jueves, 26 de septiembre de 2019

MUJERES LEYENDO. LA FOTOGRAFÍA DE CARMEN OCHOA BRAVO.


La almeriense Carmen Ochoa Bravo es autora de una sugerente propuesta fotográfica, Mujeres leyendo que, entre otros lugares, se expuso en 2018 en una librería de Chamberí, barrio madrileño en el que reside, y este verano en la Biblioteca de La Rioja, despertando gran interés. Desde luego a mí me pareció muy atractiva la idea cuando escuché la noticia en televisión. La cultura es elitista también en un sentido geográfico: lo que resulta interesante no puede exhibirse en todas partes. Pero algo bueno aporta la Red al permitir democratizar el arte, hacerlo accesible a un público más amplio y de manera permanente. Y eso es lo que pretendo hacer aquí: explicar el proyecto de Carmen Ochoa Bravo y añadir su nombre a nuestra lista de Ateneas. Se lo merece sobradamente. Ya lo veréis.


La propia autora narra de una manera muy gráfica cómo, paseando hace años por las calles de París, se le ocurrió la idea matriz de este proyecto así que, para entender qué busca con su cámara, nada mejor que cederle la palabra:
Paseando por Le Marais, en un pequeño jardín, dos mujeres sentadas cada una en un banco leían apaciblemente un libro con el frescor que una tarde de agosto podía ofrecer. Al cabo de más de una hora pasé de nuevo por el mismo sitio. Allí seguían. Casi en la misma postura. Imagen de sí mismas”.
Pues es verdad, las ideas fructíferas cristalizan así de sencilla y rápidamente, en un flash. Veamos ahora algunas otras de sus fotos, en las que atisbamos por qué las mujeres son lectoras apasionadas, cómo son capaces de abstraerse del mundo arrastradas por su libro de ficción o ensayo, eso da igual, ajenas al calor, al bullicio de la ciudad o en un lugar recoleto. Las contemplamos, con nuestra mirada indiscreta, mientras están a su aire, en su elemento. 


Pero si los pintores nos han legado imágenes maravillosas de jóvenes ensimismadas en la lectura, ¿dónde está la novedad en la propuesta de Carmen Ochoa? Pues en que esos cuadros geniales nos presentan a la mujer con un libro en la mano pero en un ámbito que habitualmente es el doméstico. La pintura tradicional muestra cómo la lectora no transgrede ninguna regla sino que ocupa el lugar que le ha asignado la sociedad. Es el único esparcimiento mental que tiene permitido pero resulta intransitivo, improductivo. La novela abre a la lectora de los cuadros una ventana a otras realidades pero solo puede vivirlas vicariamente entre cuatro paredes. El libro es un balón de oxígeno para esa lectora enclaustrada del siglo XIX pero quizá también una fuente de frustraciones vitales, al mostrar lo que no puede experimentar de primera mano y solo puede atreverse a soñar. A veces son cuadros que incluso moralizan sobre los peligros subversivos de la lectura. Así que cuando contemplamos a las mujeres de los cuadros, enfrascadas con un libro entre las manos, ausentes, quietas y silenciosas, intuímos que es un gesto más entre los que se consideran adecuados a las reglas de comportamiento impuestas desde fuera a la mujer. Esos cuadros ratifican el rol atribuido, enseñan cómo debe ser la actitud femenina. No muestran rebeldía, aunque pudiera haberla internamente, ni individualidad. Por otra parte, hay una clara dimensión social: las lectoras de los cuadros son burguesas, mujeres que cuentan con una formación y con tiempo libre para entregarse a la lectura. Sería impensable una pintura mostrando a una lectora proletaria, aunque seguro que habría muchas, agotada tras las maratonianas jornadas de trabajo y con la casa llena de niños y, a pesar de ello, robándole horas al sueño para empaparse de saber.Y, por último, los cuadros decimonónicos de mujeres leyendo son escenas de costumbres: las lectoras, casi siempre jóvenes, están relajadas pero adecuadamente sentadas o reclinadas en buenos asientos y espléndidamente vestidas. No hay ninguna objeción que oponer a su toilette

William Churchill, "Mujer leyendo".
Fragonard, "Muchacha leyendo".


