que no creas que en balde fuiste criada".
Celestina
Leí la Tragicomedia de Calisto y Melibea en mis años de aprendiz de
filólogo, de la magnífica edición de Clásicos Castellanos a cargo de Julio
Cejador. Con el Quijote no pude, aunque luego lo disfruté a cachos, ya maduro.
La Celestina me pareció entonces y me ha vuelto ahora a parecer rotunda, con
esa integración de lo mágico medieval desde la distancia de una modernidad
herida por la dramática perspectiva de un inteligente converso, con ese desvelar por Fernando de Rojas tanto la elevación de que somos capaces, pero también la bajeza y sordidez de lo humano, esto último que a Cervantes le pareció su inconveniente: la revelación
brutal del animal soñador y simulador que somos.
Celestina, personaje tan
principal que da nombre por sinécdoque o metonimia a la obra, es una mujer mayor que se nos
presenta en el primer acto como una vieja barbuda, hechicera, astuta, sagaz en
cuantas maldades hay. Sin embargo, esas “maldades” no pasan de restaurar y
deshacer virgos, algo que hoy haría con gran provecho lucrativo y sin ningún
prejuicio social cualquier cirujano plástico. Además, se le atribuye lo que
podríamos llamar un gran poder afrodisíaco o venéreo pues, si quiere, hasta en
las duras peñas promueve y provoca lujuria. O sea, que estimula con su labia
los carnales entusiasmos eróticos. Tampoco por esto metemos hoy en el cárcel a
nadie, más bien le damos patente de corso en cualquier programa para adultos.
Coqueta, Celestina oculta sus
canas y arrugas. “Puta vieja alcoholada”, la llama la plebe, porque se teñía el
pelo con stibio, un mineral que hoy
llamamos estramonio y que los árabes llamaban alcohl, y aún restituía color con él a sus cejas marchitas. También servía el
stibio para oscurecer y agrandar ojos. En el acto decimotercero, Calisto se
refiere a Celestina como “la de la cuchillada” o chirlo en la cara. Señalar con
una cicatriz la cara de una mujer solía ser en aquella época –como por
desgracia lo sigue siendo en la nuestra- venganza prácticada por sicarios y
proxenetas para desprestigio de rameras. No sé de dónde sacó Picasso excusa para retratar a Celestina con un ojo huero, en vez de cicatriz. Pármeno le atribuye a Celestina en el segundo acto “seis docenas de años a cuestas”, o sea, setenta y dos años, pero más adelante se le atribuyen algunos menos.
Celestina es mujer de seis
oficios: costurera, perfumista, maestra en la fabricación de aceites y virgos,
alcahueta y un poco hechicera nigromante. Las primeras dedicaciones son
cobertura de aquellos otros que ejerce clandestinamente. Como relaciones
públicas resulta extraordinaria: amiga de estudiantes y despenseros, de mozos
de abades, de curas y abadesas, señoras y criados. Compra, traspasa y vende virginidades que luego restaura. Ejerce igualmente
de curandera eventual, y nunca se pasa sin misa ni vísperas ni deja monasterios
de frailes o de monjas sin andar, como la Trotaconventos del Arcipreste. De las
medicinas dice en el décimo acto que la gracia de hallar la correcta para cada
dolencia depende de tres factores: la experiencia, el arte y el natural
instinto y que algo de esto le alcanza “a esta pobre vieja”.
En su casa no faltan las esencias
propias del perfumista: estoraques, menjuy, animes, ámbar, algalia, polvillos,
almizcles, mosquetas…, así como los trebejos propios de su industria:
alambiques, redomillas y barrilejos de mil materiales, con los que también
fabrica desodorantes para la sobaquina y enjuagues para el mal aliento.
En cosmética sorprende las
diversidad de productos que Celestina ofrece al público: lustres, unturillas,
clarimientes, lejías para enrubiar, cremas para la piel de cien orígenes, hasta
confeccionadas con manteca de culebra, de mirlo o de ballena; como aparejos de baños
tenía en su casa innumerables yerbas y raíces colgadas del techo.
