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sábado, 19 de diciembre de 2020

DIOSAS VIVAS

En esta entrada vamos a examinar las condiciones sociales, económicas y políticas en que las mujeres, en algunas culturas históricas y actuales, son elevadas a la máxima dignidad social y revestidas de poderes sacros, y hasta incluso deificadas. Os propongo un recorrido que comienza en el Egipto faraónico, se detendrá en Delfos para conocer el funcionamiento del más famoso de los oráculos de la antigüedad y, como tercera etapa, seguirá los pasos de las sacerdotisas vestales en Roma, quienes custodiaban la llama sagrada de la familia y el Estado. Después pasaremos al remoto valle de Katmandú, en Nepal, con su culto a la energía femenina. En el camino de retorno, podremos entrever algunas similitudes con figuras actuales, que demuestran que las costumbres, como la energía, no se destruyen sino que se encuentran sometidas a una permanente reelaboración transformadora.

Faraonas, reinas y sacerdotisas

El puesto de mayor relevancia que una mujer podía alcanzar en la sociedad egipcia era el de faraón, aunque muy pocas mujeres llegaron a desempeñarlo. Algunas de  ellas son tan conocidas como Hatshepsut, Nefertiti (que gobernó bajo el nombre de Esmenkare) o Cleopatra, pero también ostentó tal rango Tausert, en la dinastía XIX, entre los años 1.188 y 1.186 a. C. Pero solo se trata de un número ínfimo de casos, en relación a un número total de 350 faraones que registran los anales. Sí contamos, en cambio, con muchos más ejemplos de reinas, grandes esposas reales o regentes durante la minoría del hijo ya nombrado faraón.
En ciertas épocas, el papel de las mujeres de la realeza fue considerado fundamental para la transmisión del linaje regio. Con frecuencia se plasmaban en las tumbas reales escenas de teogamia, en las que la reina aparece unida al dios Amón, un acto simbólico con el que se mostraba la transmisión de la sangre divina al hijo y heredero real. Como solo era la esposa principal quien transfería el poder dinástico, quienes alcanzaban la dignidad de faraón sin pertenecer a la línea sucesoria ansiaban legitimar su posición contrayendo matrimonio con alguna de las hijas del faraón anterior y de su gran esposa real.


En cuanto al papel de la mujer en el ámbito religioso, resulta interesante examinar la cuestión diferenciando las diversas etapas en la historia del Egipto faraónico, dado que se trata de un período histórico muy extenso.
En el Imperio Antiguo (2649-2150 a. C.), las mujeres desempeñaban un papel ritual en los templos en los que se daba culto a Hathor, diosa de la sexualidad (en la fotografía arriba), y en menor medida a la diosa Neith, tutelar de la guerra y la caza. Esas sacerdotisas pertenecían a las clases privilegiadas, y sus esposos igualmente desempeñaban los cargos más elevados en la burocracia estatal.
En el Imperio Medio (2040-1640 a. C.), aparece la figura de la sacerdotisas wahet, cuyo nombre quiere decir “ser puro”. El culto a Hathor siguió siendo en esta etapa mayoritariamente masculino, respecto del cual las mujeres sólo actuaban como subordinadas a los sacerdotes. Eran estos quienes se encargaban de leer las fórmulas rituales. Que la lectura estuviese reservada a los varones se ha querido interpretar como una confirmación de que las sacerdotisas eran iletradas. Pero también resulta factible pensar que, dado que el dominio de las letras siempre se concibió entre los egipcios como un privilegio masculino, no eran capaces de reconocer oficialmente a las mujeres la facultad de descifrar los textos sagrados, aunque de hecho la desempeñasen.

En el Imperio Nuevo (1550-1070 a. C.), el sacerdocio se convirtió en una profesión institucionalizada, un puesto desde el cual podía hacerse carrera como alto funcionario. No es extraño, por ello, que entonces se excluyera a las mujeres totalmente del disfrute de tan importante función, rebajándolas de categoría en el ámbito sacro. A partir de entonces, se limitaron a actuar como instrumentistas del templo, al servicio indistinto de divinidades masculinas y femeninas, mientras que antes solo servían a las diosas. Fuera de Tebas, donde se ocupaban de acompañar musicalmente los rituales de  Amón, las mujeres de alto rango actuaban como instrumentistas para las divinidades locales, en los mismos cultos en los que intervenían sus esposos sacerdotes. Las instrumentistas portaban el sistro en forma de lazo, una especie de sonajero que hacían vibrar para apaciguar a la diosa Hathor.

La esposa del dios Amón en Tebas
En la dinastía XVIII (1550-1307 a.C.), que conoció el declive de la sacerdotisas, también vio nacer la figura de la divina adoratriz (duat netyer), pero la más importante función fue la de esposa del dios Amón, un cargo que ostentaban las reinas y que conllevaba el ejercicio de funciones sacerdotales. En el Tercer Periodo Intermedio (1070-712 a. C.) ambos títulos se fusionaron.Comenzó a desempeñarse por miembros de la familia real en tiempos de Amosis (1550- 1525 a. C.) Se desconoce el contenido concreto de ese cargo, aunque sí se sabe que tenía una connotación sexual, para estimular la recreación constante por parte de Amón. La condición de esposa del dios era un privilegio que se transmitía por línea femenina. Algunos de sus cometidos eran intervenir en las ceremonias en las que se destruían ritualmente los nombres o imágenes de los enemigos de. Egipto. Igualmente, debía asegurarse de que los dioses recibían su comida, presentándoles las ofrendas de los fieles. También dirigía los rituales de purificación que habilitaban para entrar en el santuario a realizar los actos de culto.

La esposa del dios disfrutaba de las tierras asignadas al cargo, de los productos y animales que debían serle entregados (cerveza, pan, pasteles, bueyes y terneros…) Contaba también con un equipo de funcionarios varones a su servicio, lo que confería al cargo un poder efectivo, más allá del mero prestigio del título. De todo ello puede desprenderse que su poder político era muy importante, pero esa posición preeminente acabó desapareciendo a lo largo del Imperio  Nuevo.

Portando el sistro
Finalmente, en una época más tardía, durante la dinastía XXVI (664-525 a.C.), como pone de relieve el egiptólogo José Lull, el clero femenino al servicio de Amón llegó a sustituir a los sacerdotes varones, lo que supuso que esas sacerdotisas fueran las más poderosas en la historia de Egipto, casi un estado dentro del estado, solo situadas en la jerarquía social por debajo del faraón, ejerciendo su jurisdicción a lo largo y ancho de todos sus dominios. En sus tumbas vemos como lucían la cobra o ureus como insignia de su elevado poder.

