lunes, 4 de marzo de 2019

SENECA FALLS, LA REBELIÓN DE LAS MUJERES

Marie Olympe de Gouges
Hay momentos en la historia que pueden considerarse puntos extremadamente calientes, en los que el magma social largo tiempo contenido explota y sale a la superficie con gran potencia. Mario Vargas Llosa, con una acertada metáfora, llama "cráteres activos" a los puntos principales de un texto literario, en los que sucede un gran número de acontecimientos de elevada intensidad dramática. También la historia, sobre todo la del siglo diecinueve, entretejida de acciones y relatos, podría leerse como una novela, con cráteres humeantes esparcidos aquí y allá en sus páginas. Uno de ellos, indudablemente, sería el año 1848.


En el mes de febrero, Marx publica en Londres el Manifiesto Comunista, llamando a la unión de los proletarios de todos los países contra la sociedad burguesa explotadora. Muy poco después, una coalición republicana entre la burguesía y la clase trabajadora se levantaría en París contra la monarquía de Luis Felipe de Orleáns, en defensa de las libertades ciudadanas.

Es igualmente importante para la historia, pero mucho menos conocido, que en ese memorable año se produjo también, en Nueva York, la Declaración de Seneca Fallsde Sentimientos o Pareceres, como la quisieron llamar sus principales promotoras, Elizabeth Cady Stanton (1817-1902) y Lucretia Mott (1793-1880). Su pretensión era defender los derechos de las mujeres, terriblemente oprimidas por esa sociedad burguesa cuyo modelo estaba abiertamente en crisis hacia la mitad de la centuria.


Lucrecia Mott
Quienes escriben la historia suelen cubrir con un espeso manto de silencio las acciones de los que desafían el orden establecido sin éxito, así que no debería sorprendernos descubrir que desconocemos todo o casi todo acerca de figuras tan valientes y modernas como Olympia de Gouges (cfr. supra), guillotinada en 1793 y a quien debemos la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, como réplica a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La misma había sido promulgada con gran pompa, pretendidamente, en favor de todos los ciudadanos franceses pero- estas son las trampas que tiene el genérico masculino-, en realidad solo se había diseñado y se aplicó, en la práctica, en beneficio de los varones.

Durante muchos años, tampoco nos han contado esos libros que reflejan la historia “oficial” las vicisitudes del Manifiesto neoyorkino de 1848. Para entender mejor su contenido y el proceso de su gestación, es conveniente asomarnos, desde el cómodo balcón que nos proporciona la distancia histórica, al panorama social de la mujer en el mundo occidental entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX. A pesar de ser un período muy amplio, pocas cosas variaron durante el mismo en relación al dogma de la desigualdad “natural” entre los sexos, que se mantuvo en un inmovilismo absoluto.

Jean Jacques Rousseau

La supuesta verdad evidente del poder varonil basado en la diferencia sexual se deducía, en primer lugar, de la inferioridad biológica de la mujer, ser débil, pasivo e irracional, que necesitaba de la permanente tutela masculina, considerándosela inadecuada para recibir una formación intelectual que, además, en nada necesitaba para el cumplimiento de su función.

Para examinar el problema más de cerca, nos basta echar un vistazo al libro V del Emilio o la educación (1762) de Jean-Jacques Rousseau, sin dejar de tener presente que el autor proclamaba sus propuestas educativas como "la vanguardia pedagógica" de su época.

Sofía, futura esposa de Emilio,-la Mujer por excelencia-, debe permanecer, una vez casada, en el estadio (presocial) del hogar, aprendiendo a dominar sus deseos y a satisfacer siempre al esposo.
 “El destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y solo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza,  más antigua que el amor mismo”.
Emilio es educado en la autonomía moral y para ejercer la autoridad en la esfera pública y privada. Por contraposición, la mujer se constituye siempre de manera relacional (hija-hermana-esposa-madre) respecto del varón del que en cada momento depende. La feminidad encuentra su lugar “natural”, pues, en la casa y la familia, y se encarna en la docilidad, la gracia y la belleza de las jóvenes. Rousseau solo recomienda para Sofía la educación imprescindible para llevar una vida conveniente a su destino “natural”: el matrimonio y la maternidad. Ciertamente ello entrañaba una evidente contradicción, pues a la mujer se le encomendaba el papel civilizador en la sociedad, como depositaria de una moralidad superior, pero sin proporcionarle los medios formativos precisos para ello. Antes bien, en el esquema diseñado por Rousseau debía limitarse al cultivo de su delicadeza “natural”, a las labores de la aguja, y entregarse obedientemente a la pietas sin intentar entender ni cuestionar los dogmas religiosos.
 “La verdadera madre de familia, lejos de ser una mujer de mundo, se recluye en su casa poco menos que las religiosas en su clausura”.

