesos seguidos contra el poeta fueron objeto de
estudio con el paso de los años. El tramitado en Orihuela estuvo a cargo de Cerdán
Tato y de Gutiérrez Carbonell (si bien éste último comprende también su expediente
carcelario). Al seguido en Madrid pudo acceder J. Guerrero Zamora. Con algo de
rabia observamos cómo las pruebas que posibilitaron su condena a muerte se limitaron a sus escritos de propaganda y su presencia
durante la toma del Santuario de Nuestra Sra. de la Cabeza. También vemos que
la sentencia que le impone tan terrible e injustificable pena apenas está fundamentada y es un modelo
prefigurado de antemano. Nuevamente, las
gestiones de los amigos, junto a alguna
presión internacional y el miedo del nuevo régimen a que surgiera otro “poeta mártir”, consiguieron la conmutación de la pena capital por una también excesiva pena de
prisión.
Parece ser que durante su estancia en la prisión de Palencia contrajo la enfermedad pulmonar que acabó con él.
Parece ser que durante su estancia en la prisión de Palencia contrajo la enfermedad pulmonar que acabó con él.
Nada dice de ello en las cartas que
escribió a Josefina, salvo en cuanto al intenso frío que sufría y a la
necesidad de unas botas. No es de extrañar, pues en la lectura de las remitidas
durante largos meses se observa su esfuerzo por evitar a su esposa los
detalles más penosos de su existencia: la condena a muerte, las privaciones y,
en fin, su cada vez más débil salud. Mientras tanto, su mujer se afanaba en
ayudarle en cuanto podía, fuese consiguiendo informes favorables para presentar
en su proceso (merece especial comentario el que emitió el canónigo Almarcha,
que consideraba al poeta como susceptible de “regeneración”, lo que éste
interpretó como acusación de degenerado por sus ideas), o enviándole comida y
ropa. A cambio, el esposo le enviaba los juguetes que construía en la cárcel
para su hijo (alguno de los cuales todavía se conserva). Fuera de eso, la vida
de Josefina se desenvolvía en medio de grandes privaciones, precisando de la
ayuda de parientes, amigos y conocidos. El poeta, consciente de su necesidad, la exhortaba a pedirles
auxilio sin vergüenza ninguna. La esperanza en un futuro en el que la familia
estuviese reunida y acomodada gracias a los frutos de su ingenio poético adornaba
sus cartas, siempre llenas de cariño.
Visto desde la perspectiva de nuestros días, la tarea de
criar a un hijo por una mujer sola, casi sin recursos y con la zozobra causada
por el encarcelamiento de su marido, parece una proeza enorme, digna de un
personaje mitológico. Sin embargo, situaciones idénticas fueron vividas por
multitud de mujeres españolas del siglo XX. El tiempo, con su inevitable paso, hizo que la situación cambiase en todos los sentidos hasta que esos momentos tan
apurados quedaran muy lejos, pero no hay duda de que tanto sufrimiento debió de cambiar
su forma de ser y afectó a su salud. Acaso en el futuro pueda llegar a saberse
a ciencia cierta cuánto acortó sus
vidas.
Josefina Manresa, que sufría desde joven problemas oculares, al trabajar como costurera y modista vio cómo se agravaron y
tuvo que afrontar años después una operación en Barcelona, pues estuvo en peligro de
quedarse ciega. Desconocemos otros problemas de salud, pero es fácil pensar que
tanta amargura y pesar dejó una profunda huella en su alma para el resto de su
vida. Su esposo intentaba animarla en sus cartas, aunque la gravedad de la
situación de ambos dejaba poco margen para el éxito de tan bienintencionada
tarea.
El último capítulo de la vida de Miguel comienza cuando es trasladado a la prisión de
Alicante. Situada en el barrio de Benalúa, una de las hermanas de Josefina vivía en las
proximidades y así pudo atender algunas de sus necesidades (lavado de
ropa, comida). Además, podrían verse con
frecuencia. Él esperaba con ansia el reencuentro con su mujer y su hijo, y por
eso es explicable la pequeña decepción que le supusieron pequeños detalles,
como que la reacción de Josefina no fuese todo lo alegre que él esperaba o que
su hijo lo “extrañase”, como se dice coloquialmente. Lo segundo es efecto
propio de la edad y lo primero quizás se debiese a la desesperanza que causó a
su esposa el lamentable estado de salud con el que el poeta regresó a su
tierra. En todo caso, a la dureza propia de la privación de libertad se añadía
el desarraigo familiar y las contrariedades que la acompañaban y que tanto daño
podían causar en un corazón ya
lastimado.
