“No volverá
ni un segundo
ni un aire
ni uno mismo.
Es lo suyo”
Está firmado por Antonio García Soler, a
quien no conozco. La pregunta que me
hago es, cómo pudo mi padre, pescador y marinero de una pequeña aldea griega,
aficionarse a la poesía. Y entonces recuerdo unos acontecimientos sucedidos
hace muchos años, que nos dejaron a todos una profunda huella, y a mi padre,
quizás, algún libro de poesía.
Cuando yo tenía unos siete años, y la aldea
era todavía más pequeña que ahora, llegaron a ella dos extraños: uno,
extranjero, siempre bien vestido y peinado, cargado con un cofre lleno de
libros y los documentos que lo acreditaban como dueño de la antigua mina de
lignito; el otro, un ser extraordinario: un hombre que se comunicaba con sus
ojos profundos –me daban miedo, ya que pensaba que en ellos se volcaba el alma de
su propietario, pero a su vez, que eran capaces de asomarse al alma de
cualquiera que los mirase - , su risa estruendosa, fuerte e intempestiva, pero,
sobre todo, con el baile. Su único equipaje era un sarturi. Ellos fueron los
principales protagonistas de cualquier hecho de la isla, casi desde que Zeus
llegó con Europa a estas playas.