Mary Wolstonecraft
La imagen de la mujer burguesa que se proyecta sobre el fondo es la de un primoroso bonsai, un ser con sus inclinaciones y facultades recortadas y dirigidas desde la cuna para evitar su crecimiento. Tal vez una mujer soltera podría escapar, al menos, a esa reclusión monacal del matrimonio pero el precio de su libertad era, quizá aun peor que aquélla, la marginación social, pues el único valor que podía reinvindicar una mujer ante la sociedad era el de ser esposa y madre.

Mary Wollstonecraft (1759-1797), a quien conocemos como madre de la escritora Mary Shelley (por tanto, “abuela” de Frankenstein), se divirtió de lo lindo sacándole los colores al retrato de Rousseau en 1792, con ocasión de publicar Vindicación de los derechos de la mujer. Justo es reconocer que, entonces, ya habían transcurrido 30 años desde las “revolucionarias” ideas del filósofo ginebrino para la educación de Sofía, y sus paradojas equilibristas en torno a la mujer dominada-pero-dominadora ya no se sostenían. En unas reflexiones extraordinariamente lúcidas, obra de un espíritu de verdad libre en esa época de sumisión, que hacen que me la imagine como un ejemplo de filósofa escapada de la caverna platónica, reprocha a Rousseau que Sofía represente el ideal de mujer- “una esclava coqueta”- imaginado por la tiranía opresora del hombre para poblar su serrallo.

Para la autora, que escribió la Vindicación en respuesta a un proyecto para la educación de las jóvenes francesas de 1791, la idea principal es que “si la mujer no está preparada, mediante la educación, para convertirse en la compañera del hombre, será ella quien frenará el progreso del saber y de la virtud”.
En su certera opinión, la ignorancia es una base muy frágil para un comportamiento virtuoso. Solo con un armamento de prejuicios sexuales, y no con el ejercicio de la razón y la voluntad, se consigue ese recato obligatorio y la sumisión de la mujer a su esposo. Mientras que al marido le está permitida la libertad de costumbres e incluso le son disculpados sus deslices, cualquier paso en falso de la mujer que sea divulgado supone su inmediata condena al ostracismo.
<< Su debilidad es su belleza y su encanto>> ...”¿Se atreverían a afirmar los moralistas que esa es la condición en la que debe permanecer la mitad de la humanidad, inactiva, apática, estúpida y sumisa? ¡Qué amables educadores! ¿Para qué fin fuimos creadas? Para mantenernos, podríamos decir, inocentes, lo que para ellos equivale a decir infancia. Podríamos muy bien no haber nacido, a menos que fuera necesario crearnos para así permitir al hombre conquistar el noble privilegio de la razón, la facultad de discernir el bien del mal, mientras que nosotros volveríamos al barro del que fuimos extraídas sin la menor esperanza de resurrección”.
 Y es que, en segundo lugar, la legitimación ideológica de la subordinación al varón se hacía residir en el Génesis. Puesto que Eva indujo a Adán a cometer el pecado original, que acarreó la desgracia a la humanidad entera, debía pagar su culpa sometiéndose al varón, rey de la Creación. De nada sirvió, para desterrar tales prejuicios, que Locke se hubiese esforzado en demostrar que el Génesis establecía para hombre y mujer, indistintamente, el mismo mandato: “dominad a todos los seres”.

La alienación política femenina se reforzaba con un plan verdaderamente “magistral”: la proscripción de los derechos de reunión, sufragio y elegibilidad para cargos públicos y representativos. La mujer casada se concebía jurídicamente como un bien de su marido, sin derecho económico alguno que pudiera respaldar su independencia. Tenía prohibido comerciar, abrir cuentas propias, controlar sus ingresos y administrar sus bienes, firmar documentos o prestar testimonio. Entre las clases proletarias, el esposo podía arrendar sus servicios a terceros sin su consentimiento y enajenarle sus ganancias. 