Sibilas y sacerdotisas en la antigua Grecia

Una de las primeras referencias escritas a la Sibila de Delfos la encontramos en Heráclito (544-484 a.C.) pero la figura se remonta a un pasado mucho más remoto. “Sibylla” quiere decir profetisa o mujer sabia, y era el nombre que recibían quienes se dedicaban al oráculo más prestigioso de la antigüedad. Los griegos consideraban a Delfos el “ómphalos”, el ombligo del mundo. En un paraje de  singular belleza, al pie del majestuoso monte Parnaso, el dios Apolo se reunía con las Musas, en un bosquecillo de laurel, su planta emblemática, a cantar, danzar y recitar poesía con su lira. Pero antes de convertirse en esta idílica Arcadia, el lugar fue escenario de un cruento sacrificio que otorgó al dios solar sus poderes de adivinación. En un tiempo remoto esa mágica montaña fue sede del culto  arcaico a la diosa madre minoico-micénica y, después, morada de la diosa Gea (Tierra) y la gran serpiente Pyto, poseedora de la sabiduría. Para apoderarse de ella, en un combate que prefigura el de San Jorge contra el dragón, Apolo mató a la Serpiente, se purificó en la fuente Castalia y enterró las cenizas del mítico animal en un sarcófago bajo el “ómphalos” de piedra, que marcaba el kilómetro cero para los griegos. Sobre él se erigió un santuario excavado en la roca, donde la sibila o “pitia” (de ahí la palabra “pitonisa”) actuaba como intermediaria entre los hombres y el dios.

En el siglo VIII a. C. ya existía en Delfos un templo dedicado a Apolo, en el que se llevaban a cabo ritos adivinatorios el día del natalicio del dios, el 7 del mes de Targelion (en el  calendario de Delos) o de Bisio (en la tradición de Delfos). Desconocemos su equivalencia exacta pero sí se sabe que correspondía al momento de renacer de la naturaleza con la primavera, en abril o mayo. 
Por su carácter mistérico, y por los ataques de que fue objeto el oráculo en la era cristiana, conservamos escasa información acerca de la ceremonia. La pitia se sentaba sobre un trípode, asiento de tres patas que representaban el presente, el pasado y el futuro, en un lugar sagrado al fondo del templo, el “ádyton”, al que no tenían acceso los consultantes. Además de masticar hojas de cierta  variedad de laurel, probablemente entraba en trance al respirar gases tóxicos (etileno o metano) emanados de una fractura en el suelo de la cripta. Embriagada o poseída por el espíritu (“pneuma”) de Apolo, la pitia se contorsionaba y profería palabras inconexas que los sacerdotes transformaban en verso, como solución a la pregunta formulada.

Hacia el siglo VI a.C., el poder e influencia de la ciudad sacerdotal de Delfos era enorme. Su condición de santuario panhelénico le otorgaba el decisivo papel de árbitro en las constantes disputas entre las polis, dirimidas a través del deporte en los juegos en honor de Apolo Pitio. El grandioso templo del dios, situado al final de la vía sacra, acogía  a peregrinos venidos de todos los rincones del mundo antiguo: griegos o extranjeros, ciudades o particulares pero nunca mujeres. En esa época, dada la ingente demanda de consultas, eran tres las sibilas actuantes. Se las seleccionaba entre las jóvenes del lugar, sin distinción de clases sociales. Debían observar una conducta intachable  y vivir confinadas en el santuario hasta su muerte.
También se amplió pronto el número de días fastos, aquellos en que se consideraba que la voluntad de Apolo era proclive a la adivinación. Así, de realizarse inicialmente solo el día del nacimiento del dios, pasó a llevarse a cabo el séptimo día de todos los meses entre febrero y octubre, período en que Apolo residía en Delfos. Durante el invierno, como no podía ser menos, el dios solar se ausentaba más allá de los límites conocidos por el mundo griego, al país de los hiperbóreos. En el período de eclipse invernal del dios de la luz y de la razón, ocupaba su lugar Dioniso, patrón de la embriaguez  y la locura.

Como sucede con nosotros a la hora de litigar, también el acceso a la pitia obligaba al pago de una tasa, cuyo importe pactaba la Confederación de ciudades griegas. Para los particulares, equivalía al salario día que se pagaba a quienes eran llamados como jurados, y las polis debían satisfacer el doble de esa cantidad. El número de consultas por peticionario estaba limitado a una al mes. Con el pago de una sobretasa se adquiría el derecho de promancia, es decir, a saltarse la larga lista de espera. En todo caso, Atenas y Esparta tenían prioridad absoluta en sus preguntas.

Unos días antes de la consulta, tenía lugar un encuentro entre el solicitante y la pitia. Una vez purificada con el ayuno y las abluciones rituales en la fuente sagrada Castalia, se sacrificaba una cabra a Apolo para averiguar si este era propicio a escuchar la petición. Los sacerdotes oficiantes derramaban un cubo de agua fría sobre el animal, colocado sobre un altar delante del templo. Si no tiritaba, se interpretaba como un signo de desacuerdo divino y se anulaba la consulta. En un estado de “enthousiasmos”, de posesión divina, la sibila emitía sonidos guturales que un colegio sacerdotal, bien informado de los entresijos de la política y de la vida cotidiana griega, traducía a versos enigmáticos que se escribían en tablillas de cera (lo que contribuyó a la difusión de la escritura) y se entregaban al consultante. Este debía interrogarse reflexivamente para encontrar el verdadero significado de la profecía recibida.

Un breve apunte sobre antropología de género: seguro que habréis advertido la contradicción que supone que la sibila fuese mujer pero que las féminas no pudiesen consultar el oráculo de Delfos (tenían que delegar sus preguntas en un varón). En realidad, como sucede con otras figuras, como la sadhin, una asceta femenina en la India del s. XIX, la sibila era clasificada en un tercer género, ni masculino ni femenino. En el mundo grecolatino, las mujeres solo podían dedicarse a la casa y a la procreación. Únicamente se las consideraba dignas de realizar funciones sacerdotales cuando ese papel sexual era anulado por completo. Al principio, las sibilas se escogían entre jóvenes vírgenes pero, tras un sonado escándalo por rapto y violación en la época de Plutarco, se exigió que tuviesen más de 50 años. En ambos casos, es claro que el elemento definitorio era la exclusión de la sexualidad. En las sociedades tradicionales, la castidad o pureza en la mujer era el factor esencial para que se aceptase públicamente su función de enlace entre los humanos y las divinidades.

