Por Encarna Lorenzo
ÍNDICE
I. Palimpsestos
II. El nacimiento de medusa
III. El sexo de medusa
IV. La medusa escritora
V. Algunas conclusiones
I. Palimpsestos
II. El nacimiento de medusa
III. El sexo de medusa
IV. La medusa escritora
V. Algunas conclusiones
I. PALIMPSESTOS
Hélène Cixous (Orán, 1938)
es una escritora de riqueza y complejidad extraordinarias, con una obra
verdaderamente extensa (unos cincuenta títulos) pero muy poco conocida en
España. Su relativa distancia frente al activismo feminista francés, cuyos
presupuestos no obstante comparte, hace que su figura quede un tanto oscurecida
frente a las más divulgadas de Julia Kristeva y Luce Irigaray, a las que con
frecuencia se la asimila acríticamente.
Es de
destacar también la gran proximidad entre Jacques Derrida y Cixous, su alter
ego, como ella misma lo considera, pues además de los planteamientos
filosóficos que ambos sustentan— la deconstrucción del pensamiento logocéntrico
occidental, la differance, la
preocupación por la escritura o la influencia del Psicoanálisis de Lacan—,
poseen unas raíces étnicas, sociales y culturales comunes. Cixous es hija de
padre sefardita y madre askhenaza,
nacida en la Argelia francesa y que vive en la metrópoli. Por tanto,
experimenta en su persona profundamente el desarraigo, la escisión social del
antisemitismo, el racismo, el colonialismo y el capitalismo con todas sus
contradicciones. A todo ello, si no fuera bastante, debe añadirse su condición
de mujer e intelectual que reconoce su naturaleza bisexual, todo lo cual tiñe
con suficientes matices diferenciales su obra para que no pueda entenderse como
una mera puesta en clave femenina de la filosofía derrideana.
El
contexto histórico—doctrinal en que debe situarse La risa de la medusa es el de la división de las filas feministas
tras el fracaso del mayo del 68, al excluirse a la mujer nuevamente del ámbito
político, como ya ocurriera en la Ilustración, que zanjó la querelle des femmes con el
reconocimiento de unos derechos universales pero insuficientes para abarcar las
reivindicaciones femeninas de una manera efectiva. Desde el feminismo de la diferencia defiende
entonces Cixous la deconstrucción genealógica de las imágenes patriarcales de
la mujer, para mostrar como establecen y justifican culturalmente su
subordinación.
La autora entabla su lucha
contra tal discriminación simbólica con la búsqueda del significado original de
tales mitos, para su reinterpretación desde el horizonte actual de las
relaciones posibles y deseables entre los sexos, a la búsqueda de una nueva
lógica distinta a la de oposición. Para ello utiliza dos vías fundamentales: la
defensa de la bisexualidad latente en el ser humano, y su manifestación por
medio de la llamada écriture féminine,
que no es patrimonio exclusivo de la mujer sino de una humanidad nueva, cuya
aurora proféticamente anuncia.
En sus textos concurren la
lingüística, la historia, la antropología, la teoría política, la crítica
literaria y también la filosofía, desde las coordenadas de Nietzsche, Marx,
Freud, Heidegger y el existencialismo, además de las de Derrida, todo lo cual
justifica que se aborde el análisis de su obra en el seno de la historia de la
filosofía. Pero ello no puede llevar a que prescindamos de todas las otras
implicaciones de La risa de la medusa,
so pena de empobrecer su contenido.
El criterio de lectura que
proponemos para ese libro es el de la transtextualidad de Genette (Palimpsestos). Veremos cómo el título,
condensada y silenciosamente, condensa las pautas para la comprensión de esa
difícil obra. Su lectura palimpsestuosa nos llevará a examinar la relación
entre el hipotexto y su paratexto, el título, que es un lugar privilegiado para
la dimensión pragmática de la literatura, es decir, para la acción sobre el
lector. Al mismo tiempo podrá apreciarse que el diálogo que mantiene esa nueva
metáfora de la medusa que ríe con su origen griego es también un fructífero
ejercicio de reescritura permanente.
II.- EL NACIMIENTO DE
MEDUSA.
Elle était la lune, la lumierè et
la nuit, l’ultime et l’initiale, la question et la reponse (Hélène Cixous, Le Prenom de Dieu).
Viens te réunir à toi même (Nouvelle Helloise, J.J.
Rousseau)
Es fácil ver a Medusa como
el símbolo del horror. Conocemos en líneas generales los avatares de ese mito
griego, que relataron Píndaro, Ovidio y Apolodoro. Sin embargo, para el objeto
de este estudio conviene recordarlos con un mínimo detalle, pues irán
apareciendo por separado poco a poco a lo largo de la exposición.
El héroe Perseo deseaba
contraer matrimonio con Hipodamia, hija del rey Polidectes. Para destacar sobre
los demás pretendientes, se jactó de poder ofrecerle la cabeza de Gorgona. Las
Gorgonas eran tres hermanas de rasgos contradictorios. Dos de ellas, Esteno y
Euríale, eran inmortales. La tercera, Medusa -la astuta, la invisible-, mortal.
Neptuno, enamorado de sus cabellos de oro, había tenido amores con ella en el
templo de Minerva quien, enfadada por la ofensa, la castigó con una fealdad
monstruosa. Tenía serpientes por cabellos, una mirada salvaje capaz de
convertir en piedra todo cuanto encarase; alas para volar; manos de bronce; una
cabeza a la vez masculina y femenina, con barba, dentadura bestial de largos
colmillos de jabalí, lengua proyectada al exterior y boca abierta en horrible
rictus que emitía un aullido escalofriante.
Para lograr su hazaña,
Perseo contó con la ayuda de Atenea y Hermes, la inteligencia y la astucia. El
primer problema que se le planteaba era averiguar dónde habitaban las Gorgonas,
secreto que sólo conocían sus hermanas las Grayas, tres jóvenes-viejas también
inmortales que tenían un solo ojo, el cual hábilmente el héroe les arrebató
reduciéndolas a la impotencia, por lo cual se avinieron a indicarle el lugar en
que vivían las Ninfas, jóvenes núbiles. Estas le señalaron el camino y le
hicieron algunos regalos para llegar hasta Medusa: las sandalias aladas del
inteligente y veloz Hermes, el casco de Hades que procuraba la invisibilidad de
los muertos y una alforja para esconder la cabeza de Medusa -sus poderes
mágicos-, e impedir su mirada todavía letal incluso una vez muerta. A ello
añadió Hermes una hoz y Atenea un escudo pulimentado.
Armado con tales artificios,
Perseo concibió la idea de aproximarse a Medusa de espaldas cuando estaba
dormida, controlando su imagen con el escudo a guisa de espejo. Y, una vez
decapitada Medusa con la hoz, el héroe escapó de la persecución de las Gorgonas
con las sandalias aladas y la capa de la invisibilidad.
Es la proclamación del
triunfo del Hombre sobre las contradicciones monstruosas de la Mujer, a quien
por ello se reduce al silencio y a la muerte. No es un mito aislado, por otra
parte. La concepción de la mujer como un ser peligroso, amenazante para el
hombre, de belleza fatal y culpable, es una constante en la simbología
universal: Kali, la Esfinge, Eva, Pandora, Circe, Helena, Dalila o Salomé son
ejemplos del mal y el pecado encarnados en la mujer. Ello justificaría entonces
su dominación. Pero al mismo tiempo existe una visión angélica del ser
femenino: Das Ewig-weibliche zieth
unshinan, el eterno femenino definido en el “Fausto” de Goethe, resumen y
proyección de toda suerte de virtudes contrapuestas y complementarias a la
virilidad, el valor, la fuerza y la inteligencia del hombre: el sentimiento, el
amor, la maternidad, la gracia, la modestia, la pureza, la delicadeza, la
amabilidad… Como son virtudes pasivas, negativas por referencia a las del
varón, hacen precisa la protección de la mujer y legitiman su subordinación.
Desde una u otra óptica el resultado práctico es el mismo, la postergación de
la mujer, aunque se invoquen valores y razones diferentes.
¿Cómo y por qué se produce
históricamente este conflicto simbólico? Para intentar responder a esa pregunta
es imprescindible una revisión arqueológica de tales imágenes.
A grandes trazos puede
decirse que el hombre primitivo necesitaba un estado de orden para controlar el
mundo y a sí mismo. La mujer, inestable, sujeta a ciclos como la misma
naturaleza y, por tanto, voluble, irracional, incomprensible, representaba una
amenaza permanente para ese afán civilizador, al situarse en el límite entre
el orden masculino y el caos de los
elementos.
Por otro lado, como postula
Gerda Lerner (La creación del patriarcado),
la subordinación de la mujer es, precisamente, previa al inicio de la
civilización, a la paulatina constitución de los Estados arcaicos occidentales
en el período que media entre el 3100 y el 600 a.C., simultáneamente a la
definición de las estructuras socioeconómicas del patriarcado.
La prohibición del incesto,
por razones eugenésicas, llevó a la exogamia, articulada mediante el
intercambio de mujeres, las cuales pasaron a ser una verdadera mercancía al
apropiarse los jefes de los grupos familiares de su capacidad sexual y de
reproducción, reduciéndolas a un estado de esclavitud. Esta situación, de
acuerdo con G. Lerner, es anterior al desarrollo de la propiedad privada y de
la sociedad de clases primitiva, cuyas bases sienta.
La mujer era mantenida en
ese estatus sojuzgado bien por la fuerza, por la dependencia económica o por
medios más sutiles de colaboración voluntaria, como la concesión de privilegios
clasistas a las beneficiadas por su relación con los varones, o de una cierta
posición social, y que a su vez pasaban a ejercer un dominio esclavista sobre
otros. También la división de las mujeres entre respetables y no respetables,
según que observasen la ley del velo. Y es que el control de la sexualidad
femenina garantizaba el valor de cambio de la mujer y la pureza del linaje
patriarcal.
La división sexual del trabajo, que condenaba a la mujer a la reproducción y a la rutinaria ejecución de las tareas domésticas o de tipo manual (agricultura, artesanía...), nunca intelectuales, reduciéndola a conservar la liturgia y la memoria familiar en el hogar, la situaba en un ámbito precívico, fuera del ágora. Esa subordinación determinó una valoración negativa del papel pasivo de la mujer en la sociedad. Así, en Grecia, el amor pandemo, entre hombre y mujer, era considerado vulgar. El platónico, por el contrario, que procuraba placer, sabiduría y virtud, se reservaba a los hombres.
Aristóteles concibió de este
modo a la mujer como mas occasionatus,
como un hombre incompleto o imperfecto, que solo aportaba materia y no forma a
la generación. En los comentarios de Santo Tomás se consumará la hipertrofia de
las facultades meramente generatrices de la feminidad: tota mulier est in
utero.
