En esta ocasión vamos a explorar las posibilidades que nos ofrece un arte escénico, el ballet, para reflexionar acerca de las complejidades de lo humano. A través de Giselle (1841), una verdadera obra maestra, examinaremos la leyenda eslava de las willis, y sus concomitancias con otras tradiciones, particularmente con el vampirismo. Y, sobre todo, veremos los estereotipos de género en el Romanticismo; en concreto, la locura femenina, mostrando cómo las obras en escena contribuyeron a perpetuar los valores y preconcepciones existentes, aunque ofreciendo también modelos sociales alternativos que permitieron atisbar otras posibilidades de organización humana. Aprovecharemos igualmente para contemplar ese momento clave en la evolución de la historia de la danza, la primera mitad del siglo XIX, cuando se definieron muchos de los elementos que asociamos al ballet clásico, y comprender cómo no vinieron dados de una sola vez sino que se construyeron diacrónicamente al impulso de los cambiantes gustos sociales. Espero que os agrade este paseo cultural por una de las artes que más admiro.
El Acto I del ballet Giselle se desarrolla en el tiempo otoñal de la vendimia, en una aldea situada en un valle del Rhin, en Renania, durante la época medieval. Hilarión es un guardabosques enamorado de Giselle, una bella campesina. Pero esta ama a Loys, un apuesto joven que en realidad es Albrecht, duque de Silesia, quien se hace pasar por un vendimiador para conquistarla. El duque pronto se va a casar con la princesa Bathilda pero antes desea vivir una aventurilla amorosa con la ingenua Giselle. Hilarión, celoso, intenta convencer sin éxito a su amada de la impostura aunque no lo consigue. La dulce Giselle adora bailar pero su madre no se lo te permite debido a su frágil salud, por temor a que muera antes de casarse. Ello la convertiría para toda la eternidad en una de las willis, blancos espíritus femeninos que vagan por el bosque a media noche como fantasmas, atormentando a los hombres que se pierden en la espesura. Pero cuando en la fiesta de la vendimia Giselle es elegida reina, debe bailar ante todo el auditorio. Llega entonces a la aldea un grupo de nobles acompañando a la prometida del duque, el cual se esconde rápidamente para ocultar a Giselle su engaño. El vengativo Hilarión aprovecha para desenmascarar a su rival. Puesto en evidencia, el duque declara que sólo pretendía divertirse un rato y se marcha despreocupadamente con la princesa Bathilda. Giselle cae en un estado de demencia tras comprender el engaño y hasta qué punto su amor ha sido traicionado. Danzando expresa su locura hasta que, al final, su delicado corazón se rompe y cae muerta en brazos de su madre. El duque Albrecht, que ha vuelto a la aldea arrepentido de su desleal comportamiento, contempla desolado el trágico desenlace que ha provocado con su inconsciencia.
El Acto II presenta un escenario completamente diferente. Hilarión busca la tumba de Giselle en el bosque en mitad de la noche pero lo acorralan las willis, cuya reina, Myrtha, ordena que le obliguen a bailar hasta morir. Mientras tanto, también el duque Albrecht intenta encontrar el lugar del postrero reposo de Giselle para implorar su perdón. El espíritu de la joven se materializa y, aunque las iracundas willis intentan acabar con su vida, la fuerza del amor de Giselle, más poderoso que la muerte, protege a Albrecht hasta que, al alba, los espíritus malvados desaparecen. El sacrificio de Giselle otorga a su alma el premio del descanso eterno en el cielo.