En Alicante el estado de salud del poeta empeoró. O quizás
fuese mejor decir que el curso inexorable de su enfermedad continuó quemando
etapas hacia un desenlace casi inevitable. Se buscó la ayuda de doctores
eminentes, alguno de los cuales la prestó desinteresadamente, pero poco podía ya
hacerse. Cuenta el oriolano que, en una ocasión, uno de los galenos le colocó una cánula para drenarle un pulmón y que, de su interior, salió más de un litro y medio de pus. Se intentó su traslado a un hospital de Valencia; cuando
se consiguió la autorización su estado era tan grave que lo hizo imposible.
En una de sus cartas cita al doctor Don Pedro Herrero. Ante
una enfermedad del niño, se lo
recomienda a su esposa no solamente por su valía profesional sino también
porque no iba a cobrarle. Este médico alicantino gozaba de gran prestigio profesional, a lo que unía una completa
disposición para atender a quien lo
necesitase y una generosidad sin límite
hacia sus pacientes (era especialista en
niños y partos, como rezaba el anuncio en prensa de su consulta). Pese a que ya hace casi cuarenta años que
falleció, la sociedad alicantina sigue recordándolo con admiración y respeto, e incluso se promueve
su beatificación.
Mientras tanto, Josefina hacía todo lo posible por
contribuir a la curación de su esposo; diariamente le llevaba la comida que
precisaba: leche, huevos, caldo de “sustancia”, ceregumil … Era una lucha
desigual contra la enfermedad que se había enseñoreado de su cuerpo. Resultan
patéticas las cartas del poeta en las que le advierte que deje de llevarle
determinado alimento, que antes le pedía con insistencia, porque ya no podía
digerirlo o le sentaba mal. Muestra inequívoca de que el asedio al que estaba
sometida su debilitada salud estaba empezando a dar su terrible resultado.
Ante el inminente final, y preocupado por el porvenir de su
esposa e hijo, el poeta accedió a formalizar su unión con arreglo a la
normativa del nuevo Estado con el fin de que su muerte no perjudicase aún
más a
quien más quería. Por entonces, la legislación distinguía entre hijos
legítimos e ilegítimos, matrimoniales o no, y no reconocía derechos a las
viudas de matrimonios civiles formalizados durante la IIª República. No fue una celebración en ningún sentido de la
palabra, apenas un acto protocolario en el que el esposo se encontraba en un
estado lamentable. Fue una pequeña concesión al nuevo régimen por parte de quien, con
anterioridad, rechazó la claudicación ideológica a
cambio de mejorar su situación; lo cual, visto lo que sucedió después, podía significar que salvase su vida. Esa decisión heroica habla de los acendrados
ideales democráticos de Miguel Hernández, por encima de su propia seguridad y
bienestar.
La muerte del poeta
en la enfermería de la cárcel, en el mismo lugar donde ahora se yergue un
monumento dedicado a su memoria, reviste
caracteres tan trágicos que no es
posible rememorarlos sin sentir un nudo en la garganta; se dice que sus ojos
(los mismos que sin los de Josefina eran
hormigueros solitarios) se negaban a cerrarse definitivamente. En el entierro
fue acompañado por muy pocas personas, acentuando el patetismo de la muerte de
un hombre joven, vencido por la ofensa continuada de los hechos, como diría el
poeta Lois Pereiro. Josefina recuerda el paso del mínimo cortejo entre los
bancales y que los que en ellos trabajaban detenían su labor a su paso como
muestra de respeto y condolencia.
Si, como ya hemos
dicho, la situación de Josefina era muy precaria, con la muerte de su marido
empeoró porque hubo de enfrentarse sola a la tarea de sacar adelante a su hijo. Comenzaba una nueva etapa en su
vida, la más larga y en la que mostró unas cualidades humanas que la hacen
merecedora del máximo respeto. Por las fotografías publicadas sabemos que llevó
luto riguroso por lo menos hasta mediados de los años sesenta. Pero la
fidelidad que más llama la atención es la que mantuvo respecto a la obra de su
esposo, convirtiéndose en conservadora e incansable defensora de su legado. Por
supuesto, por lo que pudiera significar de aportación de recursos que tanto
precisaba; y, sobre todo, como una forma de que los ejemplos de su vida y sacrificio no fuesen olvidados. Tuvo especial
cuidado en reunir los efectos personales y papeles del poeta y mantenerlos a
salvo de terceros, a veces interesados en apropiárselos. Cuenta que, durante un
tiempo, estuvo interesada en obtener la concesión de un estanco y con esa finalidad visitó a un influyente
clérigo oriolano- al que también había acudido para obtener la libertad de su
marido-, y cómo desistió cuando su interlocutor se mostró muy interesado en que
le entregase todos las obras originales de las que dispusiese.