El estoicismo, con su
preocupación moral, normativizó las virtudes de cada género. Y, dado el amplio
desarrollo del concepto de propiedad en la sociedad romana y la importancia de
su legítima transmisión hereditaria ante la generalizada libertad de
costumbres, condenó el adulterio para asegurar la patrilinealidad y la correcta
transmisión del apellido del pater,
lo que tuvo una amplia plasmación en las leyes de la República y el Imperio.
Por su parte, el
cristianismo satanizó la belleza femenina como causa del pecado y, a la vez,
justificó el culto a María como imagen de la perfecta maternidad. Supeditada al
papel de madre y esposa, se negaba a la mujer el alma, su derecho a la
individualidad como sujeto.
Durante la Edad Media
persistió y se desarrolló ese doble lenguaje: por una parte, la constante
alusión a la inferioridad de la mujer, plasmada en una literatura misógina que
denunciaba su carácter amoral, voluble, irritable, caprichoso e incluso sucio;
por otra, gracias al misticismo arábigo de raigambre platónica que penetró en
la corte provenzal, con la elevación suprema de la Idea de Belleza, se inicia
un culto a la feminidad a través del amor cortés, basado en una moral honesta
del caballero que adora a la dama en la distancia, lo que sirvió para poner
coto a los peligros que, para el nuevo orden sociopolítico en formación,
representaba la violencia.
En el Renacimiento se dio un
paso adelante en esta segunda corriente con la idolatrización de la belleza
femenina. Con el protestantismo, se sustituyeron los valores de virginidad y
celibato católicos por la castidad de la pareja. Estos cambios, que
introdujeron una cierta mejora en la posición social de la mujer, también
tenían como contrapartida someterla a una feminidad normada, la de la esposa
ideal, privada de voz y confinada en el hogar, origen de la histeria que
estudiaría Freud., Salomé, en concomitancia
con la progresiva emancipación de la mujer por su acceso al mercado de trabajo
y por cierta liberación de las férreas reglas religiosas de conducta.
Estos procesos de
simbolización contradictorios pueden verse como verdaderos estados de
perversión del imaginario colectivo desde el punto de vista psicoanalítico.
Así, Joël Dor (Estructura y perversiones), indica que para el
neurótico obsesivo existe una doble fantasmatización de la madre. Como ideal
absoluto, pura y perfecta, la mujer recibe un culto reverente siempre a
condición de que carezca de todo deseo, lo que la somete a un dominio
paralizante. Como objeto de deseo del padre, la madre-mujer aparece como un ser
sexuado y, por ello, repugnante. Para el histérico, la mujer ha de ser
igualmente inaccesible, pero capaz de provocar el deseo y la fascinación de los
otros para sentirse envidiado.
Según Gilles Lipovetsky (La tercera mujer), el último paso sería
la posmujer fatal, que reconcilia su
apariencia erótica con la demostración de la superioridad de sus sentimientos,
con una belleza pacífica y con el humor. Aún desde unos presupuestos
doctrinales distintos, puede entenderse en esta línea, con un primer
acercamiento, la imagen de la medusa que ríe.
A decir de Lipovetsky, se
trataría de una dialéctica entre la visión maldita de la mujer y su exaltación
ideal para dar lugar, como tercer paso, a la autocreación de una forma de ser
auténtica, poniendo fin a la absoluta heterogeneidad de los sexos por su
sentimiento de común pertenencia a la especie humana.
Siguiendo al mismo autor, en
la hipermodernidad se está produciendo una reestructuración de las posiciones
de género, dando lugar a inéditas combinaciones de las funciones y roles
antiguos, sin poderse partir, para la nueva imagen de la mujer y de las
relaciones entre sexos, de una tabula
rasa. A ello podemos añadir que, si la subordinación total al papel sexual
y procreador está en el origen del patriarcado, la liberación actual de las
cargas de la maternidad, con el vertiginoso descenso de la natalidad en el
mundo occidental para favorecer la plena integración de la mujer al mundo del
trabajo, su autonomía económica y la consiguiente libertad sobre el cuerpo,
unido a los procesos de mutación radical e incluso disolución del concepto de
familia patriarcal, al parangonarse progresivamente el matrimonio heterosexual
con otras uniones de hecho de este tipo y con las homosexuales, están en vías
de destruir, al menos en las privilegiadas sociedades occidentales, los
esquemas patriarcales, si bien no necesariamente la ideología machista basada
en la fuerza y en la prepotencia.
A la vista de esas
variaciones históricas, cabe plantearse la espinosa cuestión de si
efectivamente existe una esencia femenina,
una constante que haga diferente a la mujer fuera del tiempo. El esencialismo
es la doctrina que mantiene que la mujer es un ser determinado íntegramente por
su constitución anatómica y/o psicológica por debajo de las influencias
culturales e impermeable a las mismas, de manera que todas la mujeres serían
iguales con independencia de su edad, clase, etnia y orientación sexual.
Para Julián Marías (La mujer y su sombra), la mujer es una
estructura biográfica que se realiza a través de las edades con plurales
trayectorias de constante variación. Por ello tiene una instalación vectorial
en el mundo. Así pues, parece que para este autor tendría una esencia polimorfa
que se define de manera distinta en cada época histórica.
Según Amelia Valcárcel (Sexo y Filosofía), las mujeres comparten
una gama infinita de formas de estar en el mundo, pero no una esencia.
Por su parte Pierre Bordieu
(La dominación masculina), afirma que
la socialización de lo biológico y la biologización de lo social se conjugan
para hacer aparecer las circunstancias culturales de la feminidad como
fundamento natural de la división entre sexos, de manera que el nomos arbitrario de la dominación
patriarcal se presenta como physis,
como una situación natural. Y, con gran agudeza, apunta que los rasgos considerados
característicos de la esencia femenina son consecuencia del propio ejercicio de
sojuzgamiento sobre la mujer. Así, la intuición sería el desarrollo de una especial
sensibilidad a indicios no verbales, necesaria para su subsistencia. Por otro
lado considera que en este ámbito actúa la lógica de la maldición, que implica
que, como se mantienen unos prejuicios sociales desfavorables a la mujer, sin
darle opción a desarrollar otros comportamientos, ésta confirma necesariamente
con su actitud tales prejuicios.
Como también indica Hélène
Cixous, el hombre sólo desea placer que refuerce su narcisismo. Es muy
expresiva en este sentido Virginia Woolf (Una
habitación propia) al decir que “durante todos estos siglos, las mujeres
han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta
del hombre de tamaño doble al natural”. Así pues, como el esquema patriarcal
está socialmente diseñado para satisfacer el ego varonil mediante la relación
de dependencia de la mujer -característica de la dialéctica del amo y del
esclavo hegeliana-, la coquetería y el deseo de amor femenino no serían otra
cosa, según Bordieu, que la respuesta a esa situación de dependencia, para
intentar valorizarse ante el otro.
Para Cixous también el
androcentrismo muestra una apariencia de ser natural cuando en realidad es una
construcción histórica -frente a las tesis psicoanalíticas acerca de la
inexorabilidad de la ley del Falo-, lo que abre la puerta a la posibilidad de
modificar sus presupuestos por medio de las necesarias transformaciones, que
permitan a la mujer despertar de su sueño histórico. El problema, sin embargo,
no puede resolverse simplemente a golpe de decretos legislativos o por la sola
conciencia de la explotación que viene experimentando la mujer, que no tiene
una eficacia performativa inmediata.
Como ha tenido ocasión de
analizar Anna M. Fernández Poncela (Mujeres,
revolución y cambio cultural)
respecto a los cambios políticos introducidos en Nicaragua en los años ochenta,
la ideología machista presenta una viscosidad histórica que permite su
supervivencia merced a la reinterpretación de los valores reinantes. Se produce
así un desfase entre el ritmo de los cambios normativos y la resistencia de las
pautas mentales, la cosmovisión o imaginario colectivo que constituye la
identidad del grupo adquirida por la educación y las instituciones familiares,
erigiéndose todavía la maternidad en la verdadera causa de la discriminación.
Por ello podemos decir que
si bien la mujer ha estado encargada tradicionalmente de la educación en el
seno de la familia y en la escuela, no ha aprovechado esa posición de
privilegio formativo, por impedírselo la falta de conciencia de su verdadera situación,
para modificar sus consecuencias. Por el contrario, se ha comportado como una
celosa guardiana de la ortodoxia social que la oprime, lo que sin duda debe
calificarse como la cuadratura del círculo patriarcal.
En cualquier caso puede
afirmarse, además de que las sucesivas y contradictorias articulaciones de una
idea unidimensionada de mujer despiertan la vehemente sospecha de que no existe
ese eterno femenino, que aún en el supuesto de que realmente subyacieran debajo
de esos cambios históricos unas características propias, es muy difícil
apreciar cuáles son las auténticas y originales, por hallarse envueltas en una
membrana ideológica que dificulta su percepción. Este es el verdadero caballo
de batalla entre el feminismo de la igualdad y el de la diferencia.
Ambos coinciden en denunciar
la creación de la mujer por el hombre como una conciencia heterónoma.
Igualmente señalan cómo el varón se ha proclamado en canon de ambos sexos, en
arquetipo del género universal neutro -tal y como se aprecia de manera
omnipresente en el lenguaje-, en metáfora de una Humanidad que excluye a la
mujer y le niega su derecho a la igualdad e individualidad. Su vía de actuación
ha sido someter al silencio a la mujer y hacerla simple imagen del hombre
mediante su confinamiento, ya sea real -en la casa, en el harén, en el convento-,
ideológico -su definición como lo
opuesto al orden racional masculino: lo nocturno, lo irracional, el misterio-,
o normativo: la delimitación de su comportamiento por referencia a lo Otro, su
heterodesignación (Rodríguez Magda, Mujeres
en la historia del pensamiento).