La obra: Giselle, ou les Willis (1841)
El libreto del ballet, del novelista y poeta francés Théophile Gautier se basa, por una parte, en el poema de Victor Hugo Fantômes (1829), incluido en Les Orientales. Por otra, en la obra Über Deutschland (1835) del autor alemán Heinrich Heine. La música fue compuesta por Adolphe Adam, un conocido compositor de óperas. Esa partitura, específicamente creada para la ocasión, constituyó una auténtica novedad pues, hasta entonces, los ballets se supeditaban a las óperas y, de hecho, las coreografías se construían en torno a fragmentos de óperas preexistentes. Esa partitura singularizada permitió otra innovación, la de identificar a los personajes o las situaciones, como la entrada en escena de las willis o el amor de Giselle, con unas notas peculiares fácilmente recordables por los espectadores, mediante el leitmotiv. Otra interesante particularidad en la partitura es que, a través de las melodías, Adam pretendía imitar el lenguaje hablado. Ello es así porque una buena parte de la coreografía inicialmente diseñada (45 minutos sobre una duración total de 105) estaba pensada para ser representada por medio del mimo, con el lenguaje gestual, correspondiendo el resto del tiempo al baile. En 1884, en plena época de triunfo de los ballets imperiales rusos, Marius Petipa otorgaría a la coreografía de la obra la forma definitiva con que se representa hoy en día, en la que el ballet es ya la parte esencial (80 minutos sobre un total de 90 minutos de duración).
El ballet como vehículo de transmisión cultural
Para entender el motivo por el cual hablamos de ballet en un espacio de reflexión sobre antropología y género, es importante que tengamos en cuenta que la danza no es sólo una experiencia estética. Antes bien, se trata de un espectáculo ritualizado, sometido a reglas muy formalizadas, que traslada de forma simbólica las normas de comportamiento social y de relaciones entre los sexos vigentes en una sociedad determinada, aunque sea bajo el pretexto de hablar de otros grupos humanos de un pasado más o menos lejano o de sociedades localizadas en entornos exóticos. Pero una obra como Giselle no se limita a reflejar los estereotipos vigentes, como la supuesta histeria femenina, sino que, al presentarlos en el escenario como una situación verosímil, los naturaliza y con ello contribuye a su perpetuación. El escenario teatral es, pues, un potente instrumento de difusión ideológica. No obstante, lo mismo que repite concepciones falsas o situaciones tergiversadas, igualmente puede erigirse en un referente para la resistencia contra la opresión, como resulta del hecho de que la obra presente al público la mitología de las willis, unas mujeres poderosas que castigan a los hombres por su mal comportamiento. Como afirmó Théophile Gautier, el público de París ya estaba harto de diosas y ninfas y quería brujas. Era la eclosión de una nueva cosmovisión, la de la realidad otra en los oscuros lugares de la mente, una revuelta contra los excesos de la Razón, entronizada en el Siglo de las Luces, que abanderó con una fuerza torrencial el Romanticismo.
Giselle y el ballet romántico
Entre 1820 y 1850 el ballet romántico alcanzó su cenit y Giselle fue crucial como vehículo para difundir algunas de las imágenes que con mayor frecuencia asociamos a la danza de ese periodo. Como en otras obras de ballet de la época, los autores pensaron inicialmente en explotar el aspecto del folklore popular, con vestidos de un toque étnico muy colorista y danzas de inspiración tradicional. Aunque hay buenas muestras de ello en el Acto I, lo cierto es que Giselle ha pasado a la historia como uno de los mejores y más tempranos ejemplos de ballet blanc, por las coreografías geométricas que interpretan las bailarinas que aparecen vestidas con tutús inmaculados en el segundo Acto. Aquí tenéis un enlace a un vídeo espectacular, que corresponde al ritual de iniciación de Giselle en la cofradía de las willis: https://www.youtube.com/watch?v=X2tEkyRIJbY . Un antecedente muy notable había sido el ballet de las monjas en la ópera Roberto el Diablo (1831), de Mayerbeer. En un ambiente espectral, en la oscuridad iluminada solo por la luz de gas, una procesión de monjas muertas vestidas de blanco salían de sus tumbas, entre las ruinas de un claustro gótico. Giselle explotó esa afición a lo irracional y mágico que se había despertado en el público parisino. Aún así, son muy destacables los rasgos folclóricos en la obra en la primera parte. En ella encontramos valses que, pese a que ahora los asociamos a la música clásica y a los fastos de la corte vienesa en el momento de mayor esplendor del imperio austrohúngaro, en su origen fueron bailes populares de los campesinos alemanes. Por su parte, el compositor Adam escondió sonoridades francesas, españolas, alemanas e indias en las melodías del primer Acto, para dar un toque étnico a la fiesta popular, en la cual podemos contemplar un despliegue de vestimentas de fuerte cromatismo, que contrastan con el blanco monocromo de las vestiduras de las willis en el reino de la muerte durante la segunda parte.