Las mujeres podían actuar en la antigua Grecia como sacerdotisas de Atenea, o bien en los misterios de la diosa Demeter y su hija Core en Eleusis o, finalmente, en las festividades religiosas exclusivamente femeninas de las Tesmoforias.
El sacerdocio de Atenea era hereditario y muy prestigioso. Sus servidoras tuvieron una intervención en las grandes crisis nacionales, como en la evacuación de Atenas antes de la decisiva batalla de Salamina contra los  persas en el año 480 a. C.Las sacerdotisas de Atenea se ocupaban de realizar los sacrificios y ofrendas de animales, caminando en procesión hasta el altar. En el friso del Partenon se las puede ver con las cestas sagradas desfilando entre hombres, lo que nos da una buena idea de su importancia social en una comunidad en la que las mujeres estaban invisibilizadas. Cada año, las sacerdotisas presentaban un nuevo peplo a Atenea, que llevaban desplegado como si fuese una vela de barco, un gesto simbólico de crucial importancia para este pueblo de hombres de mar.



En los cultos a Demeter, relacionados con la cíclica resurrección de la naturaleza y la inmortalidad humana, había un grupo de sacerdotisas panageis ("sacrosantas"), también conocidas como las melissae ("abejas"), porque habitaban todas juntas en viviendas segregadas y no tenían contacto con los hombres.

Las vírgenes vestales en la antigua Roma
Templo de Vesta en Roma
En la antigua Roma, algunas mujeres de la estirpe imperial llegaron a ser consideradas diosas. Así sucedió con Livia, la esposa de Augusto, y su hija Julia, quienes fueron declaradas divinas en las provincias del imperio y contaron con templos donde se les daba culto. Las madres de algunos emperadores fueron deificadas a su muerte, con el objetivo de reforzar la creencia en la divinidad de su descendiente en el gobierno. Vemos así que esa divinización no era tanto una ofrenda a la naturaleza femenina sino una estrategia patriarcal más. El reconocimiento oficial del carácter divino de ciertas mujeres se producía mediante la acuñación de monedas con su egigie. En ellas aparecían representadas como diosas afines a las reducidas funciones que se asociaban a la mujer en el imperio romano: Ceres, la diosa propiciatoria de la fertilidad agrícola, y de la humana a través de los frutos del matrimonio; y también Vesta, la diosa del hogar, que encarnaba las virtudes de la piedad, el respeto y la fidelidad al esposo, ideales de conducta femenina que el Estado romano deseaba fomentar como garantía de la estabilidad social.

Es importante advertir la ecuación establecida entre la familia y el Estado, y que el papel clave de la mujer para mantener el orden social en los dos niveles se traducía en su rígida subordinación al varón en ambas esferas. Deberíamos examinar con más detalle la paradoja de que ese rol social central de la mujer no conllevara, en las sociedades patriarcales, una apreciación social positiva, como sería de esperar en recompensa por la carga soportada, sino todo lo contrario.
La llama de Vesta simbolizaba la continuidad de la familia y la del propio Estado. Debemos remontarnos a las épocas más arcaicas para comprender la importancia crucial del fuego en las comunidades humanas y, a través de ello, advertir por qué se consideraba su extinción un mal presagio, como un evento de consecuencias simbólicas funestas. Sólo así entenderemos el papel de las sacerdotisas vestales. En cada hogar, la encargada de cuidar que la llama permaneciese siempre viva era la hija de la casa. Pero ¿qué sucedía con el Estado, una entidad abstracta? Como una joven virgen no pertenecía a ningún hombre, podía encarnar a la ciudad en ese cuidado. De ahí surgió el colectivo de las vestales. Eran las hijas de los primeros reyes romanos quienes se ocupaban del hogar real y de esa función acabaron haciéndose cargo la sacerdotisas de Vesta, que debían ser castas. Quizá no tan paradójicamente, esa virginidad se consideraba como una promesa de abundancia y fertilidad para el Estado. Las jóvenes ingresaban en el servicio con una edad entre los seis y los diez años, y debían permanecer vírgenes a lo largo de tres décadas. A su término, recibían una dote y podían contraer matrimonio, aunque la mayoría de ellas decidían permanecer solteras.


Durante el desempeño de su función, su responsabilidad institucional era doble. Por un lado, incurrían en la severa pena de flagelación en caso de que se extinguiese el fuego sagrado a su cuidado. Por otro lado, incumplir su voto de castidad conllevaba una muerte cruel: las acusadas eran enterradas vivas, y se esperaba que la diosa las salvase si eran realmente inocentes, la misma lógica que regía las ordalías en la Edad Media. Pese a esos castigos tan disuasorios, lo cierto es que las infracciones al voto de castidad no eran infrecuentes.De hecho, la propia fundación de Roma tuvo como origen una violación de esa taxativa norma: cuenta la leyenda que la vestal Rea Silvia dio a luz a dos gemelos, Rómulo, fundador de la ciudad, y Remo, a los que amamantó la Loba capitolina, que en realidad era un animal psicopompo en la cultura etrusca, es decir, un ser que acompañaba a los muertos en su viaje hacia la otra vida. Un ejemplo muy evidente de apropiación cultural de los iconos del pueblo sometido por parte de los vencedores.

La virginidad de las vestales se consideraba una garantía frente a la amenaza de todo daño externo contra el Estado. Por ello, cuando ocurría alguna calamidad, siempre se sospechaba que la causa había sido el licencioso comportamiento de las vestales, como ocurrió en el año 216 a. C. con la derrota de Cannas contra Anibal en la Segunda Guerra Púnica. Esa subordinación de la salud del Estado a la virtud femenina, que se ponía como ejemplo para todas las mujeres romanas, constituía una eficaz arma de control patriarcal. Sin embargo, no se trataba de una idea autóctona de Roma. Aristóteles ya culpó a las mujeres espartanas del deterioro de su polis-que había salido vencedora de las guerras del Peloponeso-, con el advenimiento del imperio macedonio de Filipo y Alejandro Magno.