Derrida mantiene que la
cultura occidental, que pivota en torno a los dos significantes universales del
Logos y el Falo, confiere valores positivos al bien, la verdad y la unidad, atributos
considerados propios del varón, mientras que a la mujer se la minusvalora como
representante del caos, del fragmento, de la nada. Explicitando esta
afirmación, Cixous igualmente establece que los pares de oposiciones binarios
(activo- pasivo, sol-luna, cultura-naturaleza, día-noche, padre-madre, razón-sentimiento,
inteligible-sensible, logos-pathos, forma-materia, son todos predicados de la
oposición básica hombre-mujer, metáfora omnipresente en el pensamiento
occidental y caracterizada porque sus miembros no mantienen entre sí relaciones
de equipotencia sino de jerarquía de lo masculino sobre lo femenino, pues esa
desigualdad es precisa para que se ponga en marcha la dialéctica amo-esclavo. Y
es que, como bien indica Georg Simmel (Cultura
femenina), en todas las grandes parejas del espíritu (yo-mundo, sujeto-objeto,
individuo-sociedad, inercia-movimiento, materia-forma, y también
paradigmáticamente hombre-mujer), en un
momento determinado de su evolución uno de los componentes crece hasta adquirir
un significado más amplio que, simultáneamente, abarca su sentido estricto y el
opuesto. Esta absolutización ha constituido a lo masculino como legalidad
objetiva universal, de manera que lo femenino sólo se define por relación real,
ideal o de valor, con su contrario, pero nunca por sí y para sí.
No obstante esas
coincidencias, las respuestas a tal problema no son unidireccionales.
Resumiendo los términos del debate, cabe decir que el feminismo de la igualdad o humanismo
feminista postula una revisión crítica de la herencia ilustrada sin negarla
totalmente, si bien denunciando el carácter puramente formal o abstracto de los
derechos de igualdad y libertad reconocidos a nivel legal y exigiendo su
desarrollo efectivo. Y, en cuanto a los valores humanistas, apuesta por su
aceptación purgándolos del sexismo que les aqueja para una verdadera
emancipación (S. de Beauvoir, El segundo
sexo).
Por el contrario el feminismo de la diferencia, representado
por Julia Kristeva, Luce Irigaray y la propia Hélène Cixous como figuras más
llamativas, defiende un ser en la mujer distinto y mejor, en tanto próximo a la
naturaleza y contrario a la dialéctica del poder, un saber femenino basado en
valores distintos a los masculinos -la sensibilidad, la emoción, la maternidad,
la vocación de entrega-, capaces de introducir una ruptura epistemológica
frente a la razón patriarcal y que tienen sus raíces en la experiencia
auténtica del cuerpo. Como el falogocentrismo ha perpetuado, a decir de
Irigaray y Cixous, el asesinato de la Madre, anterior al del Padre y
completamente reprimido (pues ninguna huella ha dejado de la exclusión del
vínculo maternal primigenio), se trata de buscar el reino perdido antes de la
dominación, deconstruyendo la genealogía patriarcal al encuentro de una subjetividad,
una simbología y un lenguaje propios. En definitiva, se trata de crear una
nueva mitología feminista.
Al feminismo igualitarista
se le critica que la asunción de los valores masculinos para fortalecer la
posición de la mujer puede dar lugar a la persistencia de la ideología
machista. Al de la diferencia, que la defensa de un ser femenino recae en el
esencialismo metafísico y ahistórico y que corre el riesgo de perpetuar la
exclusión de la mujer del discurso, al situarla en el mundo de la arracionalidad.
También es discutible la renovación del mito del bon sauvage, o la soteriología de lo femenino, que cifra en sus
valores eróticos, pacifistas y ecológicos las esperanzas salvíficas de la
sociedad futura, cuya subsistencia amenazan el militarismo y las agresiones
continuas a la naturaleza, pues ello parece una repetición-desplazamiento de
las expectativas escatológicas defraudadas por la clase obrera en el marco del
marxismo.
Para Marcelle Marini, la
discusión entre ambos modelos lleva a un círculo vicioso. No es posible
prescindir de la igualdad pero tampoco de la diferencia entre sexos, pues es un
dato intuitivo que ésta existe. En efecto, Margarita Rivière (La impía rebelión) concluye que las
diferencias de comportamiento en la mujer no son por completo consecuencia de
la educación y de los avatares personales sino que responden a cualidades
específicas que se muestran en inclinaciones, aptitudes peculiares y una
sensibilidad distinta. Por tal conflicto, ambas posiciones se encuentran en
revisión permanente.
Son diversas las soluciones ofrecidas entre
nosotros a la disyuntiva. Victoria Camps (El
siglo de las mujeres) exige que
el universalismo se lleve también al ámbito de lo privado, para hacer
desaparecer las discriminaciones que representan la doble jornada de trabajo de
la mujer, en la empresa y en el hogar, y su cosificación como objeto sexual y
la violencia sobre él ejercida de manera física o psíquica. El discurso
feminista del porvenir debe desarrollarse, a su juicio, en cuatro frentes: la
educación, mediante el cambio de mentalidades; el trabajo, suprimiendo las
barreras que impiden a la mujer acceder a puestos de responsabilidad y la
someten a una trasnochada división de tareas; el acceso consecuente al poder
socioeconómico y político; y, desde el punto de vista ético, el desarrollo de
unos contravalores complementarios a la ética de la justicia, como son los
propios del cuidado: el enfoque
particular de las cuestiones, el compromiso directo y personal, la racionalidad
matizada por la emotividad; la aplicación concreta y relacional de la ley y los
preceptos morales.
Para Laura Tremosa (La mujer ante el desafío tecnológico)
debe efectuarse una asunción crítica de la propia tradición, cribando los
elementos que se demuestran negativos según las cambiantes situaciones y
reivindicando otros, cualquiera haya sido su función en el pasado, que se
demuestren como positivos.
Por su parte Celia Amorós (Tiempo de feminismo) propone un
nominalismo radical, que consiste en el reconocimiento exclusivo de los individuos,
no de géneros, así como ejercer en todo caso la hermenéutica de la sospecha,
incluso frente a quienes aparecen como aliados de las posiciones feministas, a
los que denomina “filósofos travestidos” (entre ellos, Deleuze, Derrida o
Levinas) quienes, so pretexto de abrir el pensamiento a lo fragmentario, lo
irracional o la escritura femenina, -el llamado devenir-femme de la filosofía en Deleuze-, lo que hacen es
vampirizar los valores distintivos de la mujer, con el consiguiente desahucio
ontológico e intemperie simbólica, como advierte Rodríguez Magda (Foucault y la genealogía de los sexos).
Esta autora también alerta de la falacia de la feminización fin de siglo, esto
es, que pese a que se descubren en la mujer todos los presupuestos de la
posmodernidad, no por ello ha pasado a ocupar en la escala de valores el nivel
preponderante que por ello le correspondería. Igualmente entiende que es
posible, sin contradicción, sostener un genérico femenino estratégico y
reivindicativo en el plano teórico -pues la atomización de los sujetos se
revela en la práctica como ineficaz, ante la falta de una identidad colectiva
que defender-, y un individualismo en el ámbito de la práctica.
Con estos datos resulta más
fácil entender el feminismo de la diferencia en Cixous. Para ella es
inaceptable un esencialismo anatómico absoluto, pero sin duda existe un ser femenino
caracterizado fundamentalmente por una inagotable y paradójica capacidad de
don, de entrega sin reservas que recibe más de lo ofrecido. La mujer es vida y
enigma en tanto múltiple y heterogénea
y, para desvelar su misterio, es preciso poner de relieve los límites
ideológicos del pensamiento logocéntrico mediante su deconstrucción. La
apertura de lo femenino llevará a una transformación de los sistemas simbólicos,
denunciando el uso opresivo de los mitos maléficos del patriarcado e incluso,
como hace con La risa de la medusa,
utilizándolos en la reconstrucción de ese genérico femenino al anular su
lectura masculina.
Las dos grandes vías de
acción para superar el sistema de oposiciones jerárquicas habrán de ser para
Cixous, fundamentalmente, dos, como tendremos oportunidad de ver: lo que
podemos denominar la alquimia de los sexos, es decir, el despertar de la
bisexualidad latente en los mismos como vía de aflorar un fondo emotivo y
creador común; y la especial escritura que es capaz de engendrar tal estado.
II.- EL SEXO DE LA
MEDUSA
“Cuando el
hombre sea mujer, la mujer hombre, los dos uno y lo de arriba igual a lo de
abajo, se habrá consumado el misterio” (Texto
gnóstico)
“Si yo era como tú, si tú eras como yo, ¿no estábamos los dos en pie
juntos bajo un mismo viento contrario? Somos extranjeros teniendo que soportar en común este extravío de la distancia que nos mantiene absolutamente aparte. Doble silencio nos llena la boca”. (Paul Celan, Spragitter)
juntos bajo un mismo viento contrario? Somos extranjeros teniendo que soportar en común este extravío de la distancia que nos mantiene absolutamente aparte. Doble silencio nos llena la boca”. (Paul Celan, Spragitter)
Un segundo acercamiento
posible al mito de Medusa pasa por su lectura psicoanalítica, realizada por
Freud en Das Medusenhaupt (1922). En
dicha obra entiende que el horror que provoca la cabeza de Medusa deriva del
descubrimiento del cuerpo castrado de la madre, la ausencia en ella de
genitales masculinos, lo que se representa simbólicamente mediante la
decapitación-castración. El terror es así para Freud la emoción más arcaica,
que anula el placer producido por el cuerpo femenino. El hombre se encuentra
por ello sometido a un estado de confusión frente al mismo. Por un lado, la
atracción; por otro, el temor a la debilidad y a la impotencia por el contacto
con la mujer.
Para el creador del
Psicoanálisis, la mujer tiene una sexualidad más compleja que el hombre, no
sólo por el cambio de la carga objetal de la madre al padre sino, sobre todo,
por la presencia de una doble zona erógena: la clitoridiana o masculina y la
vaginal o femenina, entre las cuales también se ha de producir un
desplazamiento para la constitución de la feminidad. De hecho, la recusable
práctica de la ablación del clítoris, que se instituyó durante el Neolítico en
Egipto y el África Central, y que hoy afecta a unos 130 millones de mujeres en
más de cien países, tiene como finalidad evitar la confusión del clítoris, mal
entendido como remedo del pene, con el órgano sexual masculino, del cual el
prepucio, que se considera la parte femenina del órgano genital del varón,
también se corta. Sólo tras aquella ceremonia, que instituye a la niña en
mujer, ésta puede acceder a la vida social.
Para Sara Kofman, el enigma
de la mujer, el “continente negro” de Freud, consiste en esa bisexualidad de
base que persiste atrofiada tras el desarrollo de la libido y que le otorga un
balanceo perpetuo, un carácter atípico e imprevisible. El papel del
Psicoanálisis, en consecuencia, no debería ser cadaverizar a la mujer,
situándola en una posición definitiva e inmutable, coartando su rica vida
sexual mediante la represión, sino restablecer ese doble poder de goce y
remover los obstáculos que opone una moral social prejuiciada a su disfrute.