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"La Celestina y los enamorados", acuarela de Luis Paret y Alcázar, 1784. Museo del Prado. |
En cuanto a los virgos, unos los
hacía con vejiga y otros los curaba “de punto” para lo que se servía de delgadas
agujas de pellejeros y de encerados hilos de seda. Era tan buena en esta
dedicación de “reparar honras”, que hasta tres veces vendió por virgen a la
criada de un embajador francés. Y tan generosa, que remediaba por caridad a
huérfanas y “cerradas” que a ella se encomendaban.
Su competencia como consultora
sentimental es indiscutible: remedia amores “para se querer bien”, con este fin
usa “huesos de corazón de ciervo, lengua de víboras, cabezas de codornices,
sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina,
soga de ahorcado, flor de yedra, espina de erizo y pie de tejón”. Varones y
mujeres que a ella acuden se contentan con el bálsamo de su conversación y
alivian sus pesares tras someterse a esotéricos ritos, escuchar misteriosos sortilegios o
ingerir estimulantes o tónicos brebajes.
Por sus mal considerados
menesteres de presunta bruja nos dice Pármeno, paje de Calisto, en el segundo acto, que Celestina resultó tres veces
emplumada. Este castigo consistía en que, desnudando al reo de cintura para
arriba, untaba el verdugo con miel al alcahuete y le cubría de pluma menuda, exponiéndole así a la afrenta pública. Anota Cejador sobre esto dos memorables
versos de Quevedo: “Las viejas son emplumadas / por darnos con que volemos”.
En el tercer acto, Celestina
presume de su actividad: “Pocas vírgenes has tú visto en esta ciudad, que hayan
abierto tienda a vender, de quien yo no haya sido corredora de su primer
hilado. En naciendo la muchacha, la hago escribir en mi registro, y esto para
saber cuántas se me salen de la red”. Pero no hace de alcahueta por gusto. ¡No puede
mantenerse del viento ni heredó otra cosa que ese saber, ni es propietaria
siquiera de casa o viña: “¿Conócesme otra hacienda, más de este oficio? ¿De qué
como y bebo? ¿De qué visto y calzo?”. Con sus arriesgados servicios, ella
mantiene honra en la ciudad en que nació y será extranjero quien no conozca su
nombre y casa.
En el tercer acto y preparándose
para acometer la mediación con Melibea de parte de Calisto, la vemos
pronunciar un conjuro pagano ante el “triste Plutón, señor de la profundidad
infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados
ángeles”… Este triste Plutón es el dios de los miserables, de los desheredados,
de los perdedores. Celestina se confiesa su “más conocida cliéntula”. Pide buena suerte al
Señor de la energía oscura, pero también le amenaza si no le ayuda. Si no la sirve
favoreciendo su misión, la tendrá “por capital enemiga”: “Heriré con luz tus
cárceles tristes y oscuras: acusaré cruelmente tus continuas mentiras;
apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre”.
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Maja y Celestina en el balcón. Goya. |
El demonio de Celestina
aborrece la luz como los vampiros, se goza en las tinieblas, las claridades le
hieren. Anota Julio Cejador que Celestina supone que hasta el demonio quiere
que no se descubran como tales sus embustes. ¡Tal es el valor de la verdad para la
misma alcahueta!
Verdadera hechicera se muestra
Celestina, heredera de Hécate, aquella que, según Diodoro, asaeteaba hombres
por entretenimiento entregándose al conocimiento de hierbas venenosas y hechizos
letales. A Hécate se atribuye el uso del acónito para emponzoñar puntas de
flechas y dicen que ensayó su efecto matando a su padre. Le hacen madre de Circe y de
Medea, las mayores magas de la Antigüedad.
Pero Celestina no es una asesina
desalmada. Se adapta, especula, duda, medra cuando puede, oportunista, y sobre todo teme que, por mostrarse solícita y
esforzada en satisfacer deseos ajenos, exponga su persona “al tablero” y salga
en el juego de escaques malparada, pues “cada camino descubre sus dañosos y hondos
barrancos”. Por ello vigila augurios antes de involucrarse en la persecución de
un logro.