Casa de las Vestales, Roma
Aunque la vida de las vestales estaba sometida a una estricta reglamentación, en algunos aspectos podían considerarse las mujeres más emancipadas en aquel opresivo régimen, pues escapaban a la manus, el poder de control del padre, el hermano o el esposo al que las féminas debían estar sometidas en todo momento a lo largo de su vida. Como ocurre en Arabia Saudí todavía hoy, las romanas tenían prohibido conducir carruajes por las calles de la urbe, mientras que las privilegiadas vestales podían hacerlo. Éstas también tenían reservado un sitio en el podio imperial para asistir a las representaciones teatrales y a los juegos. No olvidemos que estos espectáculos, en el mundo antiguo, no eran puramente lúdicos sino que estaban teñidos de un componente religioso esencial, de ahí la presencia en ellos de estas sacerdotisas.
En cuanto a su estatus social, se reclutaban entre los miembros de las clases altas, aunque no tenían que pertenecer necesariamente al patriciado.

Con el auge del cristianismo en todo el imperio, los cultos paganos fueron apagándose hasta que, finalmente, la orden de las vestales fue disuelta en el año 394.

La kumari de Nepal

En el valle de Katmandu sobrevive un antiquísimo culto a la encarnación de la suprema deidad femenina, Vajradevi. En la Edad Media era una práctica tan arraigada que en cada población había una kumari, y una en cada barrio en las ciudades grandes, además de la kumari real, a la que veneraban los antiguos reyes hindúes, pues la creencia fue tan pujante que se adoptó también en el subcontinente indio. Con el avance implacable de la globalización, el cambio de costumbres e ideas y la reducción demográfica, junto con la elevada carga económica que representa esta institución para las familias, la costumbre de elegir a una diosa viva esta en franco retroceso. Sólo se conserva en 10 enclaves de un territorio muy circunscrito en el valle de Katmandu: Nuwakot, Makhau, Bahal, Kilagal, Bhaktapur, Dhana, Bungamali, Sankhu, Tokha y Palau. En algunos lugares en los que ya no existe sólo se adora el trono vacío de la kumari, un símbolo de la desacralización a la que estas culturas parecen estar abocadas. El nombre de "kumari" quiere decir "niña virgen", y son adoradas como diosas omnipotentes.

Pero antes de ello han de someterse a un severo proceso de selección: deben pertenecer a la etnia newar, un grupo tibetano birmano, y estar vinculadas a determinados bahals, un tipo de patio en torno al cual residen las familias de más elevado linaje. O bien han de pertenecer al linaje budista que habita en el complejo del monasterio, como sucede en Palau. Los sacerdotes examinan en las candidatas a kumari la concurrencia de hasta 32 signos de perfección: muslos de ciervo, pecho de león, cuello de caracola, cuerpo de baniano (higuera de Bengala), tez dorada, suave voz de pato… Son todos ellos señales identificativas de una persona iluminada, el Bodhisattva. Sin embargo, dada la escasez actual de candidatas, las niñas púberes que se presentan a la elección simplemente deben acreditar que no presentan defectos de nacimiento y que en su horóscopo no aparecen augurios poco propicios. En cambio, se considera un signo muy importante que el horóscopo contenga el signo del pavo real, que es el animal representativo de la diosa.

Una vez que resulta elegida entre una tríada de candidatas, la niña adopta el nombre de Dya Maiju, que significa "diosa infantil". Me parece emocionante que la palabra indoeuropea para "diosa" pueda encontrase diseminada por lugares tan distantes del mundo como la cuenca del Mediterráneo y los montes más elevados del sur de Asia, y hallarse en uso en momentos tan diferentes de la historia.
La actitud de la elegida debe ser, a partir de entonces, serena y contenida. Sus pies nunca podrán tocar el suelo para no contaminarse, por lo que viaja siempre en palanquín o la trasladan en brazos. Pero lo cierto es que sólo puede salir de su casa para acudir a las festividades religiosas. Las lecciones escolares las recibe en su propio domicilio.

Los padres han de habilitar una amplia habitación en la vivienda adonde acudirán a diario los devotos para llevar a cabo los rituales de adoración de la diosa niña. Ella los recibirá siempre con sus galas teñidas de color rojo, que representa la energía creadora, con el cabello recogido en un moño alto y los ojos perfilados con gruesas rayas de  kohl hasta las sienes. Los días de fiesta se pinta el tercer ojo plateado.
Como vive en el interfaz entre el mundo divino y el de los humanos, la kumari está sometida a una serie de tabúes para asegurar su estado de pureza. En cuanto a los alimentos, no puede comer pollo ni huevos de gallina. Todo en la vivienda debe mantenerse puro, y nadie puede acercarse a la diosa infantil portando una pieza de cuero. Pero, sobre todo, la kumari no puede sangrar, ni siquiera a través de un pequeño rasguño. Si ello se produjera, se entendería que el espíritu de la diosa ha abandonado su cuerpo con el fluido sanguíneo. Evidentemente, se trataría de un signo de humanidad incompatible con el rango divino que se le confiere. Por ello, antes de la primera menstruación, la kumari pierde su condición de deidad. Hasta entonces, habrá ejercido para sus adeptos una serie de importantes funciones religiosas: premoniciones, curación de enfermos, hacer realidad deseos, y proteger y asegurar la prosperidad de su pueblo.
Aunque su elección constituye un supremo honor para la familia de la niña diosa, también conlleva una pesada carga económica para la misma. Aparte de acondicionar la vivienda para permitir el acceso diario de los fieles, los padres deben adquirir para ella costosos vestidos de fiesta al menos dos veces al año. El gobierno concede una subvención mensual pero resulta insuficiente para cubrir los gastos de representación reales. Una vez que se retira del cargo, la kumari percibirá una pensión vitalicia.

Por otro lado, no puede perderse de vista el problema psicológico que representa para estas niñas dejar de ser diosas para convertirse en mujeres de carne y hueso, una vez que alcanzan el problemático período de la pubertad. Muchas de ellas necesitan asistencia especializada para superar ese difícil trance, y a veces tienen dificultades para encontrar marido por las supersticiones asociadas al espíritu de la deidad, que piensan que sigue habitando los cuerpos de sus sacerdotisas y que tiene la capacidad de dañar a los hombres. No en balde se trata de cultos que otorgan un papel preponderante a la energía femenina (shakti), de ahí el miedo que suscita ese poder.
Aunque esta costumbre ha generado denuncias por maltrato infantil, en el año 2008 el Tribunal Supremo de Nepal tuvo ocasión de pronunciarse sobre el problema, negándose a prohibirla por su profundo significado cultural y religioso que justifica su pervivencia.