En Lacan, junto a su célebre
LA femme n’existe pas (con la A cruzada) -que
implica que la mujer como sujeto de gozo no existe, dado que no se inscribe en
el orden universal como el hombre, al no presentar excepciones a la ley de la
castración como aquél-, también aparece el reconocimiento de un goce distinto
entre los sexos carente de significante común, un plus de placer que comparten
algunos hombres y que permite desencasillar lo femenino y lo masculino,
construidos culturalmente como géneros, en las relaciones hombre y mujer. Y es
que, como acertadamente expresa Joël Dor, la identidad sexual se conquista al
finalizar un camino que tiene sus raíces en una cartografía imaginaria.
Con tales coordenadas -la
bisexualidad latente en la mujer y la posibilidad en ella de una más compleja
vida sexual-, y previa la crítica al monismo fálico de Freud y Lacan, que
condena a la mujer a una negatividad especular, el feminismo de la diferencia
y, en concreto, así lo hace H. Cixous, proclama como consecuencias la
multiplicación de la inscripción del deseo en el cuerpo y la necesidad de
establecer un universo erótico femenino sin angustias ni contradicciones, como
camino a la armonía entre los sexos.
También R. M. Rodríguez
Magda, (Femenino fin de siglo)
apuesta por la proliferación de géneros sin erradicar la diferencia de sexos y
por la búsqueda de múltiples identidades, entendidas como simulacros teatrales
intercambiables, en lo que resuenan lejanamente los ecos dionisíacos evocados
por Nietzsche. Pero no se trata de recuperar la fantasía asexuada de Ovidio en
el que se funden las dos mitades escindidas del ser humano, sino mejor recurrir
a la descripción del mito del andrógino en Platón y a todas sus virtualidades
interpretativas.
En el discurso del
comediógrafo Aristófanes en El banquete
(189ª-193d), se evoca la existencia de tres sexos originarios: masculino,
femenino y hermafrodita. Los machos nacieron del sol, las hembras de la tierra
y los hermafroditas de la luna. Poco a poco fueron engriéndose de su poder y
autosuficiencia, y por ello se atrevieron a desafiar al Olimpo. En castigo a su
hybris, Zeus les escindió en dos
mitades. Como antes su forma era redonda, quedaron entonces situados sus
órganos reproductores en la espalda, lo que les impedía mantener relaciones.
Apiadado, el dios varió la situación de sus genitales, colocándolos en la parte
delantera. Sin embargo, en lugar de explorar las posibilidades de su diversidad
y corregir cooperativamente la escisión impuesta por la divinidad, los hombres
se dedicaron a ensanchar la grieta comunicativa entre los sexos.
De esta historia de
apariencia jocosa, como no podía ser menos por el autor a la que se atribuye en
el texto, interesa sobre todo destacar la proximidad de los elementos y
consecuencias de este mito con el de la torre de Babel. En ambos casos, la
soberbia del hombre, que pretende sustituir a la deidad invadiendo sus
dominios, es duramente sancionada con la más absoluta incomunicación -entre los
sexos, entre todo tipo de personas de países diferentes-, y ello es una forma
intuitiva de representar, con imágenes arquetípicas, la dolorosa conciencia de
las limitaciones del ser humano aislado del prójimo y que el recto camino para
el progreso no es hacer valer una supuesta superioridad sobre los demás sino el
diálogo entre iguales, reconociendo al Otro, -a los miembros de otro sexo, a
los pertenecientes a otras etnias o naciones-, como necesario complemento y no
como rival. En definitiva, lo que se busca es despertar lo femenino y lo
masculino que hay simultáneamente en cada ser humano, no sólo en la mujer sino
también en el hombre. Es la metáfora soñada en el Orlando de V. Woolf y que también se esconde en el enigmático sfumato
de la sonrisa de la Gioconda, que tanta fascinación por ello provoca.
Cixous imagina una masculinidad futura incierta, poética, que acepta conscientemente su homosexualidad latente- entendida como categoría cultural y no sexual, en el marco del conjunto de las oposiciones binarias-, lo que dará lugar a una rica, fuerte y variada gama de valores, a una mayor flexibilidad en las relaciones humanas y a una superior capacidad de creación.
En el fondo, parece que la bizantina
disputa sobre el sexo de los ángeles no era más que un adelanto de estas
profecías. El ser humano perfecto, angélico, que supera un cuerpo dividido,
incompleto y carente, no se define en ninguna de sus dos mitades sexuadas sino
al trascender sus limitaciones unilaterales. Por otra parte, no estamos lejos
tampoco del viejo opus alchymicum, el retorno a la unidad originaria del
anthropos antes de la polarización de los contrarios, la coniunctio
oppositorum del animus y del anima, destruyendo su antagonismo
mediante la conciliación de los opuestos. Para Carl G. Jung (Psicología y alquimia), el psiquismo humano es dual, por lo que es preciso
aceptar conscientemente la sombra oculta, esa mitad oscura del ser que encierra
en la buhardilla del inconsciente todo aquello que se rechaza de la propia
personalidad por no ajustarse al ego ideal (los impulsos creadores, los
instintos no desarrollados, los deseos no reconocidos, las pasiones negativas
reprimidas -ira, agresividad, ambición, concupiscencia-, y también las
positivas). Sin embargo, como concluye Jung, la personalidad unificada, que
recobra con ese auto-reconocimiento su plenitud, no pierde el sentimiento
doloroso de su naturaleza dual, aunque es obvio que entonces la podrá
experimentar de manera más plenamente humana y creativa.
Una idea fundamental en
Cixous es advertir que la masculinidad, basada en la agresividad, la
competitividad, la represión de los sentimientos, tal como hasta ahora se viene
entendiendo, es también un constructo especulativo que supone en este fin de
siglo una carga alienante e insoportable para el hombre. La filosofía de la
alteridad que la autora concibe, conlleva en la práctica, generosamente, que no
sólo se libere de la opresión falocéntrica a su víctima tradicional sino, junto
con ella, a su verdugo, en un diálogo de respeto a la diferencia basado en un
lenguaje de comunes sentimientos y emociones. Esto permitiría la definitiva
superación de la división de géneros que, como venimos apuntando con
reiteración, es epistemológica y no ontológica, es decir, no posee carácter
esencial sino que consiste en una posición culturalmente mutable.
Como indica M. Rivière (0p.
Cit.), el nuevo milenio está dando lugar a una situación de pluralidad y
mestizaje que tiene trazas de poner fin a una barrera supuestamente inamovible,
la de la masculinidad machista, para dar paso a otra abierta.
Para Giulia Adinolfi también
es preferible, frente a la masculinización de la mujer, es decir, a la
generalización de la cultura de la competitividad, la alternativa de una común
liberación de la humanidad frente a la escisión mutiladora entre los sexos.
Hélène Cixous nos dice que
el otro puede ser nuestro amigo, por lo que la dialéctica del enemigo, -que con
demasiada frecuencia asoma en la reivindicativa literatura del feminismo de la
igualdad-, es perturbadora y equivocada. Por eso acierta R. Magda cuando busca
la constitución de un nuevo paradigma del entendimiento mutuo, que favorezca
unas relaciones intersubjetivas fundadas en el reconocimiento recíproco. Como
se ha dicho, la amistad no necesariamente comienza con la cooperación sino con
la sociabilidad, que consiste en ponerse en el lugar ajeno y valorar su
diferente situación
Ser mujer, hoy más que nunca, parece ser una mirada especial, curiosa, amable, cordial, aventurada, limpia y confiada hacia los demás, hacia el género humano y los individuos. Lo cual es contrario a esa locura, ¿masculina?, de ver en el otro un insalvable rival, un oponente, un enemigo. Es la mirada obligada en quien existe para dar la vida, del descubrimiento de lo común, del aprendizaje enriquecedor de la diferencia, del estímulo de la comunicación, del placer del encuentro, de la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Es el ir por la vida dando la mano y no dando lecciones (M. Rivière, Op.Cit.)
Por ello, parece que es
tiempo ya de sustituir el “contrato sexual” (Carol Pateman), que viene rigiendo
en las relaciones hombre-mujer, a la manera feudal, el intercambio entre
protección y obediencia, por otro nuevo contrato que acepte la capacidad
pactista de la mujer en verdadera igualdad fáctica de condiciones y como pleno
sujeto de derechos y obligaciones. Resulta evidente que ese nuevo contrato
social fraternal no es más que un mero artificio teórico sin posibilidades de
materialización como tal pero, en cualquier caso, es una imagen productiva de
las posibilidades de un pacto tácito de solidaridad y diálogo entre los sexos
que garantice un nuevo status a ambas partes suscribientes. La propia Rivière,
de una manera más concreta, apela a la necesidad de garantizar el reparto
equitativo de las responsabilidades familiares y extrafamiliares, públicas y
privadas, entre hombre y mujer, para articular una nueva imagen del mundo que
desplace los presupuestos exclusivamente masculinos de la anterior.
Es claro que con todo esto
hablamos de un nuevo modelo de futuro al que sólo es posible un acercamiento
metafórico, y en este sentido debe entenderse también La risa de la Medusa cixousiana.
La risa es una emoción
específicamente humana y por ello tiene unas particularidades muy singulares.
Para H. Bergson (La risa) es signo de
la toma de conciencia de sí y de la liberación de la propia fuerza. Quizá por
tal motivo, Kant consideraba la risa como masculina y los llantos como
característicamente femeninos. Y por lo mismo, Cixous nos dice que las mujeres
han llorado mucho pero, una vez que las lágrimas se han derramado, no tendrá
fin la risa en su lugar. La risa que rompe, desborda con un humor que nadie
esperaría encontrar en las mujeres y que es seguramente su gran fuerza. La risa
es subversiva, capaz de borrar las antiguas diferencias y crear otras nuevas
inestables. Nuevamente M. Rivière tiene palabras muy expresivas sobre el tema:
Estamos atrapados en una catástrofe terrorífica de la que sólo podremos
salir si nos reímos a carcajadas, si logramos desmitificar el terror...
Sospecho que se impone un reciclaje urgente de toda la humanidad en el que el
ingrediente más importante será el sentido del humor. La risa, la sonrisa, la
ironía es lo que va a conseguir unirnos. Hombres y mujeres que se ríen juntos:
¿No es ése un magnífico futuro de los seres humanos?
También Bergson de una
manera poética, pues no hay otra posible para aproximarnos a la cuestión, nos
dice que:
Igual que la espuma nace la risa.
Acusa en lo externo de la vida social las revoluciones superficiales. Dibuja
por un momento la movilidad de esas sacudidas. Ella es también una espuma a
base de sal. Es alegría. Pero el filósofo que la recoge para saborearla
encontrará algunas veces, por una exigua cantidad de materia, una cierta dosis
de amargura.