La obra profundizó también el camino abierto en el ballet La Sílfide (1832) hacia un nuevo lenguaje estético. Por una parte, nos encontramos con el baile en pointes, en puntas, de Giselle y las willis, que revela su carácter ultraterrenal. Su forma particular de andar, como levitando, nos muestra que son entes de naturaleza distinta a los seres vivos que aparecen en la primera parte. No está claro a quién corresponde el mérito de la invención de esta técnica, que ha llegado a considerarse la quintaesencia del ballet, pero se menciona entre las precursoras a Mme. Gosselin en 1813. Con anterioridad, esa postura forzada en puntas se adoptaba como una acrobacia circense momentánea para lograr el aplauso fácil del público, pero el gran renovador Carlo Blasis diseñó la técnica sistemática de elevación para reforzar el carácter etéreo y grácil de las bailarinas. Por otro lado, las nuevas propuestas escenográficas, tanto en la iluminación como en los decorados, que creaban una atmósfera de profundidad, contribuyeron a hacer creíble la magia o el exotismo que se intentaba representar ante los espectadores.
También los vestidos blancos de novia de las willis, con los que eran enterradas a modo de sudario, reforzaban su aspecto espectral. Bajo la luz de gas, una novedad del momento, las bailarinas debían de parecer verdaderos fantasmas. El color blanco, símbolo de la inocencia, también podía resultar ambiguo, al ocultar la perversidad letal de estas mujeres, muestra de la típica actitud dual, ambivalente, oscilante, de la mirada masculina sobre la mujer: ángel y demonio, miedo y deseo. Por otra parte, el tutú es una vestimenta propia y específica del ámbito del ballet, que no ha sido ni es utilizada por ningún grupo humano existente. Esa vestimenta de gasa o tul fue otra innovación revolucionaria, pues tuvo como virtud aligerar los movimientos de las bailarinas. Aunque tiene una identidad de género muy definida, propuestas contemporáneas como la del Ballet Trockadero de Montecarlo, con gran sentido del humor, amplían las posibilidades expresivas más allá de la rígida división dicotómica de sexos.
Los aspectos góticos del ballet romántico. La locura de amor
Un aspecto muy importante en Giselle, que enraíza la obra con la moda predominante en la primera mitad del siglo XIX, es el elemento gótico. Lo sobrenatural está presente desde el comienzo del argumento. Berthe, la madre de Giselle, relata la leyenda de las willis al principio, introduciendo con ello, desde el Acto I, un halo de misterio al que contribuyen múltiples elementos de la escenografía, así como el leitmotiv musical que anuncia la presencia de las implacables willis. Otros elementos simbólicos de carácter gótico que podemos encontrar en este ballet son las nubes, el claro de luna, el bosque, la evocación del pasado feudal, el sabor local germánico, los sueños, los espectros, la culpa, la locura, la fantasía, la trágica muerte de la protagonista…
Hacia 1790 la sensibilidad de las heroínas en las obras artísticas comenzó a verse como la consecuencia de enfermedades nerviosas que afectaban a los personajes femeninos en una medida mucho mayor que a los hombres. Con ello se abrió camino a la exploración de los estados emocionales perturbados tan característica del Romanticismo. La locura de las protagonistas siempre se desencadena como consecuencia de la sensación de ser traicionadas, por la pérdida del amor o por un sufrimiento intenso, que arrojan a la mujer a otra dimensión mental imaginaria en la que es capaz de soportar su dolor y puede expresar abiertamente lo que siente, contra los convencionalismos sociales que la condenaban al recato y al silencio. Como pone de relieve la teórica feminista Elaine Showalter en su conocida obra "The Female Malady" (1987 ), la locura, la enfermedad femenina por excelencia, se presentaba como una forma de resistencia frente a la agresión falocrática, por lo que no es extraño que se convirtiera en una reacción estereotipada en una sociedad como la burguesa del siglo XIX, en respuesta a las excesivas exigencias patriarcales impuestas sobre la mujer.
