sábado, 19 de diciembre de 2020

DIOSAS VIVAS

En esta entrada vamos a examinar las condiciones sociales, económicas y políticas en que las mujeres, en algunas culturas históricas y actuales, son elevadas a la máxima dignidad social y revestidas de poderes sacros, y hasta incluso deificadas. Os propongo un recorrido que comienza en el Egipto faraónico, se detendrá en Delfos para conocer el funcionamiento del más famoso de los oráculos de la antigüedad y, como tercera etapa, seguirá los pasos de las sacerdotisas vestales en Roma, quienes custodiaban la llama sagrada de la familia y el Estado. Después pasaremos al remoto valle de Katmandú, en Nepal, con su culto a la energía femenina. En el camino de retorno, podremos entrever algunas similitudes con figuras actuales, que demuestran que las costumbres, como la energía, no se destruyen sino que se encuentran sometidas a una permanente reelaboración transformadora.

Faraonas, reinas y sacerdotisas

El puesto de mayor relevancia que una mujer podía alcanzar en la sociedad egipcia era el de faraón, aunque muy pocas mujeres llegaron a desempeñarlo. Algunas de  ellas son tan conocidas como Hatshepsut, Nefertiti (que gobernó bajo el nombre de Esmenkare) o Cleopatra, pero también ostentó tal rango Tausert, en la dinastía XIX, entre los años 1.188 y 1.186 a. C. Pero solo se trata de un número ínfimo de casos, en relación a un número total de 350 faraones que registran los anales. Sí contamos, en cambio, con muchos más ejemplos de reinas, grandes esposas reales o regentes durante la minoría del hijo ya nombrado faraón.
En ciertas épocas, el papel de las mujeres de la realeza fue considerado fundamental para la transmisión del linaje regio. Con frecuencia se plasmaban en las tumbas reales escenas de teogamia, en las que la reina aparece unida al dios Amón, un acto simbólico con el que se mostraba la transmisión de la sangre divina al hijo y heredero real. Como solo era la esposa principal quien transfería el poder dinástico, quienes alcanzaban la dignidad de faraón sin pertenecer a la línea sucesoria ansiaban legitimar su posición contrayendo matrimonio con alguna de las hijas del faraón anterior y de su gran esposa real.


En cuanto al papel de la mujer en el ámbito religioso, resulta interesante examinar la cuestión diferenciando las diversas etapas en la historia del Egipto faraónico, dado que se trata de un período histórico muy extenso.
En el Imperio Antiguo (2649-2150 a. C.), las mujeres desempeñaban un papel ritual en los templos en los que se daba culto a Hathor, diosa de la sexualidad (en la fotografía arriba), y en menor medida a la diosa Neith, tutelar de la guerra y la caza. Esas sacerdotisas pertenecían a las clases privilegiadas, y sus esposos igualmente desempeñaban los cargos más elevados en la burocracia estatal.
En el Imperio Medio (2040-1640 a. C.), aparece la figura de la sacerdotisas wahet, cuyo nombre quiere decir “ser puro”. El culto a Hathor siguió siendo en esta etapa mayoritariamente masculino, respecto del cual las mujeres sólo actuaban como subordinadas a los sacerdotes. Eran estos quienes se encargaban de leer las fórmulas rituales. Que la lectura estuviese reservada a los varones se ha querido interpretar como una confirmación de que las sacerdotisas eran iletradas. Pero también resulta factible pensar que, dado que el dominio de las letras siempre se concibió entre los egipcios como un privilegio masculino, no eran capaces de reconocer oficialmente a las mujeres la facultad de descifrar los textos sagrados, aunque de hecho la desempeñasen.

En el Imperio Nuevo (1550-1070 a. C.), el sacerdocio se convirtió en una profesión institucionalizada, un puesto desde el cual podía hacerse carrera como alto funcionario. No es extraño, por ello, que entonces se excluyera a las mujeres totalmente del disfrute de tan importante función, rebajándolas de categoría en el ámbito sacro. A partir de entonces, se limitaron a actuar como instrumentistas del templo, al servicio indistinto de divinidades masculinas y femeninas, mientras que antes solo servían a las diosas. Fuera de Tebas, donde se ocupaban de acompañar musicalmente los rituales de  Amón, las mujeres de alto rango actuaban como instrumentistas para las divinidades locales, en los mismos cultos en los que intervenían sus esposos sacerdotes. Las instrumentistas portaban el sistro en forma de lazo, una especie de sonajero que hacían vibrar para apaciguar a la diosa Hathor.

La esposa del dios Amón en Tebas
En la dinastía XVIII (1550-1307 a.C.), que conoció el declive de la sacerdotisas, también vio nacer la figura de la divina adoratriz (duat netyer), pero la más importante función fue la de esposa del dios Amón, un cargo que ostentaban las reinas y que conllevaba el ejercicio de funciones sacerdotales. En el Tercer Periodo Intermedio (1070-712 a. C.) ambos títulos se fusionaron.Comenzó a desempeñarse por miembros de la familia real en tiempos de Amosis (1550- 1525 a. C.) Se desconoce el contenido concreto de ese cargo, aunque sí se sabe que tenía una connotación sexual, para estimular la recreación constante por parte de Amón. La condición de esposa del dios era un privilegio que se transmitía por línea femenina. Algunos de sus cometidos eran intervenir en las ceremonias en las que se destruían ritualmente los nombres o imágenes de los enemigos de. Egipto. Igualmente, debía asegurarse de que los dioses recibían su comida, presentándoles las ofrendas de los fieles. También dirigía los rituales de purificación que habilitaban para entrar en el santuario a realizar los actos de culto.