Es el poso de una herencia
milenaria indeseable, pero también de la imposibilidad de echar todavía las
campanas al vuelo. No se trata sólo de que únicamente en ese reloj acelerado
que es nuestro mundo occidental aparezcan visos de una emancipación efectiva
del hombre y la mujer, sino que incluso en el mismo esas alegres esperanzas se
frustran cotidianamente por el analfabetismo
emocional del varón. Así nos lo hacen saber de manera constante los medios
de comunicación.
Pero lo que importa destacar
es el significado profundo de la visibilidad actual del fenómeno de la
violencia doméstica en nuestra sociedad. No es que aquélla antes no existiera,
todo lo contrario. Lo que sucede es que se consideraba un derecho del hombre
mientras que ahora, con el cambio de mentalidad, aparece como un fenómeno
verdaderamente intolerable que provoca una fuerte repulsa social y que está
dando lugar a cambios legislativos que pretenden erradicar la secular resignación
como única respuesta frente a esas conductas.
En un interesante simposio
sobre la protección de las víctimas de los malos tratos y la violencia en el
ámbito familiar, algunas de las conclusiones han sido las siguientes:
1. El
maltrato familiar, como exteriorización de una situación de dominación del
hombre contra la mujer que atenta contra valores constitucionales tales como la
libertad y dignidad, es un hecho que trasciende de la intimidad del núcleo
familiar en que se produce y debe ser abordado como un problema que concierne a
la sociedad. Desde esta perspectiva debe orientarse la actuación de todos los
operadores jurídicos y sociales.
2. La
política de prevención de cara al maltratador debe venir dictada:
a) Por la
superación de los disvalores androcéntricos imperantes en la sociedad
generadores de la impunidad que hoy siente el maltratador.
b) Por la
aplicación de la Ley Penal, que debe ser tan respetuosa con los derechos y
garantías del Derecho Penal como firme en su sanción, y
c) Por
actuaciones a favor de la víctima dirigidas a la recuperación de su autoestima
y dignidad, facilitando su repersonalización, y a tal fin deben emplearse
cuantos medios sean precisos (…)
4. Es preciso fomentar políticas de educación en valores -en todos los
ámbitos y niveles- que reiteren el rechazo social de asumir como “normal” la
violencia familiar.
Todo ello es un síntoma de
la publificación de lo privado en las relaciones entre sexos que auspicia
Victoria Camps, pues las relaciones entre hombres y mujeres son políticas, en
cuanto ponen en juego mecanismos de poder y dominación, y es también el signo
indudable de la crisis final del estereotipo sexual machista, y el signo de la
exigencia de una comunicación libre y tolerante entre hombre y mujeres.
Por último, en el tema de la
bisexualidad latente y para dar paso a otra clave de interpretación de la
polisémica metáfora medusea, es necesario traer a colación algunas intuiciones
originales que conectan de manera directa con el proyecto de H. Cixous. Georg
Simmel (Cultura femenina) constataba
el hecho evidente de la escasez de genios femeninos, pese a lo cual una manera
de ser femenina, con su unidad apriorística entre vida e idea, parecía ser la
característica identificadora de toda mente creadora.
También para Coleridge las
grandes mentes son andróginas. Esta es una reflexión que explicitaba Lou
Andreas Salomé (El ser humano como mujer, 1899), indicando
que su menor diferenciación, al no ser en ella la sexualidad un impulso aislado
y regionalizado como en el hombre sino una manifestación total en su
personalidad, hace que su capacidad creadora y para asumir las contradicciones
de la vida sea superior. De esa forma, las características femeninas
descubiertas en los artistas varones vendrían dadas por la relajación del control
de sus capacidades, por una mayor sensibilidad y por la apertura a la
influencia de ideas oscuras, del mismo modo que la mujer crea desde la
experiencia de su vida íntima.
Para Virginia Woolf esa
androginia creadora supone una fertilización de la mente que permite aprovechar
mejor al/la artista el conjunto de sus facultades:
Cuando escriben, no son hombres, no son mujeres. Se dirigen a esa amplia
zona del alma que carece de sexo, no excitan pasiones, ensalzan, mejoran,
instruyen, y los hombres y las mujeres pueden beneficiarse igualmente con sus
páginas, sin entregarse a las locuras del afecto o a la furia del partidismo (Una
habitación propia).
IV.- LA MEDUSA ESCRITORA
Nisaba, la mujer radiante de gozo, la verdadera mujer escriba, la señora de todo conocimiento, ha guiado tus dedos sobre la arcilla, ha embellecido la escritura de las tablas, ha convertido tu mano en resplandeciente con estilo de oro.
(Himno sumerio al rey Lipit-Ishtar,
Otra lectura interesante del mito de Medusa pone de relieve las particulares relaciones de la mujer con la escritura. Sin duda se atribuye la creación del alfabeto a bien conocidos semidioses de la tradición de Oriente Próximo (Cadmo, Orfeo, Palamedes, Teuth o Toth), pero también en las mismas culturas la mujer es su cofundadora: Reitía, Carmente, Minerva, Yambé en los mitos de Eleusis, Isis, Safo…, lo que dignificaba su papel de civilizadora frente a la barbarie.
Robert Graves analiza los
misterios del culto a la gran Diosa Blanca omnipresente en la cuenca
mediterránea. En Argos se la representaba como una triple divinidad de la que
las gorgonas (literalmente, labradoras
en griego) eran sus sacerdotisas. Ocultaban sus rostros con máscaras de ceño
fruncido, ojos deslumbrantes y lengua salida, profiriendo sonidos sibilantes
como los de las serpientes para asustar a los extraños. Tenían facultades de
interpretación de los augurios según el vuelo de las grullas (las Grayas del
mito) y conservaban celosamente los secretos del alfabeto, cuyo poder mágico-
capaz de superar la temporalidad inmediata de la voz-, no debía ser divulgado.
La invasión aquea de Caria
(próspera colonia argiva en Libia, de la que era reina la bella Medusa de
cabellos de oro, decapitada por Perseo tras su victoria), coincide históricamente
con un proceso paulatino de sustitución de los cultos matriarcales, que hasta
entonces habían convivido en plano de igualdad con los del panteón masculino.
Gerda Lerner (op. cit.) afirma
que uno de los presupuestos históricos concurrentes a la creación del
patriarcado y, al mismo tiempo, de los Estados arcaicos en el Mediterráneo, fue
la suplantación de esos cultos femeninos de la fertilidad, gobernados por
sacerdotisas y videntes, por los de un dios único y dominante, no sujeto a
ciclos inestables y al que sólo tendría acceso la mujer por intermediación del
varón. Singularmente en el monoteísmo judeocristiano, la alianza se establece
entre Dios y el hombre: María no es diosa sino intercesora. Como ella, la mujer
solo se enaltece ante la divinidad en tanto madre. Y esta devaluación simbólica
de las relaciones de la mujer con la deidad deviene metáfora de la civilización
occidental, reforzada con la concepción aristotélica de aquélla como hombre
incompleto.
Pero lo que en definitiva se
pretende poner de relieve aquí es que, para fundamentar la autonomía masculina,
se hizo necesario excluir a la mujer de la espiritualidad y de la creación
artística, particularmente de la literatura, por el poder de perpetuación de la
memoria por medio de la escritura. Solo el hombre será por sí solo creador,
productor; la mujer, meramente reproductora.
Se sientan las bases de una tradición cultural de la que la mujer,
copartícipe en el origen, será por completo apartada. Una mujer artista
aparecerá entonces como una contradictio in terminis: al devenir objeto
que encarna la idea de Belleza, solo puede ser fuente de inspiración para el
artista varón y nunca, a su vez, creadora.
El único ámbito que le
quedaba reservado era el de las artes reproductivas: la interpretación musical,
la danza o la escena, y aún aquí es de notar que, hasta el siglo XVIII, tenía
impedida la representación de su propio papel de mujer en el teatro, gran
símbolo del mundo. Unos prejuicios sociales bien arraigados, que ridiculizaban
a la mujer compositora, pintora o escritora, y la consecuente carencia de unas
raíces artísticas que le pudieran servir como norte, han determinado que, hasta
el siglo XIX, existan solo contadísimas creadoras y, aún así, sin una
proyección universal.
Tras el Romanticismo, con su
directa inspiración en la Naturaleza, que se consideraba tan próxima al ser
femenino, y la lucha contra los convencionalismos sociales, se abrió una tímida
vía de escape a tal alienación. En la novelística del siglo XIX ésta se
manifiesta en personajes de fuerza demoníaca, que son la dramatización del
impulso rebelde que desgarraba a las autoras entre su orgullo de crear y la
necesidad de amoldarse a pautas convencionales de comportamiento. Frente a la
loca encerrada en el desván de la inconsciencia que escapa por las noches
(Susan Gubar y Sandra Gilbert) y de la que se encuentra un paradigmático
ejemplo en Jane Eyre, pero también en nuestra literatura del siglo XX (La
casa de Bernarda Alba), el ángel de la casa aparece como la encarnación de
toda suerte de virtudes domésticas: modestia, gracia, pureza, delicadeza,
urbanidad…
Por otra parte, la escritura
femenina quedaba reducida a meros ejercicios privados o menores (poesía lírica,
cuentos infantiles, epístolas, diarios, autobiografías...), con un marcado
sello subjetivo, de autojustificación de la vocación literaria, de
interrogación sobre la identidad femenina, de búsqueda de precursoras o de
revisión de los arquetipos femeninos de la mitología bíblica o clásica. El
estilo aparece como delicado, eufemístico, fragmentario… y los temas,
reiterativos, son la amistad, el amor y la maternidad, propios del espacio de
confinamiento social de la escritora.
La comunidad de conflictos
personales, vivencias y situaciones culturales explica un cierto aire de familia
entre las obras femeninas del siglo XIX, pero no demuestra que exista una
literatura de tal género. Virginia Woolf (Una habitación propia, 1.929) preconizó
por ello la necesidad de una frase más elástica para lograr la plena expresión
de la singular conciencia femenina y de la experiencia del cuerpo, así como de
disponer de tiempo libre y un espacio propios -los a priori Kantianos de la sensibilidad, que históricamente han sido
negados a la mujer-, y una independencia económica frente al varón. Con tales presupuestos,
vaticinaba una auténtica revolución literaria. Pese a destacables avances y
ejemplos, casi un siglo después la literatura femenina sigue siendo minoritaria
en número y calidad. Faltan todavía figuras señeras en una proporción
relevante, aunque es cierto que el canon literario no incluye a las existentes
porque está masculinamente sesgado. Sin una enseñanza de las autoras en la
escuela será difícil, como muestra el ejemplo del deporte, crear una sólida
tradición de escritoras.