La pasión por la locura en escena se desató, en el ámbito de la ópera, en 1786, con la primera versión de Nina. Sin embargo, fue Giovanni Paisiello quien, el mismo año de la Revolución francesa, otorgó al personaje de Nina, en una nueva adaptación del mismo libreto, Nina, ossia la pazza per amore, la inmortalidad entre las locas operísticas. A partir de entonces, la audiencia siempre esperaría alardes acrobáticos, de voz o de danza, en las obras representadas, pues la locura o los estados mentales alterados eran el pretexto ideal para forzar los límites de la creación artística en autores, compositores e intérpretes. En 1835 llegaron a darse cita en los escenarios dos grandes ejemplos de la demencia femenina operística, I Puritani de Vincenzo Bellini, con la locura de amor de Elvira, y Lucia de Lammermoor, que se estrenaría con enorme éxito en París en 1839, y que quizá sea un antecedente inmediato para que se incluyera en el argumento del ballet la locura danzante de Giselle.
La pasión por la locura en escena se desató, en el ámbito de la ópera, en 1786, con la primera versión de Nina. Sin embargo, fue Giovanni Paisiello quien, el mismo año de la Revolución francesa, otorgó al personaje de Nina, en una nueva adaptación del mismo libreto, Nina, ossia la pazza per amore, la inmortalidad entre las locas operísticas. A partir de entonces, la audiencia siempre esperaría alardes acrobáticos, de voz o de danza, en las obras representadas, pues la locura o los estados mentales alterados eran el pretexto ideal para forzar los límites de la creación artística en autores, compositores e intérpretes. En 1835 llegaron a darse cita en los escenarios dos grandes ejemplos de la demencia femenina operística, I Puritani de Vincenzo Bellini, con la locura de amor de Elvira, y Lucia de Lammermoor, que se estrenaría con enorme éxito en París en 1839, y que quizá sea un antecedente inmediato para que se incluyera en el argumento del ballet la locura danzante de Giselle.
En el capítulo “Tradiciones populares” de la obra “Acerca de Alemania”, ya citada, Heinrich Heine llamó a estos seres sobrenaturales “Elementargeister“, espíritus elementales, haciéndose eco de una leyenda de origen eslavo que subsistía en ciertas partes del territorio austriaco. Las willis son jóvenes novias muertas antes de su noche de bodas que no pueden descansar tranquilas en sus tumbas, se entiende que porque no han cumplido el destino como esposas y madres que tenían reservado por la sociedad. Sin embargo, su juventud se resiste a la muerte y esa vida que todavía conservan se expresa en el frenesí de la danza por lo que, a media noche, se levantan de sus tumbas y se reúnen en grupos en el claro del bosque. Cuando encuentran algún hombre joven, lo hacen bailar desenfrenadamente hasta que muere. Visten sus blancos trajes de novia y llevan coronas de flores en la cabeza. Sus figuras níveas resplandecen a la luz de la luna. Su belleza juvenil resulta irresistible para los viajeros extraviados, a los que estas bacantes arrastran a la muerte antes de que salga el sol. También se ha asociado a las willis a la figura de los vampiros, una creencia muy extendida en Europa oriental, región de la que procede la mitología de las willis. Son varias las concomitancias entre ambas figuras, como el abandono nocturno de sus enterramientos, su intolerancia a la luz solar, así como sus actos malévolos.Aunque quizá el principal punto de conexión sea el origen de esos dos personajes: la alta incidencia mortal de la tuberculosis, con sus efusiones sanguíneas tan cercanas a la parafernalia vampiresca, entre la población joven.