Debe señalarse, por otro lado, que en los comienzos de la industrialización el trabajo femenino fuera del hogar tenía muy escasa consideración social, lo que autorizaba a los patronos a imponer peores condiciones y pagar salarios todavía más bajos. Ello, a su vez, repercutía en una mayor precarización de la mano de obra masculina. En la lucha obrera, las operarias tuvieron que enfrentarse en solitario y por igual a los empresarios desaprensivos y a los sindicatos, que respaldaban las posturas de los trabajadores y que consideraban a sus compañeras como rivales. En 1843, Flora Tristán (1803-1844) publicó en Francia La Unión Obrera, llamando a una unión internacional de trabajadoras y trabajadores para reclamar sus derechos por igual. La espléndida novela de Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina, describe con gran viveza los dificultosos avances del feminismo en aquella época. 

El interesante artículo de Alicia Miyares, publicado en la revista Leviatán en 1999, relata también los antecedentes históricos que precedieron al nacimiento del movimiento feminista en Estados Unidos.
Desde 1830 proliferaron, en los estados del Norte, grupos antiesclavistas de ideología liberal que desarrollaron un intenso activismo abolicionista. Así, se celebró en Nueva York, en 1837, el primer congreso antiesclavista femenino. A raíz del mismo y desafiando la prohibición social de hablar en público, las hermanas Sarah y Angelina Grimke iniciaron una gira de conferencias por los Estados Unidos, en las que denunciaron la complicidad de las iglesias en el mantenimiento de la población negra en una situación de inferioridad. En respuesta, una asociación de pastores congregacionistas publicó una carta pastoral, que resaltaba cuán inadecuado era que la mujer se ocupase de asuntos políticos. El agrio cruce de acusaciones sirvió de fermento para una intensa controversia pública sobre los derechos de la mujer. 

En 1840, Elizabeth Cady, casada con el abolicionista Henry Stanton, asistió a la convención mundial antiesclavista en Londres y allí conoció a Lucretia Mott. La frustración de ambas por la carencia de derechos de la mujer- pues ni siquiera se les permitió intervenir en las discusiones del congreso-, y la convicción de que debían canalizar sus esfuerzos en acciones colectivas, les llevó a organizar, en 1848, un encuentro en la capilla metodista de Seneca Falls, en Nueva York. Les sirvió de inspiración la Declaración de Independencia redactada por Jefferson en 1776, de raíz ilustrada y de carácter marcadamente contractualista. En la misma, vida, libertad y la búsqueda de la felicidad se configuran como derechos inalienables del individuo, siendo función del gobierno preservarlos. 

Lo que las promotoras de la convención buscaban, en el plano político, era mejorar su condición como ciudadanas, superando los obstáculos que las mantenían en permanente inferioridad frente al varón. Y, por su tradición protestante, defendían el respeto a su libertad de conciencia y opinión y un papel más activo en el seno de las iglesias. Probablemente resonaría en sus mentes el llamamiento que Mary Wolstonecraft había lanzado 60 años antes: 
“Ya es hora de que se haga una revolución en las condiciones femeninas, ya es hora de devolver a las mujeres su dignidad perdida, y que contribuyan en tanto que miembros de la especie humana a la reforma del mundo, cambiando ellas mismas”.
Las reuniones se celebraron los días 19 y 20 de julio. En principio, estaban abiertas únicamente para mujeres pero se permitió la asistencia de personas de ambos sexos. De los 300 asistentes, 100 de ellos votaron la Declaración, siendo 68 mujeres y 32 hombres. Pese a las disensiones sobre cuáles debían ser las prioridades del encuentro, la homogeneidad social de los participantes, que procedían de las clases acomodadas, hizo que los debates se centraran en los asuntos económicos, laborales, matrimoniales y educativos. Por ello, de las 12 decisiones que incluyó la declaración, 11 de ellas fueron aprobadas por unanimidad pero la novena, que se refería precisamente al derecho de sufragio, solo obtuvo una escasa mayoría de votos. Seguramente les pareció demasiado utópico o secundario respecto a las prioridades de la vida cotidiana. 

Merece la pena avanzar algún dato de lo que sucedió después, porque explica bien claramente que aquellas arrojadas heroínas luchaban por completo en solitario en defensa de sus derechos. En 1860, la legislación del estado de Nueva York reconoció a las mujeres el derecho a gestionar su patrimonio, a heredar propiedades del marido y a entablar acciones judiciales. Sin embargo, en 1866, a nivel de la Unión se les denegó el derecho al voto que sí se concedió, con el apoyo femenino, a los esclavos varones liberados. Creo que ello ilustra perfectamente hasta qué punto era inferior la posición de llamado “sexo débil” en la jerarquía social. 