Por el contrario, las lectoras de Carmen Ochoa salen del hogar y ocupan la calle. Son un modelo de ser cultural, lejos del viejo estereotipo de encargada de la casa y cuidadora de la familia. Se sientan en el suelo, se descalzan...en definitiva, se saltan las normas del decoro social que tanto constreñían a su predecesores. Estas lectoras se ensimisman con sus libros en el ámbito urbano o en plena naturaleza. Leen en parques, en cafeterías, solas o acompañadas...Se ponen cómodas y se sienten cómodas en este papel. Como dice la autora, nos muestran una imagen de sí mismas, con toda naturalidad.








Carmen Ochoa Bravo, nacida en Almería, es también madrileña de adopción y vocación. Vive en el barrio de Chamberí desde 1968. Se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense y ejerció como profesora en la enseñanza pública en Institutos de Enseñanza Media y Secundaria. Pero hay más “amores” en su vida aparte de la filosofía. En los años 80 se interesó por la fotografía, un campo en el que viene realizando aportaciones desde revistas como Viento Sur, de cuya sección “Miradas” es responsable desde 1997. También publica en la revista Asparkía. Investigació feminista. Ha realizado numerosos trabajos de investigación con fuentes orales sobre la posguerra y el franquismo, perteneciendo al Seminario de Fuentes Orales “Carmen García Nieto”.
En la actualidad Carmen Ochoa es una jubilada muy activa y con muchos proyectos en marcha.


Fuentes:
https://www.20minutos.es/noticia/3733815/0/biblioteca-rioja-acoge-desde-este-viernes-exposicion-mujeres-leyendo-carmen-ochoa/

jueves, 12 de septiembre de 2019

CELESTINA, CLIÉNTULA DE PLUTÓN


AUTORES
● El primer autor es anónimo: se cree el
autor podría ser Rodrigo de Cota o
Juan de Mena.
● Concibió el argumento ...
Portada de edición antigua de La Celestina con la interpretación picassiana de su perfil físico.

"Y pues tú no puedes de ti misma gozar, 
goce quien pueda, 
que no creas que en balde fuiste criada".
Celestina

Leí la Tragicomedia de Calisto y Melibea en mis años de aprendiz de filólogo, de la magnífica edición de Clásicos Castellanos a cargo de Julio Cejador. Con el Quijote no pude, aunque luego lo disfruté a cachos, ya maduro. La Celestina me pareció entonces y me ha vuelto ahora a parecer rotunda, con esa integración de lo mágico medieval desde la distancia de una modernidad herida por la dramática perspectiva de un inteligente converso, con ese desvelar por Fernando de Rojas tanto la elevación de que somos capaces, pero también la bajeza y sordidez de lo humano, esto último que a Cervantes le pareció su inconveniente: la revelación brutal del animal soñador y simulador que somos.

Celestina, personaje tan principal que da nombre por sinécdoque o metonimia a la obra, es una mujer mayor que se nos presenta en el primer acto como una vieja barbuda, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Sin embargo, esas “maldades” no pasan de restaurar y deshacer virgos, algo que hoy haría con gran provecho lucrativo y sin ningún prejuicio social cualquier cirujano plástico. Además, se le atribuye lo que podríamos llamar un gran poder afrodisíaco o venéreo pues, si quiere, hasta en las duras peñas promueve y provoca lujuria. O sea, que estimula con su labia los carnales entusiasmos eróticos. Tampoco por esto metemos hoy en el cárcel a nadie, más bien le damos patente de corso en cualquier programa para adultos.


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Coqueta, Celestina oculta sus canas y arrugas. “Puta vieja alcoholada”, la llama la plebe, porque se teñía el pelo con stibio, un mineral que hoy llamamos estramonio y que los árabes llamaban alcohl, y aún restituía color con él a sus cejas marchitas. También servía el stibio para oscurecer y agrandar ojos. En el acto decimotercero, Calisto se refiere a Celestina como “la de la cuchillada” o chirlo en la cara. Señalar con una cicatriz la cara de una mujer solía ser en aquella época –como por desgracia lo sigue siendo en la nuestra- venganza prácticada por sicarios y proxenetas para desprestigio de rameras. No sé de dónde sacó Picasso excusa para retratar a Celestina con un ojo huero, en vez de cicatriz. Pármeno le atribuye a Celestina en el segundo acto “seis docenas de años a cuestas”, o sea, setenta y dos años, pero más adelante se le atribuyen algunos menos.