Coda: reinas de belleza
Belleas del Foc, Alicante, 2015
Mientras leía el interesante artículo sobre las kumaris publicado por  la revista National Geographic, me parecieron muy evidentes las similitudes estructurales que presenta esa figura con la de las misses, falleras mayores, belleas del foc, reinas de la sal, y toda clase de otras reinas coronadas en las fiestas populares. Son jóvenes y hermosas, se eligen por concurso de acuerdo con un ideal de perfección. Su foto, como una especie de icono religioso, luce en los escaparates de los comercios para ser admiradas por todos, como sucede en estos días en las festividades de San Juan en Alicante. Es tentador ver esto como una suerte de divinización aunque bastante diluida.

Durante su mandato temporal, se les exige un comportamiento concorde con la dignidad representativa conferida. Y es que, en efecto, lo más importante de estas reinas de las fiestas parece ser, a tenor de las bases de las convocatorias para su elección, el papel de representación institucional que tienen encomendado. En su calidad de bellas oficiales, deben acudir a los actos cívicos y religiosos, y desfilar vestidas con trajes regionales o con sus mejores galas, acompañando a las autoridades de todo tipo para encarnar la identidad de su barrio o ciudad. Probablemente en su origen, las reinas de las fiestas populares fueron consideradas también figuras propiciatorias de la fertilidad y de la prosperidad de sus pueblos, quizá hasta integraban algún tipo de colegio de sacerdotisas, al estilo de las vestales. Pero en los lugares donde no existía una tradición folklórica previa, estas reinas de las fiestas surgieron de la imaginación mitopoiética de los cabildos municipales, que en los años 80 reintrodujeron y también crearon ex novo múltiples festividades y figuras para poblar un nuevo universo social, el de la democracia. Para ello, un poco como el bricoleur de Lévi-Strauss, echaron mano de elementos del imaginario colectivo, de la caja de herramientas simbólicas de las que dispone toda cultura, para dotar de roles a estas reinas de las fiestas, entre el recuerdo del pasado y los nuevos valores democráticos. En ambos casos, recuperación o revitalización de tradiciones y figuras de nuevo cuño, me parece un tema sugerente como propuesta de estudio. Sin embargo, hay tanta variedad, y está tan extendida su presencia en nuestras sociedades contemporáneas, que resultaría aventurado lanzarse a abordarlo con generalizaciones en unas pocas líneas, así que su análisis más detallado queda aplazado para otra ocasión más oportuna.

Falleras Mayores

Fuentes consultadas:
-Lorenzo, Encarnación: Las sibilas, oráculos de sabiduría. 3-7-2013.Web. 10 de junio de 2016.http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2013/07/las-sibilas-oraculos-de-sabiduria.html
-Lorenzo, Encarnación: La mujer en el Antiguo Egipto. 11-7-2013. Web. 10 de junio de 2016. http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2013/07/la-mujer-en-el-antiguo-egipto.html
-Pomeroy, Sarah B.: Diosas, rameras, esposas y esclavas. Mujeres en la antigüedad clásica. Akal, 1999.
-Robins, Gay: Las mujeres en el Antiguo Egipto. Akal, 1996.


-Tree, Isabella: Kumaris: las diosas vivientes de Nepal. National Geographic, agosto de 2015.

martes, 29 de septiembre de 2020

LA MUJER GÓTICA. Un recorrido por la literatura, el cine y la escena.


¿Qué tiene que ver Hitchcock con la autora de Frankenstein?¿Y el ballet y la ópera románticos con la novela gótica? Y, sobre todo, ¿qué nos puede decir una visión antropológica acerca de ello?Os invito a un paseo cultural a lo largo de más de 200 años de historia, en el que la novela, la moda, el ballet, la ópera y el cine se darán la mano y nos proporcionarán las claves acerca de cómo se construyeron múltiples aspectos de nuestra cosmovisión occidental.

Female Gothic (la mujer gótica) es un texto seminal escrito por Ellen Moers en 1976 como parte de Literary Women. En él lanzaba la idea de una ficción gótica escrita por mujeres para mujeres en los siglos XVIII y XIX. El objetivo principal de ese ensayo era relacionar la creación de un monstruo en Frankenstein (1818), sin intervención de mujer, con la experiencia traumática de la maternidad en la autora, Mary Shelley. Su madre, la gran pensadora Mary Woolstonecraft, murió al traerla al mundo y, aunque ella estuvo permanentemente embarazada desde los 16 años, perdió a todos sus hijos de corta edad. Sin embargo, lo que más llamó la atención del trabajo de Moers fue ese sugerente término de “la mujer gótica”, una idea muy bien recibida por el feminismo de los años 70, que vio en ese tipo de literatura la expresión de una fuerza liberadora para las mujeres, escritoras y lectoras. El amplio cuerpo de estudios que, desde entonces, ha explorado el también llamado feminismo gótico o gótico femenino, ha puesto el acento en los esquemas argumentales repetidos en estas novelas de autoría femenina y su significación potencialmente subversiva en un contexto social oprimente para la mujer. Paradójicamente, hoy se considera que Frankenstein, la novela en la que Moers centraba su atención, no es un ejemplo de gótico femenino porque carece de heroína central, sino que más bien responde al paradigma del gótico masculino. Pero antes de seguir avanzando, debemos desarrollar brevemente el concepto de literatura gótica y cómo diferenciar de manera clara una clase y otra de novelas.
Gótico masculino y gótico femenino
Nuestro punto de partida debe ser asumir la imposibilidad de un concepto unificado de ficción gótica con unos contornos nítidamente definidos. Únicamente podemos configurarla por un conjunto de rasgos no siempre presentes: lo sobrenatural, el predominio de la fantasía, lo onírico, la transgresión, la locura, el gusto romántico por el pasado medieval, los países del sur Mediterráneo católico, con su característica iconografía de castillos, ruinas y monasterios en contraste con el norte brumoso, oscuras maldiciones genealógicas…(Tenéis un excelente estudio de dichos elementos en este enlace: http://anthropotopia.blogspot.com.es/2017/04/la-imagen-del-sur-en-la-novela-gotica.html) Había en estas obras elementos propios de las novelas bizantinas, con sus encuentros improbables y sus personajes aristocráticos, pero también del romance medieval, con su intervención de los seres del más allá. Sin duda se añadieron a ese cóctel unas gotas del Shakespeare de Hamlet y Macbeth, con sus fortalezas, fantasmas y horrendos crímenes nocturnos.

