La restauración de una copia de la Gioconda , conservada en los sótanos del Museo del Prado y cuyo valor artístico había sido menospreciado, ha revolucionado el mundo del arte, proporcionando nuevos datos que acrecientan aún más, si cabe, el misterio y la fascinación que rodean toda la obra de Leonardo (en este enlace podis ver un interesante video sobre el proceso de restauración: https://www.youtube.com/watch?v=0iffdvalbJI).
Hay constancia de que dicha copia ya se encontraba en el Real Alcázar desde, al menos, 1.666, y se supone que pudo ingresar en las colecciones reales bien como regalo, bien por haberla adquirido Velázquez en Italia para Felipe IV, como hizo con otros muchos lienzos.
Antes de ser restaurada, la copia exhibía un fondo completamente negro- en contraste con el escenario que figura en la Gioconda original-, que se repintó en la segunda mitad del siglo XVIII, presumiblemente para darle un aspecto más “leonardesco”, asimilándolo al enigmático San Juan o a otros conocidos retratos como la Dama del Armiño o, tal vez, para ocultar que el paisaje del fondo estaba inacabado.
Tras la meticulosa restauración de la copia madrileña, pudo verificarse que la madera de la tabla no era roble, como se había creído, detalle que había llevado a atribuirla erróneamente a un copista holandés, sino de nogal, material que utilizaban los pintores toscanos en el siglo XVI. Igualmente ha salido a la luz el esplendoroso paisaje, evocador del norte de Italia, escondido bajo el fondo negro, que es casi igual al que luce el cuadro del Louvre. El resultado es verdaderamente sensacional, puesto que nos ha devuelto, a los espectadores del siglo XXI, una Gioconda más juvenil, colorista, con detalles en el vestido y tocado que son prácticamente imperceptibles en el envejecido original, debido a las capas acumuladas de barniz que amarillean la pintura y le confieren su característico craquelado (cuarteado). Pero, sobre todo, son los parecidos y diferencias entre ambos cuadros los que nos revelan datos insospechados hasta ahora para los historiadores del arte.
Mediante la aplicación de rayos infrarrojos se ha comprobado que ambas obras fueron realizadas de manera simultánea, dado que el copista reprodujo todas y cada una de las rectificaciones del dibujo subyacente en el proyecto original. Este es un dato que singulariza la réplica madrileña frente a las diversas existentes, inclusive la realizada por Rafael. El sistema de trabajo empleado también ilustra las técnicas pedagógicas en los talleres florentinos de la época, pues parece que los discípulos realizaban su adiestramiento copiando los originales que ejecutaban sus maestros.
Pero inmediatamente acuden a la mente nuevas preguntas: es sabido que Leonardo tuvo en su poder la obra que exhibe el Louvre hasta su muerte en 1.519 o, como fecha alternativa, hasta 1.517. En uno u otro momento pasó por compra o legado a la colección del rey Francisco I, bajo cuya protección estuvo el anciano pintor en sus últimos años. También existe constancia de que trabajó con el retrato incesantemente hasta entonces, y ésa es la explicación de las múltiples diferencias de detalle apreciables entre ambos cuadros. No parece factible que, desde 1.503, momento en que Leonardo comenzó a pintar a Lisa Gherardini, hasta unos quince años después, estuviera el cliente esperando la finalización del encargo. Por ello, lo más razonable es pensar que, una vez comenzada su ejecución, Leonardo quedara completamente seducido por las posibilidades artísticas de la obra y decidiera entregar al comitente la copia realizada en su taller por cualquiera de sus discípulos predilectos, Andrea Salai o Francesco Melzi, llevándose él su propia tabla primero a Roma y, finalmente, a Francia, para trabajar pausadamente en ella su ideal pictórico.
Uno de los detalles más llamativos en la Gioconda madrileña son sus perfiladas cejas, que debían de aparecer también en el original según lo describe GiorgioVasari, pintor y teórico renacentista, y que se habrían perdido con ocasión de alguna restauración inadecuada. Otras diferencias menores son igualmente perceptibles: la Mona Lisa de Leonardo tiene un busto más prominente, la cabeza es algo más grande, la frente más ancha, las manos más delicadas, parece algo mayor de edad, su expresión es un poco más andrógina… No obstante, la distinción fundamental reside en que la réplica madrileña no presenta el característico sfumato del pintor florentino. Se trata de una técnica que consiste en aplicar veladuras, finas capas de colores transparentes al óleo que, al difuminar los contornos, provocan un efecto tridimensional gracias al juego de la luz y de las sombras. Y es precisamente su aplicación en las manos, en los ojos pero, sobre todo, en la boca, lo que distingue radicalmente ambos cuadros. En cualquier caso, confrontarlos cara a cara en un misma sala es un privilegio único del que podrán disfrutar quienes visiten esta primavera el Louvre, donde se encuentra cedida temporalmente la copia del Prado.