Celestina es mujer de seis oficios: costurera, perfumista, maestra en la fabricación de aceites y virgos, alcahueta y un poco hechicera nigromante. Las primeras dedicaciones son cobertura de aquellos otros que ejerce clandestinamente. Como relaciones públicas resulta extraordinaria: amiga de estudiantes y despenseros, de mozos de abades, de curas y abadesas, señoras y criados. Compra, traspasa y vende virginidades que luego restaura. Ejerce igualmente de curandera eventual, y nunca se pasa sin misa ni vísperas ni deja monasterios de frailes o de monjas sin andar, como la Trotaconventos del Arcipreste. De las medicinas dice en el décimo acto que la gracia de hallar la correcta para cada dolencia depende de tres factores: la experiencia, el arte y el natural instinto y que algo de esto le alcanza “a esta pobre vieja”.

En su casa no faltan las esencias propias del perfumista: estoraques, menjuy, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetas…, así como los trebejos propios de su industria: alambiques, redomillas y barrilejos de mil materiales, con los que también fabrica desodorantes para la sobaquina y enjuagues para el mal aliento.

En cosmética sorprende las diversidad de productos que Celestina ofrece al público: lustres, unturillas, clarimientes, lejías para enrubiar, cremas para la piel de cien orígenes, hasta confeccionadas con manteca de culebra, de mirlo o de ballena; como aparejos de baños tenía en su casa innumerables yerbas y raíces colgadas del techo.

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"La Celestina y los enamorados", acuarela de Luis Paret y Alcázar, 1784. Museo del Prado.

En cuanto a los virgos, unos los hacía con vejiga y otros los curaba “de punto” para lo que se servía de delgadas agujas de pellejeros y de encerados hilos de seda. Era tan buena en esta dedicación de “reparar honras”, que hasta tres veces vendió por virgen a la criada de un embajador francés. Y tan generosa, que remediaba por caridad a huérfanas y “cerradas” que a ella se encomendaban.

Su competencia como consultora sentimental es indiscutible: remedia amores “para se querer bien”, con este fin usa “huesos de corazón de ciervo, lengua de víboras, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra, espina de erizo y pie de tejón”. Varones y mujeres que a ella acuden se contentan con el bálsamo de su conversación y alivian sus pesares tras someterse a esotéricos ritos, escuchar misteriosos sortilegios o ingerir estimulantes o tónicos brebajes.

Por sus mal considerados menesteres de presunta bruja nos dice Pármeno, paje de Calisto, en el segundo acto, que Celestina resultó tres veces emplumada. Este castigo consistía en que, desnudando al reo de cintura para arriba, untaba el verdugo con miel al alcahuete y le cubría de pluma menuda, exponiéndole así a la afrenta pública. Anota Cejador sobre esto dos memorables versos de Quevedo: “Las viejas son emplumadas / por darnos con que volemos”. 

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En el tercer acto, Celestina presume de su actividad: “Pocas vírgenes has tú visto en esta ciudad, que hayan abierto tienda a vender, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la muchacha, la hago escribir en mi registro, y esto para saber cuántas se me salen de la red”. Pero no hace de alcahueta por gusto. ¡No puede mantenerse del viento ni heredó otra cosa que ese saber, ni es propietaria siquiera de casa o viña: “¿Conócesme otra hacienda, más de este oficio? ¿De qué como y bebo? ¿De qué visto y calzo?”. Con sus arriesgados servicios, ella mantiene honra en la ciudad en que nació y será extranjero quien no conozca su nombre y casa.

En el tercer acto y preparándose para acometer la mediación con Melibea de parte de Calisto, la vemos pronunciar un conjuro pagano ante el “triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles”… Este triste Plutón es el dios de los miserables, de los desheredados, de los perdedores. Celestina se confiesa su “más conocida cliéntula”. Pide buena suerte al Señor de la energía oscura, pero también le amenaza si no le ayuda. Si no la sirve favoreciendo su misión, la tendrá “por capital enemiga”: “Heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras: acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre”. 

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Maja y Celestina en el balcón. Goya.