La mansión de Horace Walpole en Strawberry Hill que lanzó la moda del neogótico en arquitectura
La moda de la literatura gótica comenzó en Inglaterra en 1765 con El Castillo de Otranto. Una ficción gótica, de Horace Walpole. La novela provocó el delirio de los lectores por castillos de siniestras mazmorras gobernados por villanos atractivos pero depravados que no dudan en atrapar a inocentes jóvenes en sus retorcidos planes dinásticos. Este es el esquema general del gótico masculino, que cuenta con una narración que avanza linealmente y en el que domina el afán trasgresor de las leyes morales y naturales por parte del satánico protagonista. La violación del tabú y el exceso son igualmente el signo de identidad de El monje (1796) de Matthew Lewis, VathekUn cuento árabe (1787) de William Beckford o la más tardía Melmoth el Errabundo (1820) de Charles Maturin. En estas novelas, la protagonista femenina es una frágil damisela perseguida que hasta siente simpatía por su maltratador, el cual consigue arrastrarla hasta la demencia. Esta víctima que no se resiste, a la que se describe siempre pálida como un cadáver, es un reflejo de la mentalidad masculina de la época, que prescribía para la mujer una actitud pasiva y obediente a los deseos del hombre, sumisa a los únicos roles permitidos socialmente, los de esposa y madre. Por otro lado, también se ha visto que en esta narrativa gótica masculina los excesos de sus malévolos protagonistas, lejos de perseguir una apertura de costumbres, conseguían reforzar los valores y límites sociales transgredidos, al hacer visible la necesidad de reinstaurarlos. En cambio, en el gótico femenino la joven protagonista alcanza el estatus de auténtica heroína en su lucha contra las adversidades puestas en su camino por el villano opresor y por la sociedad que lo respalda. Viajando por desolados paisajes en busca de la madre perdida, la mujer gótica se enfrenta a lo sublime y, empeñada en esa empresa, define su verdadera personalidad. En el gótico femenino también interviene lo sobrenatural pero, con frecuencia, al término de la novela se ofrece una explicación lógica del misterio. Por lo que se refiere a su estructura, en lugar de lineal es circular: parte de una situación de conflicto hasta retornar al origen pero logrando un final feliz. Otro aspecto interesante, en cuanto a sus personajes, es la confrontación entre la intachable heroína y una mujer depravada que le sirve de réplica. Una actúa como víctima y, la otra, como depredadora.
Ann Radcliffe, la reina del terror gótico
Ann Radcliffe
A los lectores en castellano puede resultarnos un tanto incomprensible el descomunal éxito que alcanzaron las historias góticas en la Inglaterra del siglo XVIII. Entre una población con un alto nivel de alfabetización y en el marco de un amplio desarrollo del negocio editorial, la novela gótica hizo furor. En una época de revoluciones y ateismo en la que los miedos al más allá provocados desde los púlpitos ya se habían acabado, los ingleses se convirtieran en auténticos adictos a otra clase de terror, el literario. Los novelistas que adoptaron esta moda, la mayoría hoy olvidados, eran conocidos como “los terroristas”. Pero entre todos ellos la historia recuerda especialmente a una mujer, Ann Radcliffe, que se convirtió en la reina indiscutible del terror gótico, la escritora más popular y mejor pagada del momento. Y lo más curioso es que no se trataba de un caso aislado sino que hubo muchas otras escritoras profesionales en este género. Por solo citar a las más conocidas, Elisa Parsons, Anna Laetitia Barbauld, Sophia Lee y, ya en el siglo XIX, Elizabeth Gaskell, una escritora con aguda conciencia de los problemas sociales de su época y cuyas historias de fantasmas le sirvieron para presentar a la mujer en un escenario distinto del doméstico y maternal, llevando a cabo así una tarea de crítica social de su situación enclaustrada. Hasta podemos decir, parafraseando el título de una famosa novela de Miguel Delibes, que la sombra del gótico femenino es alargada. Así, una autora de enorme éxito en la primera mitad del siglo XX, Daphne du Maurier, escribió grandes historias góticas como La Posada Jamaica (1936Rebeca (1938), que Hitchcock, otro enamorado de la magia del gótico (¿cómo pasar por alto su omnipresencia en Psicosis?), se apresuró a llevar al cine. Particularmente en la película Rebeca (1940) se aprecian muy claramente los rasgos góticos de la historia: la mansión señorial, Manderley, que al final arde con el fuego purificador, como en Jane Eyre (1847).Una heroína frágil ( y hasta sin nombre, como agudamente advirtió Agatha Christie), que resiste la sombra del fantasma de la pérfida Rebeca. Y, sobre todo, la torturadora Mrs. Danvers, la inolvidable ama de llaves que asumía el papel de villano/a, con su mal disimulada pasión lésbica por su antigua ama. Y es que también se ha dicho que el gótico femenino, con sus transgresiones, es un lugar idóneo para explorar identidades sexuales alternativas.

