“No volverá
ni un segundo
ni un aire
ni uno mismo.
Es lo suyo”
Está firmado por Antonio García Soler, a
quien no conozco. La pregunta que me
hago es, cómo pudo mi padre, pescador y marinero de una pequeña aldea griega,
aficionarse a la poesía. Y entonces recuerdo unos acontecimientos sucedidos
hace muchos años, que nos dejaron a todos una profunda huella, y a mi padre,
quizás, algún libro de poesía.
Cuando yo tenía unos siete años, y la aldea
era todavía más pequeña que ahora, llegaron a ella dos extraños: uno,
extranjero, siempre bien vestido y peinado, cargado con un cofre lleno de
libros y los documentos que lo acreditaban como dueño de la antigua mina de
lignito; el otro, un ser extraordinario: un hombre que se comunicaba con sus
ojos profundos –me daban miedo, ya que pensaba que en ellos se volcaba el alma de
su propietario, pero a su vez, que eran capaces de asomarse al alma de
cualquiera que los mirase - , su risa estruendosa, fuerte e intempestiva, pero,
sobre todo, con el baile. Su único equipaje era un sarturi. Ellos fueron los
principales protagonistas de cualquier hecho de la isla, casi desde que Zeus
llegó con Europa a estas playas.
Todavía hoy me parece escuchar el revuelo
que se formó en la plaza la mañana en la que ambos entraron en ella; todos los
lugareños intentaban tocar al
extranjero, que sudaba bajo el sol y dentro de su bien cortado traje blanco. Yo
era un niño más de los que luchaba por llevarle la maleta, con la esperanza de
que me diera a cambio unas monedas. Pero el otro hombre nos apartaba a
manotazos. Más tarde supe por mi padre que el extranjero del traje blanco era
un escritor, que “escribía poesía, ensayo o algo así”, y el otro, un loco al
que el inglés había nombrado capataz para explotar de nuevo la mina. A mí me
interesaba mucho más este segundo que el extranjero, pues era un griego
diferente a cualquier otro que yo hubiera conocido hasta entonces.
Los hombres del pueblo llevaban vidas muy
similares: trabajo en la mar, vino, licor e historias en la taberna. Parecían
un único cuerpo que se movía al unísono para expresar su rabia contra aquella
hermosa viuda a la que solo el capataz fue capaz de defender, enfrentándose con
todos ellos, con sus manos, su voz, su mirada y sus muchas tragedias a la
espalda; él la protegió y defendió de la frustración del pueblo, de sus hombres
y mujeres que no se atrevían a ser libres como lo intentó aquella desgraciada.
¡Cómo lloré su trágico final!¡Y cómo deseé ser como aquel hombre, valiente para
enfrentarse a todo un pueblo cargado de prejuicios!
Pero no era la valentía la única característica
de mi hombre, sino que también era muy divertido. Imaginaba tretas para engañar
a los monjes de la cercana abadía, presentándose ante ellos sucio y
destartalado, dejándose caer de un árbol y haciéndoles creer que había
convertido su agua en vino, para que lo tomaran por un diablo…¡Cómo corrieron
aquellos hombres de largas túnicas negras a refugiarse en la iglesia!¡Cómo nos
reímos los niños de aquello!(aunque siempre nos quedó la duda de que aquel
hombre no fuese el mismo diablo).
Otra noche en la que nos reímos mucho fue
aquella en la que él y el inglés cenaron con la dueña del Hotel Ritz en el
patio del mismo, bajo los árboles. Ella puso música, y comenzó a cantar y
bailar como si estuviera en un escenario del mismo París, pero con tan poco
arte que pronto los dos hombres se aburrieron, y al capataz se le ocurrió que
el extranjero bailara con ella. Tan poca vida destilaba aquel baile, que mi
héroe sustituyó al inglés, enlazó fuertemente a la señora, y ¡ahora sí era
baile! La apretó contra sí, la levantó, la hizo girar como una peonza y, sobre
todo, la hizo reír como si le hubiese transfundido vida y lozanía. Todos los
niños sospechamos que aquello que habíamos visto tenía algo que ver con “las
cosas de la vida” a las que los adultos se referían de forma velada. Le hablaba
continuamente, flojo, fuerte y más fuerte, pero siempre con ternura, y ella lo
miraba como si no existiera nada más en el mundo. Y es que, ante él, cualquier
otra cosa quedaba pálida y desvaída, incluso el inglés con todos sus libros, su
poesía y sabiduría.
Aunque, si hay algo que jamás podré olvidar,
esto es el baile de los dos hombres en la playa. El baile de la despedida. El
del desastre. El baile de la vida a través de un hombre. Fue la única vez que
el inglés me pareció una criatura viva.
Una vez acabados los trabajos de
acondicionamiento de la mina, siguiendo el diseño propuesto por el capataz, se
fijó un día para la inauguración del ingenio, que amaneció radiante y preñado
de buenos augurios. Todo el pueblo estaba allí, vestido de domingo y bien
peinados. Tampoco faltó ninguno de los monjes, que bendijeron las
instalaciones. En cuanto se dio la señal, un tronco bajó veloz por los cables
preparados para ello, pero con una velocidad tan endiablada que comenzó a
desestabilizar todo el entramado…cosa que consiguieron los dos troncos
siguientes, no dejando nada en pie. Todo se perdió, y sobre todo, el dinero del
inglés. Cuando ambos se quedaron solos con las ruinas, se comieron el cordero
preparado para la celebración, y de repente, mi héroe se puso a hablar con el
inglés. Le dijo que a él lo llamaban Epidemia, porque allá donde iba, parecía
que lo estropeaba todo. A continuación le preguntó al inglés si estaba enfadado
con él. Pero el inglés no estaba enfadado; comía y pensaba. De repente, sus
ojos se iluminaron, y le dijo a nuestro hombre:
-“¡Enséñame
a bailar!”
-“¡Bailar!¿Quiere
decir bailar?¡¡Vamos, muchacho!!”.
Puedo asegurar que, hasta nosotros, los
niños escondidos tras los troncos, pudimos escuchar una música hipnótica,
envolvente, capaz de arrastrar a las mismas piedras a bailar y vivir.
Ambos hombres se pusieron en pie. El capataz
se descalzó. Subió los brazos, y el inglés lo imitó. Movió una pierna hacia un
lado, y el inglés lo siguió. A continuación, lo mismo con la otra. Luego cerró
los ojos y ya no parecía un hombre bailando, sino la vida misma, con todas las
alegrías y penas, esperanzas y decepciones, actos violentos y sumisiones,
resplandeciendo en su cara, en sus pies y brazos, en la armonía de su movimiento.
Danzaba como las olas, sin pensar en el siguiente paso, sin razonar, sin ser
consciente de nada más que la música que se había encarnado en su propio
cuerpo. Y bailaron ambos hasta no poder más.
Pocos días después abandonaron la aldea,
cada uno transformado a su manera por la experiencia. Y yo también me
transformé: jamás olvidaré cómo la vida es capaz de bailar a través de un
hombre.
Ángeles Boix
Ballester
Este es un capítulo del libro"No hay color. Personajes del cine en blanco y negro", editado e ilustrado por Kike Payá.
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