Heine asimila a las willis a las bacantes del cortejo de Dionisos, que despedazaban a los hombres, y la relación es bastante pertinente porque cometían esos actos en el frenesí de la embriaguez y la danza. Pueden verse igualmente como la versión eslava de las ninfas del bosque en la mitología griega, y del mismo modo presentan concomitancias con las historias celtas de las hadas. Pero, finalmente, yo señalaría ecos en esta historia de las serranas, mujeres salvajes que vivían en las montañas o parajes inhóspitos y que mataban a todos los hombres que se aventuraban a esos rincones.Vemos, pues, que las willis habitan en un territorio mitológico recorrido por múltiples influencias.
Heine asimila a las willis a las bacantes del cortejo de Dionisos, que despedazaban a los hombres, y la relación es bastante pertinente porque cometían esos actos en el frenesí de la embriaguez y la danza. Pueden verse igualmente como la versión eslava de las ninfas del bosque en la mitología griega, y del mismo modo presentan concomitancias con las historias celtas de las hadas. Pero, finalmente, yo señalaría ecos en esta historia de las serranas, mujeres salvajes que vivían en las montañas o parajes inhóspitos y que mataban a todos los hombres que se aventuraban a esos rincones.Vemos, pues, que las willis habitan en un territorio mitológico recorrido por múltiples influencias.
Las willis recibían nombres diferentes en cada región eslava. En Bulgaria se llamaba samovily a las jóvenes fallecidas sin haber sido bautizadas, mientras que en Polonia las wilis eran las bellas jóvenes que, en castigo por su ligereza de costumbres, eran condenadas a errar como espíritus aéreos. En Serbia eran doncellas maldecidas por Dios. Se atribuía a las willis el poder de provocar tormentas y otros fenómenos atmosféricos.
La historia de las willis en Giselle nos muestra una réplica de la realidad en un espacio alternativo, peligroso, alejado de la ciudad o la aldea. Estos fantasmas femeninos viven en un mundo liminal, el bosque, donde rigen reglas radicalmente diferentes, como es un gobierno exclusivamente a cargo de las mujeres. Como con tanto acierto destaca Jana Baró, estas comunidades femeninas habitan un espacio que es “otro” literal y metafóricamente, porque las willis no están ni muertas ni vidas. El guardabosques Hilarión y el duque Albrecht quedan atrapados en un lugar recóndito, la foresta, en donde las reglas habituales que rigen las relaciones entre los sexos están subvertidas. El bosque simbólico de las willis es un lugar de hermandad, de sororidad, de libertad y de empoderamiento. En él Giselle consigue expresar su amor plenamente sin caer en la locura mortal de la primera parte. Allí ya no existen más las divisiones de clase social y el amor no tiene fronteras, por lo que la pasión entre la campesina y el príncipe puede hacerse finalmente realidad. En ese espacio, además, Giselle es capaz de redimirse otorgando el perdón, liberando para siempre su alma de las ataduras terrenales, pero para ello tiene que desafiar el poder omnímodo de la marcial Myrtha. No podemos obviar el hecho de que, para presentar esos escenarios alternativos, los autores nunca inventan por completo realidades totalmente diferentes. La organización de las willis tiene así un aire muy prusiano, muy militar. Estas figuras espectrales avanzan en formación de escuadrón, a modo de ejército de espíritus feroces y su líder, la reina Myrtha, como una especie de diosa Minerva, les imparte sus órdenes inmisericordes que se cumplen siempre inmediatamente y sin discusión. Esa sociedad militarista gobernada por mujeres también parece un recuerdo de las amazonas, las salvajes guerreras escitas.