La mujer es todavía más
lectora-pasiva que escritora- activa. Lo viril sigue apareciendo como norma
frente a lo femenino, subjetivo, vago, débil y la causa de ello es el sistema
de valores patriarcales. A pesar de todo, la llamada écriture féminine se
ha constituida en la filosofía pos-estructuralista como la verdadera piedra
angular de la revolución contra el falogocentrismo. Derrida (Choreographies)
afirma que la deconstrucción de la oposición binaria habla-escritura es un
gesto femenino (recordemos que no necesariamente de mujer), que permite liberar
múltiples voces sexuales en un texto plural, cuya diseminación genera
diferencias y significados. Rastreando en los anaqueles de la farmacia de
Platón encuentra una escritura (graphé), hija bastarda que amenaza la
presencia del padre Logos, cuyo privilegio como habla (phoné) ha
dominado todo el panorama occidental. La escritura, que es silencio, olvido del
origen y apariencia del saber (E. Lledó), es también repetición, ausencia,
pérdida, distancia, ambigüedad, muerte. Como la propia mujer, remite a una
alteridad radical.
Cixous también apuesta por
la missexualité, la proliferación de sexos y signos, el texto enigma
como feminidad que permite fundar ámbitos de puissance y jouissance, de
poder y de éxtasis liberador de la voz de la madre, del aliento original
anterior a la ley, la clave del reino
Otro fuera del tiempo y anterior a los nombres -al nombre del Padre-, que
constituye el Imaginario lacaniano. Entre el conjunto de oposiciones
logocéntricas, también sitúa la existente entre la palabra y la escritura, pero
en Cixous tal oposición se encuentra
mitigada, en tanto que no considera que la escritura se encuentre residenciada,
natural e históricamente, en los dominios de lo femenino -¿cómo explicar
entonces su prolongada ausencia a lo largo de los siglos, nos preguntamos con
Celia Amorós?-. Así dice que hoy la escritura es de las mujeres, mejor, de la
economía femenina en cualquiera de los sexos, en tanto acepten la bisexualidad
latente. Cristaliza en una ultrasubjetividad abierta, en una expresión corporal
no culpable, en la liberación del dolor, del sueño callado, de la alteridad
silenciosa, de la expropiación de sí. La escritura del cuerpo tiene una
finalidad salvadora para la mujer, al inaugurar un espacio nuevo para su discurso,
en el que las fuerzas reprimidas podrán subvertir las barreras de clases, las
reglas y códigos de individuación que separan a un sexo de otro, para regresar
a un momento anterior al tiempo que se abre a lo desconocido, con una
diseminación de los significados que permita la máxima proximidad al Otro para
su reconocimiento.
Además de su dimensión
gnoseológica, debe destacarse así el papel ontológico e incluso ético de la
escritura. A través de ella la mujer, hasta ahora enferma de secretos, dará rienda
suelta dionisíacamente a la alegría, el humor, la ternura del cuerpo,
reconociéndose como ser presente y diferente, con una cultura y placeres
específicos y al mismo tiempo cercana al Otro. El descubrimiento de un espacio
intermedio, entredeux, permitirá destruir los principios de una relación
sexual jerárquica imbricada profundamente en el lenguaje logocéntrico.
La exploración de estas
posibilidades revolucionarias de la escritura femenina se presenta así con una
utilidad bifronte: por un lado, la deconstrución genealógica de las raíces del
patriarcado; por otro, la configuración de un nuevo esquema de interrelaciones
genéricas que evite la reproducción perenne de la dialéctica hegeliana del amo
y del esclavo. Esta posición se acerca a los puntos de vista de otros autores.
Foucault denuncia la opresión de la mirada panóptica social, del gran ojo
patriarcal que ha privado a la mujer de su auto-representación, encarcelándola
en un laberinto de imágenes ajenas.
Un paso más allá, Luce
Irigaray (Speculum, 1.974) también
defiende la escritura femenina basada en trazos pulsionales, en emociones y
representaciones elementales y lábiles del inconsciente, la cual genera una
pluralidad de significados en movimiento que escapan al tiempo, frente al
discurso racional ordenado, especular y falogocéntrico. Ante la alternativa
viciosa entre ser un hombre castrado e ininteligible o explorar su propio
silencio, postula soslayar la oposición masculino-femenino tematizando las
interconexiones y abriendo la expresión de la diferencia mediante una lengua
exclusiva de la mujer, y con el reencuentro de la propia genealogía que
denuncie el asesinato primordial de la madre. Se trata, en definitiva, de
construir una genealogía, una óptica y una topografía femeninas y de defender
un modelo alternativo de identidad.
En Julia Kristeva, para
quien tampoco existe una identidad sexual fija sino de grado, la mujer se
convierte en sede natural de la marginalidad, la disidencia y la re-vuelta
mediante el uso de una expresión oracular -ajustada a los ritmos del cuerpo y
del subconsciente-, capaz de transformar el orden simbólico, y que cuestiona
los límites del ser y del lenguaje, merced a una arqueología de la artificial
unidad del sujeto, retornando al lugar en el que éste queda disuelto. Es la chora semiótica, de resonancias
platónicas, el lugar de inscripción de las formas, la matriz, nodriza o
receptáculo materno previo a la diferencia sexual y carente de sujeto. Sin
embargo, esta autora no reconoce la existencia de una escritura femenina sino
unos elementos temáticos y estilísticos comunes, a diferencia de Cixous, quien
afirma la posibilidad de tal écriture
pero admitiendo la escasez de textos femeninos por la ausencia todavía de una
experiencia plena del cuerpo.
Aunque su teorización es muy
similar a la de Derrida, -su alter ego-, y a la de Irigaray y Kristeva, en el
marco del feminismo de la diferencia, Cixous añade un plus a sus aportaciones,
como es ejemplificar gráficamente el estilo femenino, que describe con una
prosa poética bella y sugerente, la cual extrae su venero del inconsciente para
intentar superar los corsés de la corrección gramatical y de las atribuciones
normativas de género, situándose en la imprecisa frontera entre la crítica
literaria, el ensayo, la ficción y la poesía y, hasta en los años ochenta, el
teatro, escenario privilegiado de la interacción tridimensional de las voces.
Sus textos están plagados de recursos retóricos: neologismos, juegos de
palabras, metáforas, elipsis, rupturas
semánticas y sintácticas, en guerra
declarada a la lógica de la identidad, siempre a la búsqueda de lo indecible.
Tocar el corazón de las rosas es la manera-mujer de trabajar; tocar el
corazón vivo de las cosas, sentirse conmovida: ir a vivir en lo más cerca,
dirigirse a la región del tacto…
Mi corazón es partidario de una voz tallada en la oscuridad brillante, de
una proximidad infinitamente tierna y reservada
Escribir: rozar el misterio,
delicadamente, con la punta de las palabras.
Como sostiene Derrida, la
mujer es portadora privilegiada de la utopía. En este caso, la de la
creatividad femenina en una sociedad no opresora. Pero junto con el motor de
revolución que toda utopía representa, también señala un vacío, una ausencia
actual, y es que la escritura de mujeres hoy no se ajusta mayoritariamente al
modelo literario cixousiano, que mejor define entonces una posible trayectoria
de futuro de la que ahora solo parece ser portavoz la escritora de origen
ucraniano Clarice Lispector.
Por otro lado, existe una evidente contradicción entre ese llamamiento general a escribirse -se ha hablado de un nuevo imperativo categórico: escribir como mujer-, y la necesidad de un don de lenguaje para la escritura, que Cixous reconoce. Por tanto, sus efectos taumatúrgicos se reducirían a una/os pocas/os privilegiada/os. ¿Es eficaz para las restantes mujeres la lectura femenina? Cixous no se ocupa de ello en sus textos. Por el contrario, Colin Sarrante, desde el ámbito del noveau roman, defiende con mayor realismo la exploración de las relaciones cuerpo-lenguaje en el espacio indeterminado entre los sexos pero con un cambio de las pautas de lectura.
Por otro lado, existe una evidente contradicción entre ese llamamiento general a escribirse -se ha hablado de un nuevo imperativo categórico: escribir como mujer-, y la necesidad de un don de lenguaje para la escritura, que Cixous reconoce. Por tanto, sus efectos taumatúrgicos se reducirían a una/os pocas/os privilegiada/os. ¿Es eficaz para las restantes mujeres la lectura femenina? Cixous no se ocupa de ello en sus textos. Por el contrario, Colin Sarrante, desde el ámbito del noveau roman, defiende con mayor realismo la exploración de las relaciones cuerpo-lenguaje en el espacio indeterminado entre los sexos pero con un cambio de las pautas de lectura.
También, como hace Toril
Moi, cabe cuestionarse la necesidad de denominar femenino y no simplemente
pulsional, con independencia del sexo del autor, a este nuevo estilo literario,
máxime cuando realmente es tan difícil reconocer un texto como característico
de la mujer escritora, como establecer los rasgos prístinos y auténticos de la
esencia femenina. Tampoco esa escritura que explora otras subjetividades y discute
la lógica racional es radicalmente nueva, pues ya se ha postulado desde ámbitos
no estrictamente feministas. En Paul de Man (Alegorías de la lectura) se apunta al texto literalmente ilegible,
basado en afirmaciones que se excluyen mutuamente y que obligan a elegir al
lector al mismo tiempo que destruyen los fundamentos de su elección.
De manera semejante, Octavio
Paz (El mono gramático) mantiene que
la escritura es la búsqueda de un sentido que ella misma expele. Al final, el
sentido se disipa y revela una realidad insensata. La escritura así presenta un
doble movimiento: camino hacia el sentido-pérdida del sentido. La escritura es
también cuerpo, totalidad plenaria, río metamorfosis en continua división y
flujo de visiones. Es un cuerpo descuartizado cuyos pedazos se esparcen, se
diseminan, esto es, el lugar de desaparición del cuerpo. La reconciliación con
el cuerpo mediante la escritura culmina, pues, en su anulación. A su vez, el
camino de la escritura poética se resuelve en la abolición de la escritura: al
final nos enfrenta a una realidad indecible. La realidad que revela la poesía y
que aparece detrás del lenguaje... es literalmente insoportable y
enloquecedora. La poesía es la percepción necesariamente momentánea (no
resistiríamos más) del mundo sin medida que un día abandonamos y al que
volvemos al morir.
El placer
del texto de Roland Barthes es igualmente la abolición de las barreras, de las
exclusiones, desembarazándose del viejo espectro de las contradicciones lógicas
en una mezcla de la totalidad de los lenguajes, aún los incompatibles, frente
al uso canónico de la lengua que la conduce a la muerte. Contra la lectura de
placer convencional, el texto de goce busca fisuras culturales para ahondar en
su desgarramiento, provocando un estado de pérdida y desacomodo, la vacilación
de los fundamentos históricos, culturales y psicológicos del lector, con una
expresión indecible que siempre causa escándalo: la estereofonía de la carne
profunda, la articulación del cuerpo, de la lengua; no la del sentido, la del
lenguaje.