Hasta 1920 no se reconoció el derecho al voto femenino en EEUU, y solo una de las firmantes de la Declaración de Seneca Falls seguía entonces con vida. No podemos saber qué pensó de aquella larga espera de 70 años pero sí nos cabe tributar un homenaje a su trabajo colectivo, rescatándolo de la conspiración del silencio y leyendo su Manifiesto para atisbar ese mundo mejor en que se atrevieron a soñar. 

Texto y notas de Encarnación Lorenzo Hernández



DECLARACIÓN


Cuando, en el desarrollo de la historia, un sector de la humanidad se ve obligado a asumir una posición diferente de la que hasta entonces ha ocupado, pero justificada por las leyes de la naturaleza y del entorno que Dios le ha entregado, el respeto merecido por las opiniones humanas exige que se declaren las causas que impulsan hacia tal empresa.

Mantenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y el empeño de la felicidad; que para asegurar estos derechos son establecidos los gobiernos, cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados. Siempre que cualquier forma de gobierno atente contra esos fines, el derecho de los que sufren por ello consiste en negarle su lealtad y reclamar la formación de uno nuevo, cuyas bases se asienten en los principios mencionados y cuyos poderes se organicen de la manera que les parezca más adecuada para su seguridad y felicidad.

La prudencia impondrá, ciertamente, que los gobiernos largamente establecidos no debieran ser sustituidos por motivos intrascendentes y pasajeros; y consecuentemente, la experiencia ha mostrado que el ser humano está más dispuesto a sufrir, cuando los males son soportables, que a corregirlos mediante la abolición de los sistemas de gobierno a los que está acostumbrado. No obstante, cuando una larga cadena de abusos y usurpaciones, que invariablemente persiguen el mismo objetivo, muestra la intención de someter a la humanidad a un despotismo absoluto, el deber de ésta consiste en derribar semejante gobierno y prepararse a defender su seguridad futura. Tal ha sido la paciente tolerancia de las mujeres respecto a este gobierno y tal es ahora la necesidad que las empuja a exigir la igualdad a que tienen derecho.

La historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones perpetradas por el hombre contra la mujer, con el objetivo directo de establecer una tiranía absoluta sobre ella. Para demostrarlo vamos a presentarle estos hechos al ingenuo mundo.

Nunca le ha permitido que la mujer disfrute del derecho inalienable del voto.

La ha obligado a acatar leyes en cuya elaboración no ha tenido participación alguna.

Le ha negado derechos reconocidos a los hombres más ignorantes e inmorales, tanto americanos como extranjeros.

Habiéndola privado de este primer derecho de todo ciudadano, el del sufragio, y habiéndola dejado; por tanto, sin representación en las asambleas legislativas, la ha oprimido por todas partes.

Si está casada, la ha convertido en civilmente muerta, ante los ojos de la ley.

La ha despojado de todo derecho de propiedad, incluso a los jornales que ella misma gana.

La ha convertido en un ser moralmente irresponsable, ya que, con la sola condición de que no sean cometidos ante el marido, puede perpetrar todo tipo de delitos. En el contrato de matrimonio se le exige obediencia al marido, convirtiéndose éste, a todos los efectos, en su amo, ya que la ley le reconoce el derecho de privarla de libertad y someterla a castigos.

Él ha dispuesto las leyes del divorcio de tal manera que no se tiene en cuenta la felicidad de la mujer, tanto a sus razones verdaderas y, en caso de separación, respecto a la designación de quién debe ejercer la custodia de los hijos, como en que la ley supone, en todos los casos, la supremacía del hombre y deja el poder en sus manos.

Después de despojarla de todos los derechos como mujer casada, si es soltera y posee fortuna, está gravada con impuestos para sostener un gobierno que no la reconoce más que cuando sus bienes pueden serle rentables.

Él ha monopolizado casi todos los empleos lucrativos y en aquellos en los que ella puede desempeñar, no recibe más que una remuneración misérrima. Él le ha cerrado todos los caminos que conducen a la fortuna y a la fama, y que él considera más honrosos par él. No se la admite ni como profesor de medicina, ni de teología, ni de derecho[1].

Le ha negado la oportunidad de recibir una educación adecuada, puesto que todos los colegios están cerrados para ella.

Tanto en la Iglesia como en el Estado, no le permite que ocupe más que una posición subordinada, pretendiendo tener una autoridad apostólica que la excluye de todo ministerio y, salvo en muy contadas excepciones, de toda participación pública en los asuntos de la Iglesia. Ha creado un sentimiento público falso al dar al mundo un código de moral diferente para el hombre y para la mujer, según el cual ciertos delitos morales que excluyen a la mujer de la sociedad, no sólo se toleran en el hombre, sino que se consideran de muy poca importancia en él.