Lo gótico, un elemento central del Romanticismo europeo
Hasta ahora hemos hablado principalmente de literatura y nos hemos centrado en Inglaterra, pero lo cierto es que se trató de un fenómeno cultural central en todos los países y en todas las artes escénicas, que vieron en lo sobrenatural y en la locura dos elementos a los que podía sacarse gran provecho a la hora de demostrar el talento de los artistas y para sacudir profundamente las emociones del público. Eran una estética y una sensibilidad radicalmente nuevas. Como afirmó Théophile Gautier, el público de París ya estaba harto de diosas y ninfas y quería brujas. Era la eclosión de una nueva cosmovisión, la de la realidad escondida en los oscuros lugares de la mente, una revuelta contra los excesos de la Razón, entronizada en el Siglo de las Luces, que abanderó con una fuerza torrencial el Romanticismo. Un ejemplo muy notable del cambio de gustos fue la sensación que causó el ballet de las monjas en la ópera Roberto el Diablo (1831), de Giacomo Meyerbeer. En un ambiente espectral, en la oscuridad iluminada solo por la luz de gas, una procesión de monjas difuntas vestidas de blanco salían de sus tumbas entre las ruinas de un claustro gótico. 
La danza en puntas, que a nosotros nos parece tan consustancial al ballet clásico, fue una innovación de esta época para poner de relieve que los personajes no eran seres vivos sino espectros venidos del otro mundo y que, por ello, se movían de otra forma. El ballet romántico por excelencia, Giselle (1841) explotó esa afición a lo irracional y mágico que se había despertado en el público, añadiendo los blancos y sutiles tutús, que representaban los sudarios de las willis, los espíritus de las jóvenes que habían muerto sin haberse casado y que se vengaban castigando a todo hombre que se adentrara en el bosque tras caer la noche. Otros elementos simbólicos de carácter gótico que podemos encontrar en este irrepetible ballet son las nubes, el claro de luna, el bosque, la evocación del pasado feudal, el sabor local germánico, los sueños, los espectros, la culpa, la locura, la fantasía, la trágica muerte de la protagonista…Hacia 1790 la sensibilidad de las heroínas comenzó a verse como la consecuencia de enfermedades nerviosas que afectaban a los personajes femeninos en una medida mucho mayor que a los hombres. Con ello se abrió camino a la exploración de los estados emocionales perturbados tan característica del Romanticismo. La locura de las protagonistas siempre se desencadena como consecuencia de la sensación de ser traicionadas, por la pérdida del amor o por un sufrimiento intenso, lo que arroja a la mujer a otra dimensión mental imaginaria en la que es capaz de soportar su dolor y puede expresar abiertamente lo que siente, contra los convencionalismos sociales que la condenaban al recato y al silencio. La pasión por la locura en la escena se desató, en el ámbito de la ópera, en 1786, con la primera versión de Nina. Sin embargo, fue Giovanni Paisiello quien, el mismo año de la Revolución francesa, otorgó al personaje de Nina, en una nueva adaptación del mismo libreto, Nina, ossia la pazza per amore, la inmortalidad entre las locas operísticas. A partir de entonces, la audiencia siempre esperaría alardes acrobáticos, de voz o de danza, en las obras representadas, pues la locura o los estados mentales alterados eran el pretexto ideal para forzar los límites de la creación artística en autores, compositores e intérpretes. En 1835 llegaron a darse cita en los escenarios dos grandes ejemplos de la demencia femenina operística, I Puritani de Vincenzo Bellini, con la locura de amor de Elvira, y Lucia de Lammermoor, que se estrenaría con enorme éxito en París en 1839, y que quizá sea un antecedente inmediato para que se incluyera en el argumento del ballet la locura danzante de Giselle. Pero podemos citar otras célebres locas y trastornadas en el mundo de la ópera, un espejo de la realidad burguesa, su público más fiel: Ophelia en Hamlet ( 1868) de Ambroise Thomas, La sonnambula (1831) de Bellini, o Linda de Chamounix (1842) de Donizetti. (Podéis encontrar más información en este enlace: http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/08/las-willis-antropologia-y-genero-en-el.html )

Rasgos del gótico femenino
Pero volvamos a la literatura gótica femenina de los siglos XVIII y XIX para examinar con más atención sus rasgos característicos. A diferencia del gótico masculino, que no tiene ninguna utilidad emancipadora para la mujer, las narraciones de Ann Radcliffe nos hablan de mujeres indefensas pero que se empoderan en el esfuerzo de resistir los abusos patriarcales, metaforizados en los sótanos y criptas de antiguas casas solariegas. Que Radcliffe no escribía sin más productos de consumo, sino que intentaba transmitir una tesis, se desprende con claridad del argumento de su obra más conocida, Los misterios de Udolfo, una respuesta al inmensamente célebre Emilio o la educación de Jean-Jacques Rousseau. Es, cómo esta, una novela de aprendizaje, y su protagonista, para que no haya error en el propósito de la novelista, se llama también Emily. Repasar su trama nos permitirá ver todos los rasgos del gótico femenino en acción. Emily St. Aubert queda huérfana tras la muerte de su querido padre. Un desalmado criminal italiano, Montoni, se casa con la tía de Emily, una solterona egoísta, con el retorcido plan de apoderarse de la herencia de la joven. Emily se ve apartada de su amado Valancourt y debe acompañar a la indeseable pareja a Italia, viajando por paisajes majestuosos hasta que la encierran en el castillo de Udolfo. Allí experimenta terrores sobrenaturales pero también indaga la misteriosa relación de su padre con la marquesa de Villeroi. En esa busca descubre su identidad, la anagnorisis tradicional en la tragedia griega. Al final, todos los oscuros secretos quedan explicados y el verdadero amor triunfa. La genial Jane Austen imitó a Cervantes en el Quijote al parodiar la moda de la novela gótica en su divertida obra La abadía de Northanger (1798): su protagonista, después de leer Los misterios de Udolfo, comienza a ver a todos los que la rodean como villanos.
Entre los elementos estructurales más repetidos en la novela gótica, encontramos el potente simbolismo arquitectónico de la casa. La protagonista aparece invariablemente confinada en sombríos castillos o lóbregas prisiones. Pero también pueden ser cárceles virtuales, como las redes sociales que la sujetan inexorablemente al ámbito doméstico y reprimen sus deseos de libertad. Las ruinas, un leit motiv omnipresente, representan el caos social. Un segundo aspecto a destacar es la locura, que puede concebirse también como un espacio, el territorio mental más allá de las convenciones sociales al que, con frecuencia, se ve arrastrada la protagonista para escapar de la traición masculina o del tormento insoportable al que le somete una sociedad castradora. Hasta en obras más tardías, como en el relato de Charlotte Perkins Gilman, El papel pintado amarillo (1892), en la que los elementos góticos siguen siendo bien visibles, se combinan ambos rasgos y así la casa de veraneo se convierte en un manicomio que destruye todos los sueños creadores de la trastornada protagonista, a la que solo se le permite ser esposa y madre pero no escritora. ( Tenéis amplia información sobre este extraordinario pero poco conocido relato y sobre su autora en estos enlaces: http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/11/locas-en-el-laboratorio-el-papel.html y http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2016/11/charlotte-perkins-gilman-y-la-new-woman.html). La dialéctica hegeliana del amo y el esclavo aflora igualmente en estas novelas como metáfora del matrimonio. Así lo expresa Charlotte Brontë por boca de la rebelde Jane Eyre, quien rechaza la propuesta inicial de Edward Fairfax Rochester, otro héroe maldito, al comprobar que quiere convertirla en concubina de su harén. Esta misma novela ilustra a la perfección otro aspecto del gótico femenino a través del personaje de Bertha Mason, la esposa demente de Rochester encerrada en Thornfield Hall. La loca del desván aparece como una proyección monstruosa de la protagonista, encarnando sus conflictos internos por su deseo de transgredir los dictados sociales (más información en http://anthropotopia.blogspot.com.es/2014/05/colonialismo-y-post-colonialismo-en.html ). Es una manifestación de una figura típica de la literatura alemana, el doppelgänger, como paradigmáticamente sucede con Mr Hyde frente al doctor Jekyll en la novela corta de Stevenson de 1886, que también muestra incontables rasgos góticos (http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/09/el-mito-del-doble-en-el-dr-jekyll-y-mr.html). Ese desdoblamiento lo podemos encontrar en la confrontación habitual entre la heroína y la antagonista malvada, celosa de su juventud y de su belleza y que hace todo lo posible por arruinar su felicidad. Por supuesto, siempre está el cuento de Blancanieves, otra historia gótica 100%, como referente. Pero en otras ocasiones los límites entre una figura y otra se difuminan, como sucede en otra novela muy gótica como es Drácula de Bram Stoker. Mina es primero una figura maternal pero, cuando se sexualiza, se convierte en vampiro. El personaje de Lucy, tan solicitada, muestra los peligros del flirteo y se desdobla en víctima y depredadora. La sangre en esta novela es un símbolo netamente sexual. Las novias vampiro de Drácula, a cuya sensualidad sucumbe Jonathan Harker, son al propio tiempo seductoras y repulsivas. Se ha dicho que estas figuras contradictorias expresan las ansiedades de la época victoriana antes el desafío que suponía el nuevo modelo de mujer emancipada, la New Woman.