Con el paso del tiempo, algunos estudiosos se acercaron a la
viuda del poeta y entonces el gran interés en conservar su legado, y mantenerlo a
salvo de los que pretendían condenarlo al olvido, se enfrentó al deseo de que
alcanzase el reconocimiento que merecía
como el gran artista que había sido. En ese trance Josefina sufrió decepciones porque alguno de esos estudiosos no pudo evitar sucumbir a la
tentación de no devolver documentos que había recibido en
préstamo.
A esta altura del relato
ya sabemos que Josefina precisó la ayuda económica de amigos
durante años. Aún a riesgo de resultar
injusto, pues no fue el único que la prestó, quisiera destacar en este ámbito
al Premio Nobel Vicente Aleixandre con el que Miguel Hernández entabló una
sincera amistad cuando ambos coincidieron en Madrid antes de 1936, mantenida
después y ampliada a nuestra protagonista.
En el libro “De Nobel a novel”, en
el que se recoge la correspondencia mantenida por el matrimonio con el
residente en la calle Velintonia,
destaca el inmenso respeto artístico y la entrañable camaradería que sentía el poeta sevillano hacia el de Alicante y, sobre todo, el
interés que mostró siempre en contribuir en la medida de sus posibilidades a
aliviar la situación económica de su familia, con aportaciones propias y desarrollando una
gran actividad para conseguir que otras
personas también lo hicieran. Y no solamente a eso alcanzaba la colaboración
del poeta de la generación del 27, pues ha quedado constancia escrita de que
asesoró a Josefina en la relación con los editores españoles y extranjeros.
Del poeta gaditano Rafael Alberti cuenta Josefina que
publicó en Sudamérica una selección de poemas de Miguel Hernández sin pedirle
permiso ni darle participación en los eventuales beneficios. Ian Gibson, en el
libro anteriormente citado, relata el enfrentamiento entre ambos que tuvo lugar
en la sede madrileña de la Alianza de Intelectuales Antifascistas por los
preparativos de una fiesta. Hernández, que venía del frente y era sabedor de
las penurias que estaba pasando la
población de la capital, mostró su desacuerdo con la opulencia que tenía ante
sí, diciendo: “Aquí lo que hay es mucho hijo de puta y mucha puta”. Alberti,
ofendido, lo conminó a que repitiese la frase y el poeta oriolano la escribió
en una pizarra. En su libro de memorias Mª Teresa León, durante largos años
compañera del gaditano, afirma que ella intervino en el incidente golpeando en
la cara a Miguel, al parecer, con notable pericia.
El tiempo, que con su paso es capaz de curar las heridas y
secar los árboles más robustos, siguió avanzando, y con su avance fueron
quedando atrás las enormes fracturas que la Guerra Civil había causado en la
sociedad española. Avanzó también para Josefina Manresa, afincada en Elche y
dedicada a la confección para varias tiendas.
Cuenta con cierta gracia que en
alguna de ellas le habían prohibido que lo contase, para poder vender la ropa
que hacía como moda de las más prestigiosas capitales. No cejaba en su labor de
conservación del legado de su marido, que poco a poco iba siendo reconocido
como uno de los poetas más importantes del siglo XX español. En los años
sesenta volvió a su localidad natal gracias a Cesáreo Rodríguez Aguilera,
magistrado natural como ella de la ciudad de Quesada. Como no estaba
acostumbrada a los grandes trayectos en coche, terminó vomitando en el de su
anfitrión, lo que le causó una enorme vergüenza. Quien, como yo, viajó en coche
por las carreteras de la época comprende perfectamente la situación pues, sea
por lo tortuoso de su trazado o por las
propias condiciones de los vehículos, mantener en todo momento la boca cerrada
era una auténtica misión imposible, digna del personaje que con pingües
beneficios encarna Tom Cruise.
Pudiera parecer que, llegada a una edad avanzada, Josefina se
vería recompensada de todos los afanes que ilustran este relato. Joan Manuel
Serrat contó en una entrevista que, cuando publicó el disco en el que puso
música a varios poemas de Miguel Hernández, acudió a presentarlo personalmente
a su viuda y que tuvo que llevar, además del vinilo, el tocadiscos, pues ella no
disponía en su casa de ese aparato.
Josefina murió en el año 1987, tres años después que su
único hijo, como si el destino no quisiera privarla de ese postrero disgusto
antes de llevársela para siempre. Ahora
los tres descansan juntos en el cementerio de Alicante. Se acabaron las
privaciones, las ausencias y las cartas.
Ya carece de sentido aquello que escribió Miguel Hernández: “Aunque bajo la
tierra mi amante cuerpo esté, escríbeme a la tierra, que yo te escribiré”.
El legado del poeta, después de estar algunos años en Elche,
viajó a Quesada, donde en la actualidad está abierto un museo a él dedicado.