Para Lucrecia, la doncella de
Melibea, Celestina es más conocida que la ruda y recuerda que la empicotaron
públicamente o pusieron en la picota (o mal rollo)
por hechicera, más concretamente por vender mozas a los abades y descasar a mil
casados. En el acto cuarto y tras lamentar los achaques de su ancianidad
(“vendrá el día que en el espejo no te reconozcas”), Celestina habla de sí
misma, relata que fue la menor de cuatro hijas, hermosa en su juventud, que casó
y enviudó. Aun después en su pobreza nunca le faltó, a Dios gracias, una blanca
para pan y un cuarto para vino. Jamás se acostó sin comer una tostada bañada en
vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre (la matriz), tras cada copa.
A pesar de su gusto por el morapio, como a Sócrates, nunca la vemos borracha.
En el acto séptimo Celestina llora
recordando a su colega nigromante: la madre de Pármeno, criado de Calisto, y que al morir dejó a este a su cuidado. Dice que su comadre andaba a media noche (noche, "capa de pecadores") de cementerio en cementerio buscando
dientes de ahorcado, polvo de abrasado o manteca de niño… Cuenta que entraba con
ella en el cerco mágico en el que se invoca al diablo y que hasta los demonios
la temían.
El poder de la mujer para el
engaño lo enfatiza Celestina recordando una leyenda del Corbacho, según la cual
el gran poeta Virgilio fue colgado en una cesta de una torre romana, sometido
al escarnio público por pretender que su saber era tal, que ninguna mujer en el
mundo podría engañarle. ¡Insoportable presunción, que ni siquiera le valió al
poeta la deshonra ni le granjeó el olvido!
Celestina argumenta mejor que un
sofista y filosofa moralizante: “la mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida
y trabajosa”; o se pone metafísica: “Cuanto al mundo es [existe] o crece o decrece. Todo tiene
sus límites, todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre, según quien yo
era: de necesidad es que mengüe o baje: cerca ando de mi fin. En esto creo que
me queda poca vida”. Da consejos prácticos: “No atesores tu gentileza, pues es
de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del hortelano”. Sentenciosa,
persuade a Melibea: “pocas veces lo molesto sin molestia se cura”. Y se eleva a
lo general: “Ninguna cosa hay criada en el mundo superflua ni que con acordada
razón no proveyese de ella natura” –dice a Areusa en el acto séptimo.
Poco después se muestra maestra
en lo que hoy llamamos aromaterapia
para aliviar el dolor de matriz de su prosélita. Aunque más eficaz que aromas
de poleo, ruda, inciensos o romeros, mosqueta o plumas de perdiz –sugiere con
finura- es el sexo, y no sólo con uno, sino con más de uno. Celestina es
pionera del “poliamor”:
“Nunca uno me agradó, nunca en
uno puse toda mi afición. Más pueden dos y más cuatro y más dan y más tienen y
más hay en que escoger”. Con la discreción del ratón veterano, conviene tener
más de un agujero en que guarecerse, por si te tapan uno que no nos atrape el
gato: “Una alma sola ni canta ni llora; un acto solo no hace hábito”. De este
modo incita Celestina a Areusa a tener sexo con Pármeno, reticente criado de
Calisto, al que paga así el ponerse de su parte. E incurre en la obscenidad de
quedarse mirando a los amantes meterse mano. Por fin consiente su desvergüenza
en privarse del espectáculo del íntimo goce de los jóvenes: “Voyme porque me
hacéis dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor de las encías me
quedó: no le perdí con las muelas”.
La fe de Celestina es descrita
cínicamente por Sempronio en el acto noveno: “Lo que en sus cuentas reza es los
virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad y cuántas mozas
tiene encomendadas y qué despenseros y qué canónigo es más mozo y franco.
Cuando menea los labios es fingir mentiras, ordenar cautelas para hacer
dinero”. Gestiona Celestina con detalle un meeting
point, un escenario de encuentros amorosos.