Harker con las novias de Drácula en el esteticista film de Coppola
La mujer gótica ante la crítica
La obra de Ellen Moers dio paso a un aluvión de estudios sobre el feminismo gótico. Algunos autores han valorado muy positivamente el subtexto políticamente subversivo de las novelas de Radcliffe y sus seguidora, al expresar la insatisfacción femenina ante las estructuras patriarcales que atrapaban a la mujer en un hogar y en un cuerpo totalmente conformados por la mirada masculina. Sin embargo, para Diane Long Hoeveler, ese supuesto valor liberador resulta discutible porque las novelas góticas serían una manifestación de un feminismo victimista, al presentar a las mujeres como víctimas de un mundo patriarcal opresivo y corrupto y mostrar estrategias pasivo-agresivas y masoquistas como vía para alcanzar el triunfo. Otros estudiosos ponen de relieve que las autoras de éxito de la época (la historiadora Catherine Macaulay, Anna Laetitia Barbauld, Charlotte Smith...) no se veían a sí mismas en oposición a los autores masculinos sino como iguales a los mismos en la República de las Letras. Sea como sea, el gótico femenino, parte de un fenómeno global que sigue muy vigente en nuestros días, ha abierto una vía de estudios muy fructífera que nos permite analizar una larga tradición de obras iluminando nuestro presente.
Fuentes consultadas:
-Clamp, Rachel: The Significance of Female Identity within the Gothic Literature. 11-12-2016. Web. 1-3-2017.
-Miles, Robert: Mother Radcliff: Ann Radcliffe and the female gothic. Web. 20-7-2017
-Moers, Ellen: Female Gothic en Literary Women(1976). Web.1-3-2017.
-Wallace, Diana, y Smith, Andrew: IntroductionDefining the Female Gothic. Web. 20-7-2017.
-Wallace, Diana, y Smith, Andrew: The Female Gothic: Then and Now. 25-8-2004.Web. 1-3-2017.
-Williams, Anne: Art of Darkness: A poetics of Gothic. Web. 20-7-2017.
-El espejo gótico: La mujer en la literatura gótica. Web. 20-7-2017.

martes, 11 de febrero de 2014

EL HABLA DE LAS MADRES

 Antes de estudiar Antropología, pensaba que esa peculiar forma con que las madres hablan con sus bebés no era más que una simple efusión de cariño. Después de cursar la asignatura de Hominización descubrí, con enorme sorpresa, que se trata de un lenguaje estandarizado en la mayoría de las culturas humanas y que, además, constituye una pieza clave en el proceso de aprendizaje infantil. Hace poco observé fascinada cómo mi preciosa sobrina María, con tan sólo dos meses edad, escuchaba con atención los balbuceos con que le hablaba su papá y le devolvía, repetidos, los mismos sonidos. Por ello pensé que era un buen momento para escribir esta entrada, que dedico a la pequeña María y a todos los que se ejercitan en el difícil oficio de ser padres, para que podamos descubrir cuánta antropología y sociología se esconde detrás de su valiosa labor. En todo momento seguiré y comentaré el texto de Eugenia Ramírez Goicoechea, Evolución, cultura y complejidad. La humanidad se hace a sí misma, Ed. Un. Ramón Areces, 2009.

1 .Una relativa altricialidad
El enorme tamaño del cerebro humano obliga a dar a luz a los neonatos en unas condiciones de vulnerabilidad y dependencia importantes. Son altriciales: necesitan constantes cuidados para mantener la temperatura corporal adecuada, para su alimentación y su aseo. Pero no están aislados del mundo que nos recibe sino que, ya desde los últimos meses de embarazo, cuentan con la musculatura necesaria para expresar sus emociones. Por ello, su proceso de aprendizaje puede dar comienzo muy pronto. De hecho, se tiene constancia de bebés que, con tan sólo cuarenta y cinco minutos de vida, han sido capaces ya de imitar el gesto de sacar la lengua o abrir la boca. Sin embargo, esas predisposiciones sensoperceptivas, emocionales y comunicativas tan tempranas sólo se desarrollan adecuadamente si se estimulan y orientan por los padres o cuidadores. Cada habilidad biopsicosocial deberá adquirirse en el momento oportuno. E. Gotlieb llamó “ventanas cognitivas” a los periodos críticos en que se consolidan las distintas capacidades: la visión, hasta los siete años; el lenguaje, hasta los nueve… Durante esas etapas, el niño es especialmente sensible a los estímulos externos necesarios para su maduración normal. Una vez concluida cada fase, las deficiencias de desarrollo pueden devenir irrecuperables. Podemos advertir con gran claridad la importancia del aprendizaje en el momento correspondiente con algunos ejemplos del mundo animal: las aves canoras que no pueden observar a sus congéneres en su periodo formativo, no aprenden el canto propio de su especie y, por tanto, no podrán atraer a una pareja. Lo mismo puede ocurrir para construir el nido o realizar el viaje migratorio anual. Los simios en cautividad acaban viendo vídeos para aprender a mantener relaciones sexuales.
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