La belleza sorprendente de la remozada Gioconda ha obligado a los conservadores del Louvre a reconsiderar la conveniencia de limpiar el deteriorado original. Igualmente, ha modificado la cronología del mismo que se había venido aceptando hasta ahora, el revelar la coincidencia del enigmático paisaje del fondo con un boceto de 1.510 que guarda la colección real inglesa. Y, por encima de todo, ha encendido la imaginación de millones de fans de Leonardo, que se preguntan si la Gioconda del Prado no podría ser también obra del pintor, otra joya que añadir a las escasísimas (solo una veintena) que nos legó su inquieto espíritu creador.
Mona Lisa Gherardini (1.479-1.542)
Mucho se ha especulado sobre la identidad de la Gioconda. Hipótesis imaginativas, entre ellas, considerarla un autorretrato femenino de Leonardo, han sido definitivamente descartadas por recientes investigaciones históricas. Sabemos que la modelo era la joven esposa de un rico comerciante florentino, Francesco di Bartolomeo del Giocondo, con la que se había casado en segundas nupcias, y que tenía 24 años en 1.503, cuando Leonardo comenzó a pintarla. Vasari nos informa que Madonna Lisa era muy bella y que, para ahuyentar la expresión melancólica que caracterizaba los retratos, el maestro ordenaba que siempre hubiera bufones y gente cantando y bailando para que estuviera alegre. En una época en que las mujeres morían muy jóvenes, con frecuencia de sobreparto, no es extraño que posasen para los pintores reflexionando sobre lo efímero de la juventud y la vida. Sin embargo, Mona Lisa sobrevivió a su esposo y falleció a los 63 años, una edad avanzada para aquellos tiempos.
Mediante sofisticadas técnicas se ha logrado determinar que, en la fecha en que el genial pintor la inmortalizó, medía 1,68 m . y pesaba unos 63 Kg . En cuanto a su carácter, su esposo la calificó en su testamento como una mujer “ingenua”, y en el retrato luce un amplio velo negro, símbolo de castidad. Sus manos reposan con suavidad sobre el vientre, lo que se ha interpretado en ocasiones como señal de embarazo. Pero, como sucede también con “El matrimonio Arnolfini” de Van Eyck, no debemos olvidar que, en el imaginario colectivo de la época, la condición natural y deseable de la mujer era la reproductora, por lo que este aspecto podría ser un elemento simbólico más en el retrato.
El robo de la Gioconda
Otra de las razones por las que se ha creado una auténtica leyenda en torno a este cuadro, hasta el punto de ser considerado por muchos el más famoso de la pintura occidental, es su ajetreada historia. En 1.911 fue robado por Vincenzo Perugia, un ex empleado del Museo del Louvre. Con las salas abiertas al público, consiguió descolgar el cuadro y retirar la tabla del marco, llevándosela escondida bajo su gabardina.
Este robo y otro posterior causaron gran revuelo y dieron lugar a detenciones verdaderamente pintorescas. Una de ellas fue la del poeta Guillaume Apollinaire, quien había incitado públicamente a quemar el Louvre por considerar que allí el arte estaba encarcelado. Otra, la de Pablo Picasso, en quien recayeron las sospechas por sus antecedentes de compra de objetos de arte robados. Finalmente, Perugia intentó vender el cuadro al director de la Galería de los Uffizzi de Florencia, momento en que fue detenido. En su defensa pretextó que quería reintegrar el cuadro a su patria de origen, pero ello no le salvó de una condena a prisión durante varios años.
Antes de ser devuelto al Louvre en 1.914, el cuadro fue expuesto en Florencia, Roma y Milán, y tal periplo y el tiempo transcurrido dieron pábulo a otra de las muchas teorías fantásticas que rodean al cuadro: que la obra que retornó a París no era el original sino una falsificación.
Actualmente unas medidas de seguridad especiales protegen la obra: un cristal antibalas que no produce reflejos, y su conservación a una temperatura constante de 20º y un 50% de humedad relativa.
En su condición de principal icono cultural del Louvre, este cuadro nunca saldrá del museo parisino en préstamo, de ahí la relevancia de la copia de la pinacoteca madrileña para quienes, por su edad o estado de salud, no puedan desplazarse al extranjero. Después de hacer pareja con su “hermana gemela” entre marzo y junio del año 2012, la ya célebre copia retornó a nuestro país para deleitar, sin duda, a un enorme aluvión de visitantes.
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