Ha usurpado incluso las prerrogativas del mismo Jehová, al pretender que tiene derecho a asignar a la mujer un campo de acción cuando, en realidad, esto es privativo de su conciencia y de su dios. Él ha tratado por todos los medios posibles de destruir su confianza en sus propias virtudes, de disminuir su propia estima y de conseguir que esté dispuesta a llevar una vida de dependencia y servidumbre.

Por lo tanto, en vista de esta total privación de derechos civiles de una mitad de los habitantes de este país, de su degradación social y religiosa -a causa de las injustas leyes a que nos hemos referido- y porque las mujeres se sienten vejadas, oprimidas y fraudulentamente despojadas de sus más sagrados derechos, insistimos en que sean inmediatamente admitidas a todos los derechos y privilegios que les pertenecen como ciudadanas de los Estados Unidos.

Al emprender la gran tarea que tenemos ante nosotras, anticipamos que no escasearán los conceptos erróneos, las malas interpretaciones y las ridiculizaciones, empero, a pesar de ello, estamos dispuestas a conseguir nuestro objetivo, valiéndonos de todos los medios a nuestro alcance. Vamos a utilizar agentes, vamos a hacer circular folletos, presentar peticiones a las cámaras legislativas del Estado y nacionales, y asimismo, trataremos de llegar a los púlpitos y a la prensa para ponerlos de nuestra parte. Esperamos que esta Convención vaya seguida de otras convenciones en todo el país.

RESOLUCIONES:

CONSIDERANDO: Que está convenido que el gran precepto de la naturaleza es que “el hombre ha de perseguir su verdadera y sustancial felicidad”. Blackstone en sus Comentarios señala que puesto que esta Ley de la naturaleza es coetánea con la humanidad y fue dictada por Dios, tiene evidentemente primacía sobre cualquier otra. Es obligatoria en toda la tierra, en todos los países y en todos los tiempos; ninguna ley humana tiene valor si la contradice, y aquéllas que son válidas derivan toda su fuerza, todo su valor y toda su autoridad mediata e inmediatamente de ella; en consecuencia:

DECIDIMOS: Que todas aquellas leyes que sean conflictivas en alguna manera con la verdadera y sustancial felicidad de la mujer, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y no tienen validez, pues este precepto tiene primacía sobre cualquier otro.

DECIDIMOS: Que todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte o que la sitúen en una posición inferior a la del hombre, son contrarias al gran precepto de la naturaleza y, por lo tanto, no tienen ni fuerza ni autoridad.

DECIDIMOS: Que la mujer es igual al hombre -que así lo pretendió el Creador- y que por el bien de la raza humana exige que sea reconocida como tal.

DECIDIMOS: Que las mujeres de este país deben ser informadas en cuanto a las leyes bajo las cuales viven, que no deben seguir proclamando su degradación, declarándose satisfechas con su actual situación ni su ignorancia, aseverando que tienen todos los derechos que desean.

DECIDIMOS: Que puesto que el hombre pretende ser superior intelectualmente y admite que la mujer lo es moralmente, es preeminente deber suyo animarla a que hable y predique en todas las reuniones religiosas.

DECIDIMOS: Que la misma proporción de virtud, delicadeza y refinamiento en el comportamiento que se exige a la mujer en la sociedad, sea exigido al hombre, y las mismas infracciones sean juzgadas con igual severidad, tanto en el hombre como en la mujer.

DECIDIMOS: Que la acusación de falta de delicadeza y de decoro con que tanta frecuencia se inculpa a la mujer cuando dirige la palabra en público, proviene, y con muy mala intención, de los que con su asistencia fomentan su aparición en los escenarios, en los conciertos y en los circos[2].

DECIDIMOS: Que la mujer se ha mantenido satisfecha durante demasiado tiempo dentro de unos límites determinados que unas costumbres corrompidas y una tergiversada interpretación de las Sagradas Escrituras han señalado para ella, y que ya es hora de que se mueva en el medio más amplio que el creador le ha asignado.

DECIDIMOS: Que es deber de las mujeres de este país asegurarse el sagrado derecho del voto.

DECIDIMOS: Que la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad.