Maurice Blanchot (La bestia de Lascaux) se pregunta
igualmente cómo hablar de lo inefable. Su respuesta es volver antes del Logos.
La bestia innombrable es la palabra poética, el silencio de lo no dicho que da
sentido a lo sagrado. El lenguaje irrazonable (de-raisonnable) es la experiencia de pérdida de la razón, que
remite a la dimensión inicial.
Del conjunto de estas
afirmaciones, tan cercanas entre sí y con las de Hélène Cixous, temática y
estilísticamente, destacaría dos grandes cuestiones. Una primera es la
constante referencia al cuerpo frente al sujeto racional. Durante el siglo XX,
ha sido permanente la reflexión acerca del conflicto del cuerpo con el entorno
y consigo mismo, con el fin de despertar su existencia problemática de la
asfixia de un yo cartesiano descarnado y carente de emociones y necesidades
vitales. Para Foucault (Microfísica del
poder), el cuerpo es lugar de resistencia, espacio de libertad forjado en
la lucha pasiva contra la dominación.
Ese cuerpo sonámbulo y desasosegado
para ambos sexos, lo es más aún en la mujer. A pesar de que los códigos de
esbeltez y salud actuales le permitirían el control y la emancipación del
propio cuerpo, también la hacen víctima de un negocio de mercadotecnia de
proporciones mayúsculas, que mercantiliza sus posibles valores auténticos con
ideales superficiales de juventud y belleza eternos, que cambian a golpe de
simples campañas publicitarias por el interés económico de las multinacionales.
La imagen especular de la mujer que proyecta la publicidad, además de
constituir la mayoría de las veces un directo ataque a su dignidad como
persona, sigue encadenándola a una alienación, como objeto sexual de la mirada
ajena, difícilmente superable. El cuerpo entonces no es una reserva natural de valores
incontaminados, pues no es ajeno, en su forma de experimentarlo, a las
elaboraciones culturales de género.
Por otra parte resulta
discutible el desplazamiento unilateral del ser hacia el cuerpo, su
hipertrofia, que acaba convirtiéndose contradictoriamente en un nuevo
constructo metafísico, con olvido del sujeto, del yo, del espíritu,
precisamente cuando de lo que se trata es de recusar las oposiciones binarias
que minan el pensamiento occidental.
Ante la muerte contemporánea del sujeto, cabrían dos posibilidades según Seyla Benahib. Una débil, que consiste en mantenerlo pero depurándolo de sus excesos megalómanos; otra, fuerte, prescindir de él por completo. Pero, como con sensatez recuerda Celia Amorós (Tiempo de feminismo), la categoría de sujeto sigue siendo necesaria para la reinterpretación de las relaciones del yo con el cuerpo, no pudiéndose dar por completo la espalda a la herencia racional del proyecto ilustrado. La posmodernidad, que se inauguró en la década de los sesenta proclamando la definitiva defunción del Sujeto, la Razón, la Historia, la Metafísica y la Totalidad, tiene cabida aún para una razón con minúsculas abierta a la autocrítica, a una finalidad práctica y a la responsabilidad ética, pero también al mestizaje con otras facultades intelectivas del hombre. Y es en este punto en el que quiero residenciar lo que considero la aportación doctrinal más interesante de Hélène Cixous.
Ante la muerte contemporánea del sujeto, cabrían dos posibilidades según Seyla Benahib. Una débil, que consiste en mantenerlo pero depurándolo de sus excesos megalómanos; otra, fuerte, prescindir de él por completo. Pero, como con sensatez recuerda Celia Amorós (Tiempo de feminismo), la categoría de sujeto sigue siendo necesaria para la reinterpretación de las relaciones del yo con el cuerpo, no pudiéndose dar por completo la espalda a la herencia racional del proyecto ilustrado. La posmodernidad, que se inauguró en la década de los sesenta proclamando la definitiva defunción del Sujeto, la Razón, la Historia, la Metafísica y la Totalidad, tiene cabida aún para una razón con minúsculas abierta a la autocrítica, a una finalidad práctica y a la responsabilidad ética, pero también al mestizaje con otras facultades intelectivas del hombre. Y es en este punto en el que quiero residenciar lo que considero la aportación doctrinal más interesante de Hélène Cixous.
Poetry with philosophy: I must say for me is the most difficult, responde a
Mireille Calle-Gruber en Rootprints.
La filosofía puede y debe
abrirse al difícil reto de volver a sus raíces poéticas, renovando con savia a
la vez nueva y vieja sus conceptos. Es posible la exploración y reelaboración
del mythos sin caer en el
irracionalismo, la aceptación explícita de las posibilidades heurísticas y
epistemológicas de la metáfora. De hecho, literatura y filosofía han ido de la
mano en algunos puntales del pensamiento europeo: Platón, San Agustín,
Montaigne, Rousseau o Nietzsche. Y es que el arte tiene un natural don para
iluminar las cualidades subjetivas y temporales del ser, incluso para escapar a
su fuerza invencible y a las trampas de su lógica porque, como ya advirtiera
Platón, la poesía también tiene el poder de la mentira. Pero hasta ahora los
filósofos, que han admirado de reojo esa facultad casi mágica de la literatura
y han aprovechado incluso sus ejemplos para apoyar sus tesis, le han negado
todo estatus cognoscitivo. Ya Unamuno (El
sentimiento trágico de la vida) aludía a la estrecha hermandad de sangre
entre filosofía y literatura, perspectivas distintas de una misma actividad, y
encontraba en la literaturización de la filosofía el medio de esquivar la
rigidez de su esprit de geometrie.
Y resulta especialmente
llamativo que en la filosofía española, que con tan gran dificultad ha merecido
el título de tal o precisamente por ello, podamos encontrar las claves de una
lectura ultra-filosófica del nuevo ser y estar en el mundo.
Para Antonio Machado, el pensamiento lógico es homogeneizador. La poesía, en cambio, se vuelca hacia la heterogeneidad con una conciencia integral que abarca al prójimo. En la lógica poética, el pensamiento fluye al ritmo de la intuición, en una dialéctica peculiar fuera de negaciones y contrarios artificialmente creados por la mente sin respaldo en la realidad.
Para Antonio Machado, el pensamiento lógico es homogeneizador. La poesía, en cambio, se vuelca hacia la heterogeneidad con una conciencia integral que abarca al prójimo. En la lógica poética, el pensamiento fluye al ritmo de la intuición, en una dialéctica peculiar fuera de negaciones y contrarios artificialmente creados por la mente sin respaldo en la realidad.
En Xavier Zubiri, la razón
retórica prima sobre la razón sin sensibilidad que evidencia los límites de una
filosofía solo basada en el concepto. Y sobre todo María Zambrano (Filosofía y Poesía) descubre que en la
poesía el logos se traiciona a sí
mismo porque actúa como palabra pero no como razón. Su lucidez deshace la
historia hacia el ensueño primitivo y original de lo indiferenciado, donde no
existe ninguna culpable distinción, paraíso del que el hombre ha sido arrojado.
La poesía ve lo que separan las cosas, la unidad fragmentaria e inconexa que en
realidad subyace a nuestra visión de los seres vivos e inanimados. Como
pensamiento de la totalidad, como experiencia íntegra que incluye lo excluido,
es saber de salvación y de enigmas, de lo extraño y lo otro que la razón tiende
a anular, de la pluralidad, la dispersión, la confusión, la pasión, el tiempo,
lo trágico, lo sagrado, la verdad, las tinieblas originarias del ser, recintos
todos ellos de la poesía y el mito. Su vía de expresión es la metáfora,
sentimiento originario y matriz histórica de todo pensar. Pero María Zambrano
no trata de sustituir la razón por otro pensamiento distinto sino
transformarla, mejorándola para penetrar en el logos sumergido mediante la
razón vital y poética, que es oblicua, múltiple y polisémica, capaz de captar
la riqueza en movimiento de la realidad mediante el oxímoron -la paradoja o
antítesis-, frente a la gravedad del concepto.
Para Chantal Maillard, a la
razón poética zambraniana sólo le falta, para ser genuinamente posmoderna, la
apertura a lo efímero, lo trivial, lo cotidiano, lo lúdico, la ironía, la risa
que, como en Cixous, legitiman la diferencia. Todo ello obligará a un nuevo
entrenamiento de la mirada para captar el juego de luces y sombras que revelan,
con voz callada, los puntos de sutura del universo donde dos o más trayectorias
coinciden (Ch. Maillard).
Para finalizar esta rápida
lectura de las anticipaciones de nuestros autores a los principios
programáticos de la posmodernidad, aún
puede traerse a colación el pensamiento místico del Barroco, con su vuelo
intuitivo sin intermediarios conceptuales a la busca de experiencias inefables,
esotéricas, mediante la confusión de la conciencia, la pérdida del yo, el
simbolismo de la noche oscura del alma, que alumbran un nuevo uso de la razón
más complejo y delicado, consciente de su relatividad. Sin duda Cixous conoce
esa virtualidad, pues cita a Santa Teresa en su obra.
Aún cabría plantearse que
esa razón poética aparece como la panacea de todos los problemas filosóficos
actuales, pero no se explica suficientemente cómo ponerla en práctica con una
eficacia epistémica y no solo retórica o estética. Y aquí de nuevo debemos
remitirnos a la metáfora, a su aptitud para provocar una proliferación de
significados. Metaforizar es descubrir y dar nombre a cosas nuevas o
desconocidas mediante la transformación de significados ya agotados. Metapherein es dar a luz lo escondido
mediante la acción inventiva del ingenio y la fantasía. Se trata de asociar a
un tema en discusión las implicaciones derivadas de otro secundario, que
permiten seleccionar, enfatizar, suprimir y organizar las características de
aquél. Mediante la interacción de dos o más elementos así relacionados, se
consigue un cambio de sentido y de percepción que facilitan comprender el
objeto de estudio (Fernández Buey: “La ilusión del método”).
En Derrida también la
práctica metafórica actúa contra la seriedad del concepto, dando paso a una
verdad transversal, a la sugerencia, la insinuación. Especial utilidad presenta
cuando se trata de generar nuevas imágenes que todavía carecen de nombre. Así
ocurre, por ejemplo, con la risa de la medusa, esas visiones que chocan entre
sí y que de esa manera revelan lo caduco de una memoria colectiva misógina y la
necesidad de revisar profundamente nuestras concepciones de la relación entre
los sexos.