El demonio de Celestina aborrece la luz como los vampiros, se goza en las tinieblas, las claridades le hieren. Anota Julio Cejador que Celestina supone que hasta el demonio quiere que no se descubran como tales sus embustes. ¡Tal es el valor de la verdad para la misma alcahueta!

Verdadera hechicera se muestra Celestina, heredera de Hécate, aquella que, según Diodoro, asaeteaba hombres por entretenimiento entregándose al conocimiento de hierbas venenosas y hechizos letales. A Hécate se atribuye el uso del acónito para emponzoñar puntas de flechas y dicen que ensayó su efecto matando a su padre. Le hacen madre de Circe y de Medea, las mayores magas de la Antigüedad.

Pero Celestina no es una asesina desalmada. Se adapta, especula, duda, medra cuando puede, oportunista, y sobre todo teme que, por mostrarse solícita y esforzada en satisfacer deseos ajenos, exponga su persona “al tablero” y salga en el juego de escaques malparada, pues “cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos”. Por ello vigila augurios antes de involucrarse en la persecución de un logro.

Para Lucrecia, la doncella de Melibea, Celestina es más conocida que la ruda y recuerda que la empicotaron públicamente o pusieron en la picota (o mal rollo) por hechicera, más concretamente por vender mozas a los abades y descasar a mil casados. En el acto cuarto y tras lamentar los achaques de su ancianidad (“vendrá el día que en el espejo no te reconozcas”), Celestina habla de sí misma, relata que fue la menor de cuatro hijas, hermosa en su juventud, que casó y enviudó. Aun después en su pobreza nunca le faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino. Jamás se acostó sin comer una tostada bañada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre (la matriz), tras cada copa. A pesar de su gusto por el morapio, como a Sócrates, nunca la vemos borracha.

En el acto séptimo Celestina llora recordando a su colega nigromante: la madre de Pármeno, criado de Calisto, y que al morir dejó a este a su cuidado. Dice que su comadre andaba a media noche (noche, "capa de pecadores") de cementerio en cementerio buscando dientes de ahorcado, polvo de abrasado o manteca de niño… Cuenta que entraba con ella en el cerco mágico en el que se invoca al diablo y que hasta los demonios la temían.

El poder de la mujer para el engaño lo enfatiza Celestina recordando una leyenda del Corbacho, según la cual el gran poeta Virgilio fue colgado en una cesta de una torre romana, sometido al escarnio público por pretender que su saber era tal, que ninguna mujer en el mundo podría engañarle. ¡Insoportable presunción, que ni siquiera le valió al poeta la deshonra ni le granjeó el olvido!

Celestina argumenta mejor que un sofista y filosofa moralizante: “la mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa”; o se pone metafísica: “Cuanto al mundo es [existe] o crece o decrece. Todo tiene sus límites, todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre, según quien yo era: de necesidad es que mengüe o baje: cerca ando de mi fin. En esto creo que me queda poca vida”. Da consejos prácticos: “No atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del hortelano”. Sentenciosa, persuade a Melibea: “pocas veces lo molesto sin molestia se cura”. Y se eleva a lo general: “Ninguna cosa hay criada en el mundo superflua ni que con acordada razón no proveyese de ella natura” –dice a Areusa en el acto séptimo.

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Poco después se muestra maestra en lo que hoy llamamos aromaterapia para aliviar el dolor de matriz de su prosélita. Aunque más eficaz que aromas de poleo, ruda, inciensos o romeros, mosqueta o plumas de perdiz –sugiere con finura- es el sexo, y no sólo con uno, sino con más de uno. Celestina es pionera del “poliamor”:

“Nunca uno me agradó, nunca en uno puse toda mi afición. Más pueden dos y más cuatro y más dan y más tienen y más hay en que escoger”. Con la discreción del ratón veterano, conviene tener más de un agujero en que guarecerse, por si te tapan uno que no nos atrape el gato: “Una alma sola ni canta ni llora; un acto solo no hace hábito”. De este modo incita Celestina a Areusa a tener sexo con Pármeno, reticente criado de Calisto, al que paga así el ponerse de su parte. E incurre en la obscenidad de quedarse mirando a los amantes meterse mano. Por fin consiente su desvergüenza en privarse del espectáculo del íntimo goce de los jóvenes: “Voyme porque me hacéis dentera con vuestro besar y retozar. Que aún el sabor de las encías me quedó: no le perdí con las muelas”.