Pero cuando Sempronio se pregunta
quien le enseñó a la vieja tanta ruindad, Pármeno le contesta:
- La necesidad y pobreza, el hambre. Que no hay mejor maestra en el
mundo, no hay mejor despertadora y avisadora de ingenios.
En el acto noveno, Celestina
parece profetizar su fin. Añora el pasado. Reconoce brutalmente su inveterado propósito
de proxeneta: “todas me obedecían… No escogían más de lo que yo mandaba: cojo o
tuerto o manco, aquel habían por sano, que más dinero me daba”. Recuerda sus
éxitos cuando entrando por la iglesia la saludaban como a una duquesa y el que
menos tenía que negociar con ella por más ruin se tenía: “Uno a uno, dos a dos,
venían adonde yo estaba, a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la
suya… Que hombre había, que estando diciendo misa, en viéndome entrar, se
turbaba, que no hacía ni decía cosa a derechas. Unos me llamaban señora, otros
tía, otros enamorada, otros vieja honrada”.
Tiene aún tiempo para mostrarse
hábil enóloga: “Que harto es que una vieja, como yo, en oliendo cualquier vino,
diga de donde es”. Ya que disfrutó de los mejores caldos cuando entraban
fornidos muchachos cargados de provisiones por su puerta, y jamás hubo fruta nueva de que ella primero no gozase o pusiese, considerada, a disposición de las preñadas antojadizas que cuidaba. Pero ahora lamenta: “no sé cómo puedo vivir,
cayendo de tal estado”.
Si la argumentada manipulación de
voluntades despierta en nosotros monstruos como la avaricia, es porque estaban
ya ahí escondidos. También Fernando de Rojas pone a nuestra disposición los antídotos de las pasiones viciosas, ¡y sin la moralina religiosa del corrector posterior que
alarga innecesariamente la obra!: “Ninguna cosa hace pobre al avariento sino la
riqueza. ¡Oh Dios, y como crece la necesidad con la abundancia!”. Sempronio
hubiera visto de verdad hasta qué punto se multiplican las necesidades humanas si
hubiese vivido quinientos años más, en nuestra época de consumismo compulsivo.
Como todo clásico, la Tragicomedia de Calisto y Melibea
evidencia aspectos sempiternos de la naturaleza social humana y de la condición
contradictoria del amor: “sabroso veneno”, “dulce amargura”, “alegre tormento”,
“blanda muerte”… Cita en esto Rojas a Petrarca. Y también cuenta La Celestina con referencias históricas
y anticipadoras, como la queja de Melibea ante la condición de las mujeres en
su tiempo y edad:
“¡O género femíneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue
también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor,
como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada [o sea, todo
iría de perlas si ella pudiera expresar su amor como lo hace Calisto]” (Acto
décimo).
Celestina es tan de su tiempo
como universal. Antes de ser cruelmente traicionada y sacrificada por sus
cómplices, Celestina se defiende:
“Soy una vieja cual Dios me hizo,
no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy
limpiamente. A quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en
mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no
pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos: a todos es igual.
Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros, muy peinados. Déjame en mi
casa con mi fortuna”.
Dudo mucho que esta consideración
igualitaria de la justicia refiera a la de su tiempo, más parece alusión al
Juicio Final trascendente. Y así no extraña que las últimas palabras de
Celestina, ya herida de muerte, sean pidiendo Confesión, imprescindible trámite
cristiano para acceder al Reino de los Cielos, en el que sin duda Celestina sobrevive tras
haber pasado por el purgatorio de la injusta infamia y la traición in hac lachrymarum valle.
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En La Puebla de Montalbán (Toledo), ciudad natal de Fernando de Rojas, se creó un museo dedicado a La Celestina. La primera edición conocida de la Tragicomedia es la de Burgos de 1499, en pleno apogeo de los Reyes Católicos. Los episodios de la pieza, obra maestra de la literatura universal y fundacional del teatro hispano, transcurren en una ciudad indeterminada, pero algún detalle sugiere que Rojas podía tener en mente Toledo o Salamanca, ciudad en la que estudió Leyes. He usado para esta entrada la edición citada de Julio Cejador en Clásicos Castellanos, pero he actualizado la ortografía de las citas.