V- ALGUNAS CONCLUSIONES
Hemos visto cómo es posible
partir de la obra de Hélène Cixous para alcanzar revolucionarias y fructíferas
ideas.
En primer lugar ha de
recordarse, como lo hace Derrida, que la deconstrucción es, más que un simple
procedimiento discursivo, una radical toma de posición práctica para efectuar
el análisis, frente a las estructuras políticas e institucionales que
posibilitan y gobiernan nuestras acciones. De esa manera, el análisis
deconstructivo que realiza Cixous de los pilares ideológicos del patriarcado no
tiene sentido solo como una interpretación de su significado. Es imprescindible
enfocar ese discurso crítico con una finalidad fundamentalmente política,
entendida como praxis reformadora de las desigualdades, por modestas, lentas o
silenciosas que sean las vías de acción que propone.
Un instrumento esencial en
el uso del método deconstructivo por la autora es la puesta en cuestión del
principio de identidad, tan caro a la Lógica y a la Metafísica tradicionales.
En Derrida y Cixous, la identidad tiene inscrita, como condición de
posibilidad, su propia alteridad, de manera que A es no A y A, a la vez, sin
contradicción. Concretamente, lo femenino-entendido como aceptación de esos
conflictos internos en todo ser humano, derivados de una bisexualidad psíquica
de origen-, es un lugar privilegiado para vivir la alteridad, como espacio de
ruptura de las jerarquías patriarcales que ponen coto a un desarrollo armónico
entre los seres humanos y, en particular, entre hombre y mujeres.
Indudablemente existen unas
grandes revoluciones denominadas convencionalmente como copernicanas, por
introducir rupturas irreversibles con las cosmovisiones preexistentes, algunas
identificables con unas figuras señeras,- la del propio Copérnico, al desplazar
la tierra del centro del sistema solar, y cuyas implicaciones fueron consumadas
y rectificadas sucesivamente por Newton y Einstein; la de Darwin, al ubicar al
hombre como una especie más en el proceso de la evolución; y la de Freud, al
desvelar al yo consciente como una mínima parte en el conjunto de la psique.
Pero junto a ellas existen otras tan transcendentes como las anteriores para la
historia del pensamiento. Además de la revolución industrial, la derogación del
Antiguo Régimen y el inicio de la era cibernética, una es la crisis de la Razón
tras la Segunda Guerra Mundial; otra, la crítica del patriarcado, es un proceso
todavía poco proclamado y no agotado en su desarrollo, que se inició en las
mismas fechas que el anterior y desde los mismos principios doctrinales.
Actualmente todavía se encuentra en una primera fase de denuncia y de revisión
puntual de los esquemas socioeconómicos preexistentes, pero lo que interesa
destacar es su virtualidad para una íntegra relectura crítica de la Historia de
la Filosofía desde sus planteamientos deconstructivos y, lo más importante,
para la puesta en marcha de un proceso de cambio generalizado que, por
paulatina y localizadamente que pueda estar hoy actuando, se presenta como un
fenómeno inexorable, porque se encuentra motivado por la inviabilidad actual de
los presupuestos históricos de la dominación masculina. En este sentido una
esencial tarea de zapa es, como primera providencia, la denuncia de toda
agresión injustificada entre los sexos y de ahí la trascendencia de la
“visibilidad” mediática de estos hechos y de una firme toma de postura contra
los mismos por parte de la sociedad, inclusive desde los poderes públicos.
Una vez introducido como postulado que la polémica sobre la supuesta esencia femenina, ahistórica e inmutable, puede ser un pseudoproblema, una cuestión mal planteada, puesto que no se ha discutido en ningún momento sí, en paralelo, también existe una esencia masculina escondida tras la máscara de universalidad del ser varón, debe valorarse en H. Cixous su idea de autocreación y recreación permanentes de la imagen de la mujer como una escritura superpuesta, como un palimpsesto, lo que permite la crítica a una esencia paralizante sin impedir la reivindicación de todos los valores universales y aquellos otros que, en cada momento, se contemplen como positivos de entre el elenco tradicional atribuido a la mujer: amor, ternura, compasión, solidaridad, capacidad de entrega, fragmentariedad…, entendidos no como específicamente femeninos sino en tanto característicos de un fondo emotivo común a todo ser humano, que puede y debe ser aceptado y aprovechado de manera consciente. La moral del esclavo condenada por Nietzsche se erige así en artífice de la muerte del Hombre patriarcal, en la verdadera forma de introducir un sesgo histórico en la sociedad actual.
Una vez introducido como postulado que la polémica sobre la supuesta esencia femenina, ahistórica e inmutable, puede ser un pseudoproblema, una cuestión mal planteada, puesto que no se ha discutido en ningún momento sí, en paralelo, también existe una esencia masculina escondida tras la máscara de universalidad del ser varón, debe valorarse en H. Cixous su idea de autocreación y recreación permanentes de la imagen de la mujer como una escritura superpuesta, como un palimpsesto, lo que permite la crítica a una esencia paralizante sin impedir la reivindicación de todos los valores universales y aquellos otros que, en cada momento, se contemplen como positivos de entre el elenco tradicional atribuido a la mujer: amor, ternura, compasión, solidaridad, capacidad de entrega, fragmentariedad…, entendidos no como específicamente femeninos sino en tanto característicos de un fondo emotivo común a todo ser humano, que puede y debe ser aceptado y aprovechado de manera consciente. La moral del esclavo condenada por Nietzsche se erige así en artífice de la muerte del Hombre patriarcal, en la verdadera forma de introducir un sesgo histórico en la sociedad actual.
Aunque esta propuesta tiene
un fuerte componente utópico, no puede negarse que en estos momentos
transicionales las grietas del sistema clásico, como indica la autora, permiten
abrir la esperanza a un cambio de mentalidad, de roles y de comportamientos,
por el debilitamiento de los presupuestos ideológicos de un sistema caduco que
ya no es válido ni siquiera para su tradicional beneficiario. Es fundamental
tener en cuenta que la destrucción del patriarcado posee una virtualidad
liberadora tanto para la mujer como para el hombre, y éste es un gran acierto
en Cixous.
Es necesario, a nuestro juicio, ampliar el desarrollo de los derechos fundamentales conquistados por la Ilustración para que la fraternidad deje de ser un mero desideratum ético y reine efectivamente entre los seres humanos como base de un nuevo contrato social tácito, rector de una relación de auténtica paridad y respeto mutuo frente a la jerarquía y subordinación propias del contrato sexual patriarcal en vías de liquidación.
Es necesario, a nuestro juicio, ampliar el desarrollo de los derechos fundamentales conquistados por la Ilustración para que la fraternidad deje de ser un mero desideratum ético y reine efectivamente entre los seres humanos como base de un nuevo contrato social tácito, rector de una relación de auténtica paridad y respeto mutuo frente a la jerarquía y subordinación propias del contrato sexual patriarcal en vías de liquidación.
Hemos visto también que la
llamada escritura femenina -con independencia de la crítica que pueda
realizarse a su denominación, pues no constituye un patrimonio exclusivo de la
mujer sino una determinada forma de escribir, cualquiera sea el sexo de su
autor-, es una vía de tránsito hacia una nueva forma de expresión corporal
libre. Singularmente ha de incidirse en el carácter revolucionario para la
filosofía de la defensa de la razón poética- una de las posibles
manifestaciones de esa escritura femenina o pulsional-, especialmente con el
uso de la metáfora y el mito, con una finalidad no tanto retórica y estética
como rigurosamente epistemológica , para captar, con una intuición efectiva, la
realidad que escapa entre los intersticios existentes entre unos conceptos
racionales que parcelan artificialmente la realidad, al igual que fluye
libremente el tiempo de la eternidad fuera de la Historia.
La crisis de la razón
patriarcal obliga en estos momentos a revitalizar símbolos arcaicos, operando
sobre los mismos radicales metamorfosis para actualizar sus contenidos a la
busca de respuestas a fenómenos sociológicos todavía sin nombre, ése que el
varón onomaturgo aún se niega a darles.
Como resalta Genette, el
hipertexto (el mito griego de Medusa en este caso) siempre gana con la
percepción de su ser hipertextual, de su derivabilidad permanente gracias a la
transformación creativa de sus elementos. El arte de hacer cosas nuevas con lo
más antiguo facilita la confección de aparatos intelectuales complejos y
sutiles.
En períodos de cambio como el actual, en la estela de un milenarismo recurrente, es cuando con más intensidad se aprecia el fenómeno de la reinterpretación de los símbolos heredados para construir nuevos paradigmas. La medusa sonriente,- con minúscula ya, como quiere Cixous-, es la creación de un significado novedoso mediante la remodelación de otro tan repetido que ya ha dejado de tener su sentido originario. La disonancia de los elementos de la figura, la perversión de sus presupuestos iniciales, es lo que precisamente da lugar dialécticamente a una percepción distinta de la mujer.
En períodos de cambio como el actual, en la estela de un milenarismo recurrente, es cuando con más intensidad se aprecia el fenómeno de la reinterpretación de los símbolos heredados para construir nuevos paradigmas. La medusa sonriente,- con minúscula ya, como quiere Cixous-, es la creación de un significado novedoso mediante la remodelación de otro tan repetido que ya ha dejado de tener su sentido originario. La disonancia de los elementos de la figura, la perversión de sus presupuestos iniciales, es lo que precisamente da lugar dialécticamente a una percepción distinta de la mujer.
La humanidad, nos recuerda
Genette, descubre sin cesar nuevos sentidos pero no siempre puede inventar,
como aquí, fórmulas totalmente originales. El número de fábulas, mitos y
metáforas de que disponemos es, quizás, limitado, pero las posibilidades de su
combinación son infinitas. La memoria puede ser también revolucionaria a
condición de que no sea simple rememoración. Por eso, la medusa que ríe es un
palimpsesto no solo de la genealogía femenina, la archi-escritura de la
historia de su olvido y sojuzgamiento, sino también de su recuperación bajo
nuevas perspectivas más amables y cordiales. De la designación impuesta a la
mujer desde el exterior, bien como enemiga castradora y trampa de mortales
seducciones, bien como virgen estática cuyo templo y cárcel es el hogar, Hélène
Cixous extrae un nuevo modelo para las relaciones entre los seres humanos
compartible por los dos sexos:
Para ver a la medusa de frente basta con mirarla: y no es mortal. Es hermosa y
ríe.
Las ilustraciones que aparecen en este artículo son obra de la pintora María Lorenzo, a excepción de la fotografía de Hélène Cixous y del cuadro de la medusa de Caravaggio.
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-ZAMBRANO, María: Filosofía y Poesía. México, FCE, 1998.
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