EL RETRATO DE ENTRESIGLOS Por María Lorenzo
No es fácil encontrar un título que englobe unitariamente todos los pormenores de nuestra inmersión en el espíritu (o espíritus) de una vasta época (1865-1935), en la heterogénea franja sociopolítica, cultural y económica que llamamos Occidente, a través de los testimonios que aportar un género pictórico, el retrato. Se da la singularidad de que, en su ejecución, la idiosincrasia del autor puede estar relegada a un segundo plano, reflejando en cambio los gustos y preferencias de la clase social que constituye su clientela, en un complicado juego de intereses.
No es fácil encontrar un título que englobe unitariamente todos los pormenores de nuestra inmersión en el espíritu (o espíritus) de una vasta época (1865-1935), en la heterogénea franja sociopolítica, cultural y económica que llamamos Occidente, a través de los testimonios que aportar un género pictórico, el retrato. Se da la singularidad de que, en su ejecución, la idiosincrasia del autor puede estar relegada a un segundo plano, reflejando en cambio los gustos y preferencias de la clase social que constituye su clientela, en un complicado juego de intereses.
De acuerdo con el poeta Luis
Antonio de Villena, la etapa Simbolista se inaugura tras la muerte de
Baudelaire (1867) y comienza su declive con la muerte de Rubén Darío (1916).
Puede parecernos arbitraria e interesada, especialmente para un autor
literario, la elección de ésta última fecha, pero a mí se me antoja adecuada,
porque viene a coincidir con el final de la Belle
Époque, un término nostálgico que engloba el periodo de bonanza desde 1900
hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, el final de una era de ingenua
fe en el positivismo científico.
¿Es posible intercambiar los
términos Modernismo y Simbolismo, dado su amplio solapamiento en el tiempo? Lo
es sólo en la medida de que ambos constituyen una agónica pero renovadora
concepción del mundo, buscando una revolución de los valores estéticos,
personales y sociales para concluir en un nuevo modo de vida, opuesto al del
burgués o trabajador, al aura mediocritas de la clase media, si
bien el mercado acabó asumiendo y suavizando el carácter subversivo de estas
vanguardias que, como el Impresionismo, pasaron de suscitar la risa y la burla
del público a convertirse en la seña de identidad cultural para la burguesía.
Pero el Simbolismo (ya en estado
embrionario en la pintura prerrafaelita) se caracteriza por la nostalgia, el spleen, la hiperestesia emocional, el
predominio del yo de un artista que, como tal, es un enfermo, enajenado de un
mundo cada vez más industrializado (pensemos en el místico erotismo andalucista
de aquel epígono del Simbolismo que fue Romero de Torres, o en la mala vida del morfinómano Santiago
Rusiñol). Lo que entendemos por Modernismo, en cambio, presenta unas
connotaciones muy afines con las características del mundo moderno, con la vida
de las ciudades (y así Ramón Casas encuentra el borde curvo de la vía del tren
y la verticalidad del cable de teléfono tan estéticos como para extraer de
ellos un tema pictórico) y, desde luego, tratándose del género del retrato, el
autor no sólo pinta “para la vanidad que paga”, utilizando los términos de
Blasco Ibáñez en “La maja desnuda”, sino para justificar de algún modo la
hegemonía de una clase social pudiente y despreocupada (como ocurre con
Sargent, que creció en Italia entre aquel ir y venir de ingleses rentistas que veían
pasar la vida en unas eternas vacaciones, en países exóticos o coloniales).