Crítica social y reafirmación de la moral vigente
El teatro, la ópera y el ballet pretendieron explorar los límites de la moral burguesa, y por eso no resulta infrecuente en el arte escénico del siglo XIX la exhibición de situaciones que impugnan o discuten implícitamente sus valores, presentando a veces sociedades en las que el poder se ostenta por la mujer, como en la segunda parte de las de Giselle, cuya estructura dramática muestra un dualismo muy marcado. Así, el reino dominado por las willis en la noche y en el bosque es como un espejo invertido de los abusos señoriales masculinos en la corte y la ciudad en la primera parte. En esta la mujer es pasiva, objeto de deseo o moneda de cambio para los casamientos entre los miembros de la clase alta. En la otra es activa y peligrosa.
Giselle recibe un regalo de la princesa Bathilda. No saben que ambas aman al mismo hombre |
En el ballet, estrenado en París en 1841, el escenario evocado era el centroeuropeo en un remoto pasado medieval. Ese desplazamiento espaciotemporal, que distancia la mirada del espectador de la realidad en la que está inserto, por una parte sirvió para cuestionar los valores burgueses, como las barreras sociales que impiden el matrimonio por amor o el papel subordinado de la mujer en la sociedad francesa. No obstante, en un movimiento oscilante bastante previsible, la obra acababa reforzando las normas vigentes, pues se muestra a las willis como seres malvados de los que se aparta claramente la heroína Giselle, merced al perdón y la reconciliación. Con ello se ofrecía implícitamente una respuesta a típicos problemas burgueses propios de la época, como el adulterio masculino. La buena esposa, es el mensaje más obvio, debe perdonar los deslices de su marido en pro de la armonía familiar y social. Por otro lado, las divisiones de clase no llegan a cuestionarse en la obra, ya que desde el primer momento queda claro que no existe ninguna posibilidad de que Albrecht contraiga matrimonio con una campesina. Con ello arruinaría para siempre el pedigrí de su estirpe, el poder mágico atribuido a su sangre azul y que justifica sus privilegios de estatus. Todavía no había llegado el momento en que los príncipes pudieran casarse con plebeyas sin perder sus derechos sucesorios. Los roles de género tampoco se ponen finalmente en cuestión, amén de demonizarse de forma encubierta el poder ejercido por las mujeres.
Pero lo cierto es que el ejemplo de sociedades exclusivamente femeninas, libres y dotadas de poder, como las willis, o las amazonas, sirvieron de horizonte para abrir camino a un estilo de vida más libre. También las propias bailarinas, que vivían en un territorio difuso entre el ejercicio artístico profesional y una moral ajena a las pacatas reglas de la moral burguesa, objeto de deseo de la mirada masculina pero con capacidad para dirigir sus propias vidas, se abrieron camino a la mejora económica y social gracias a su trabajo, representando un ejemplo a seguir para muchas jóvenes de familias pobres como vía de escapar de la rígida estratificación social. Por todo ello podemos afirmar que la locura y las figuras de poder femenino, sin duda, contribuyeron a cambiar el mundo occidental, abriendo paso a una relación entre sexos más igualitaria.
Las willis en escuadrón |
Pongo el enlace a un precioso montaje de La Scala, en el que puede verse el ballet completo: https://www.youtube.com/watch?v=50McWZYWsMk
Fuentes consultadas:
-Abad Carlés, Ana: Historia del ballet y de la danza moderna. Alianza editorial, 2012.
-Showalter, Elaine: The Female Malady. Women, Madness and English Culture, 1830-1980. Virago, 2014.
-Baró González, Jana: Giselle, ou les Willis. Gothic possibilities in the ballet blanc. Web. 20-7-2016.
-Supernatural beings in Slavic folklore. Wikipedia. Web. 8-8-2016.
-Willi. Wikipédia.fr. Web.18-12-2015.
-Ill with Romanticism? Consult Dr. Heine! Julio 2003. Web. 18-12-2015.
-Giselle. Wikipedia. Web. 18-12-2015.