DECIDIMOS, POR TANTO: Que habiendo sido investida por el Creador con los mismos dones y con la misma conciencia de responsabilidad para ejercerlos, está demostrado que la mujer, lo mismo que el hombre, tiene le deber y el derecho de promover toda causa justa por todos los medios justos; y en lo que se refiere a los grandes temas religiosos y morales, resulta muy en especial evidente su derecho a impartir con su hermano sus enseñanzas, tanto en público como en privado, por escrito o de palabra, o a través de cualquier modo adecuado, en cualquier asamblea que valga la pena celebrar; y por ser esto una verdad evidente que emana de los principios de implantación divina de la naturaleza humana, cualquier costumbre o implantación que le sea adversa, tanto si es moderna como si lleva la sanción canosa de la antigüedad, debe ser considerada como una evidente falsedad y en contra de la humanidad.

En la última sesión Lucretia Mott expuso y habló de la siguiente decisión: DECIDIMOS QUE la rapidez y el éxito de nuestra causa depende del celo y de los esfuerzos, tanto de los hombres como de las mujeres, para derribar el monopolio de los púlpitos y para conseguir que la mujer participe equitativamente en los diferentes oficios, profesiones y negocios. 


Notas

[1] En el siglo XIX, y en la línea señalada de abaratar los costes de la mano de obra a expensas de la mujer trabajadora, en Inglaterra y EEUU se les permitió ocuparse de la instrucción pública pero con exclusión de las materias más importantes, reservadas a los hombres.

[2] Se refiere a la cuestión de que muchas de las mujeres que aparecían ante el público eran vistas como monstruos de feria. Siguiendo a A. Miyares, a ello contribuyeron tres corrientes pseudocientíficas. Una, el mesmerismo, se basaba en la creencia de que era posible curar enfermedades manipulando el fluido del universo a través de una persona. También en el espiritismo se utilizaba a la mujer como medium para entrar en contacto con el más allá, gracias a su mayor facilidad para entrar en trance por su sensibilidad supuestamente histérica. La frenología pretendía demostrar que el mayor desarrollo de unas áreas del cerebro conllevaba ciertas potencias o deficiencias. A las mujeres afectadas se las exhibía en teatros y escenarios, despertando aún más la morbosidad entre el público por su condición femenina.
POST SCRIPTUM:
La respuesta a por qué las declaraciones rimbombantes de derechos y las bienintencionadas reformas sociales no tienen la eficacia inmediata que sería de desear, ya la daba Pierre Bourdieu en La dominación masculina. Sucede que las esferas de las estructuras sexuales y políticas son por completo autónomas y separadas, de forma que las modificaciones en una de ellas solo tienen efectos en la otra a muy largo plazo, el que resulta preciso para cambiar el imaginario colectivo. Ocurre, además, que siempre estamos a tiempo, lamentablemente, para la involución, si las circunstancias lo imponen. El ejemplo más claro para a mí es lo sucedido con las mujeres estadounidenses durante la segunda guerra mundial. Con los hombres en el frente, se les entregaron las llaves de la libertad para realizar todo tipo de trabajos en la industria armamentística y fuera de ella, antes reservados a los hombres y, en contrapartida, se toleró en ellas una libertad de costumbres asombrosa. Lo podemos intuir en muchas películas de la época bélica, que llamaban al patriotismo de las mujeres para sacarlas de su tradicional rol doméstico. Pero cuando los veteranos volvieron al hogar y la producción se ralentizó, las féminas fueron expulsadas de su autonomía personal y profesional, y se impuso una mojigatería de moral pasmosa en relación a las fechas precedentes. También Hollywood se encargó de esta vez de servir de vocero ideológico del nuevo orden de cosas, ahora ya en technicolor.  En un reciente curso sobre Lenguaje jurídico y género una psicóloga que había realizado estudios en diversos IES comentó que había observado un considerable repunte de actitudes machistas en los jóvenes de ambos sexos, así que lo que hay que trabajar es esta materia prima. Yo me pregunto si en la Educación para la Ciudadanía se les forma en algún momento sobre la historia de la lucha por las libertades, para sensibilizarlos sobre  la historia de la lucha por las libertades, para sensibilizarlos sobre lo difíciles que han sido todas esas conquistas y lo fácil que puede resultar perderlas.

Este artículo se publicó originariamente en el blog Espíritu y Cuerpo. Si queréis acceder a los comentarios realizados, el enlace es:

4 comentarios:

  1. Mary Wolstonecraft era a Rosseau como Isa Calderón a Wes Anderson... anda que no hay que seguir trabajando...

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  2. En todas las epocas y generaciones las mujeres, hemos tenido que ser reberdes para hacernos hueco en la historia,cuando hemos sido el motor principal de la historia.

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