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jueves, 11 de julio de 2013

PIES DE LOTO DORADO


Debo a Marisa Ayesta, amiga y mentora literaria, el descubrimiento de  Cisnes Salvajes (1995) de Jung Chang, un estupendo libro que entreteje la biografía novelada de tres generaciones de mujeres, incluyendo a la propia escritora, con la turbulenta historia de China durante el siglo XX. Confieso que lo que atrajo toda mi atención, desde las primeras páginas, fueron las referencias a los “pies de loto” de la abuela de la narradora. A quienes leísteis Viento del este, viento del oeste (1930) de Pearl S. Buck, no os pillará tan por sorpresa la crueldad del ritual de los pies vendados. La gravísima deformación del pie que producía tuvo  una enorme trascendencia en las vidas de millones de mujeres durante cientos de años. Por el evidente interés que presenta esta costumbre para la Antropología Social y Cultural, he realizado un pequeño estudio cuyos resultados quisiera contaros aquí.


1. El ritual de los pies vendados
Como sucede con tanta frecuencia, el origen de esta singular práctica está envuelto en una nebulosa de leyendas. Ya en el siglo X las bailarinas de la corte se vendaban los pies para hacer más gráciles sus movimientos. Pronto las imitaron las damas de alto rango y, en el siglo XVI, ya se había generalizado en todos los rincones del imperio y era usual entre todas las clases sociales. A fines del siglo XIX, tras la revuelta de los bóxers, la emperatriz Cixi realizó un tímido intento de prohibir la costumbre para contentar a las potencias occidentales, que clamaban contra su barbarie. Permaneció oficialmente en vigor hasta su prohibición por la República China en 1911, si bien su persistencia clandestina obligó a Mao a reiterarla en 1949.
El vendado de pies presenta características propias de un rito de paso, que comenzaba en la infancia y que tenía por objeto preparar a la mujer para su función de esposa, dejando una marca indeleble en el cuerpo. Como esa intervención corporal impedía caminar con normalidad, solo podía tener lugar en el seno de familias pudientes, que no necesitaban que sus hijas trabajaran para subsistir. Por ello, desde la función estética inicial, acabó siendo un signo distintivo de status social y riqueza, a lo que se añadió igualmente una dimensión ética: los valores de castidad y sumisión. Al dificultar hasta tal punto el movimiento, conllevaba la  reclusión de la mujer en el ámbito doméstico. Como tal situación estaba en perfecta consonancia con los valores del confucianismo, no es de extrañar que la costumbre obtuviese un respaldo social tan amplio y prolongado en el tiempo.