La fe de Celestina es descrita cínicamente por Sempronio en el acto noveno: “Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad y cuántas mozas tiene encomendadas y qué despenseros y qué canónigo es más mozo y franco. Cuando menea los labios es fingir mentiras, ordenar cautelas para hacer dinero”. Gestiona Celestina con detalle un meeting point, un escenario de encuentros amorosos.

Pero cuando Sempronio se pregunta quien le enseñó a la vieja tanta ruindad, Pármeno le contesta:

- La necesidad y pobreza, el hambre. Que no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avisadora de ingenios.

En el acto noveno, Celestina parece profetizar su fin. Añora el pasado. Reconoce brutalmente su inveterado propósito de proxeneta: “todas me obedecían… No escogían más de lo que yo mandaba: cojo o tuerto o manco, aquel habían por sano, que más dinero me daba”. Recuerda sus éxitos cuando entrando por la iglesia la saludaban como a una duquesa y el que menos tenía que negociar con ella por más ruin se tenía: “Uno a uno, dos a dos, venían adonde yo estaba, a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya… Que hombre había, que estando diciendo misa, en viéndome entrar, se turbaba, que no hacía ni decía cosa a derechas. Unos me llamaban señora, otros tía, otros enamorada, otros vieja honrada”.

Tiene aún tiempo para mostrarse hábil enóloga: “Que harto es que una vieja, como yo, en oliendo cualquier vino, diga de donde es”. Ya que disfrutó de los mejores caldos cuando entraban fornidos muchachos cargados de provisiones por su puerta, y jamás hubo fruta nueva de que ella primero no gozase o pusiese, considerada, a disposición de las preñadas antojadizas que cuidaba. Pero ahora lamenta: “no sé cómo puedo vivir, cayendo de tal estado”.

Si la argumentada manipulación de voluntades despierta en nosotros monstruos como la avaricia, es porque estaban ya ahí escondidos. También Fernando de Rojas pone a nuestra disposición los antídotos de las pasiones viciosas, ¡y sin la moralina religiosa del corrector posterior que alarga innecesariamente la obra!: “Ninguna cosa hace pobre al avariento sino la riqueza. ¡Oh Dios, y como crece la necesidad con la abundancia!”. Sempronio hubiera visto de verdad hasta qué punto se multiplican las necesidades humanas si hubiese vivido quinientos años más, en nuestra época de consumismo compulsivo.

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Como todo clásico, la Tragicomedia de Calisto y Melibea evidencia aspectos sempiternos de la naturaleza social humana y de la condición contradictoria del amor: “sabroso veneno”, “dulce amargura”, “alegre tormento”, “blanda muerte”… Cita en esto Rojas a Petrarca. Y también cuenta La Celestina con referencias históricas y anticipadoras, como la queja de Melibea ante la condición de las mujeres en su tiempo y edad: 

“¡O género femíneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada [o sea, todo iría de perlas si ella pudiera expresar su amor como lo hace Calisto]” (Acto décimo).

Celestina es tan de su tiempo como universal. Antes de ser cruelmente traicionada y sacrificada por sus cómplices, Celestina se defiende:

“Soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos: a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros, muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna”.

Dudo mucho que esta consideración igualitaria de la justicia refiera a la de su tiempo, más parece alusión al Juicio Final trascendente. Y así no extraña que las últimas palabras de Celestina, ya herida de muerte, sean pidiendo Confesión, imprescindible trámite cristiano para acceder al Reino de los Cielos, en el que sin duda Celestina sobrevive tras haber pasado por el purgatorio de la injusta infamia y la traición in hac lachrymarum valle.

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En La Puebla de Montalbán (Toledo), ciudad natal de Fernando de Rojas, se creó un museo dedicado a La Celestina. La primera edición conocida de la Tragicomedia es la de Burgos de 1499, en pleno apogeo de los Reyes Católicos. Los episodios de la pieza, obra maestra de la literatura universal y fundacional del teatro hispano, transcurren en una ciudad indeterminada, pero algún detalle sugiere que Rojas podía tener en mente Toledo o Salamanca, ciudad en la que estudió Leyes. He usado para esta entrada la edición citada de Julio Cejador en Clásicos Castellanos, pero he actualizado la ortografía de las citas.