La esposa del dios disfrutaba de las tierras asignadas al cargo, de los productos y animales que debían serle entregados (cerveza, pan, pasteles, bueyes y terneros…) Contaba también con un equipo de funcionarios varones a su servicio, lo que confería al cargo un poder efectivo, más allá del mero prestigio del título. De todo ello puede desprenderse que su poder político era muy importante, pero esa posición preeminente acabó desapareciendo a lo largo del Imperio  Nuevo.

Portando el sistro
Finalmente, en una época más tardía, durante la dinastía XXVI (664-525 a.C.), como pone de relieve el egiptólogo José Lull, el clero femenino al servicio de Amón llegó a sustituir a los sacerdotes varones, lo que supuso que esas sacerdotisas fueran las más poderosas en la historia de Egipto, casi un estado dentro del estado, solo situadas en la jerarquía social por debajo del faraón, ejerciendo su jurisdicción a lo largo y ancho de todos sus dominios. En sus tumbas vemos como lucían la cobra o ureus como insignia de su elevado poder.

Sibilas y sacerdotisas en la antigua Grecia

Una de las primeras referencias escritas a la Sibila de Delfos la encontramos en Heráclito (544-484 a.C.) pero la figura se remonta a un pasado mucho más remoto. “Sibylla” quiere decir profetisa o mujer sabia, y era el nombre que recibían quienes se dedicaban al oráculo más prestigioso de la antigüedad. Los griegos consideraban a Delfos el “ómphalos”, el ombligo del mundo. En un paraje de  singular belleza, al pie del majestuoso monte Parnaso, el dios Apolo se reunía con las Musas, en un bosquecillo de laurel, su planta emblemática, a cantar, danzar y recitar poesía con su lira. Pero antes de convertirse en esta idílica Arcadia, el lugar fue escenario de un cruento sacrificio que otorgó al dios solar sus poderes de adivinación. En un tiempo remoto esa mágica montaña fue sede del culto  arcaico a la diosa madre minoico-micénica y, después, morada de la diosa Gea (Tierra) y la gran serpiente Pyto, poseedora de la sabiduría. Para apoderarse de ella, en un combate que prefigura el de San Jorge contra el dragón, Apolo mató a la Serpiente, se purificó en la fuente Castalia y enterró las cenizas del mítico animal en un sarcófago bajo el “ómphalos” de piedra, que marcaba el kilómetro cero para los griegos. Sobre él se erigió un santuario excavado en la roca, donde la sibila o “pitia” (de ahí la palabra “pitonisa”) actuaba como intermediaria entre los hombres y el dios.

En el siglo VIII a. C. ya existía en Delfos un templo dedicado a Apolo, en el que se llevaban a cabo ritos adivinatorios el día del natalicio del dios, el 7 del mes de Targelion (en el  calendario de Delos) o de Bisio (en la tradición de Delfos). Desconocemos su equivalencia exacta pero sí se sabe que correspondía al momento de renacer de la naturaleza con la primavera, en abril o mayo. 
Por su carácter mistérico, y por los ataques de que fue objeto el oráculo en la era cristiana, conservamos escasa información acerca de la ceremonia. La pitia se sentaba sobre un trípode, asiento de tres patas que representaban el presente, el pasado y el futuro, en un lugar sagrado al fondo del templo, el “ádyton”, al que no tenían acceso los consultantes. Además de masticar hojas de cierta  variedad de laurel, probablemente entraba en trance al respirar gases tóxicos (etileno o metano) emanados de una fractura en el suelo de la cripta. Embriagada o poseída por el espíritu (“pneuma”) de Apolo, la pitia se contorsionaba y profería palabras inconexas que los sacerdotes transformaban en verso, como solución a la pregunta formulada.

Hacia el siglo VI a.C., el poder e influencia de la ciudad sacerdotal de Delfos era enorme. Su condición de santuario panhelénico le otorgaba el decisivo papel de árbitro en las constantes disputas entre las polis, dirimidas a través del deporte en los juegos en honor de Apolo Pitio. El grandioso templo del dios, situado al final de la vía sacra, acogía  a peregrinos venidos de todos los rincones del mundo antiguo: griegos o extranjeros, ciudades o particulares pero nunca mujeres. En esa época, dada la ingente demanda de consultas, eran tres las sibilas actuantes. Se las seleccionaba entre las jóvenes del lugar, sin distinción de clases sociales. Debían observar una conducta intachable  y vivir confinadas en el santuario hasta su muerte.
También se amplió pronto el número de días fastos, aquellos en que se consideraba que la voluntad de Apolo era proclive a la adivinación. Así, de realizarse inicialmente solo el día del nacimiento del dios, pasó a llevarse a cabo el séptimo día de todos los meses entre febrero y octubre, período en que Apolo residía en Delfos. Durante el invierno, como no podía ser menos, el dios solar se ausentaba más allá de los límites conocidos por el mundo griego, al país de los hiperbóreos. En el período de eclipse invernal del dios de la luz y de la razón, ocupaba su lugar Dioniso, patrón de la embriaguez  y la locura.

Como sucede con nosotros a la hora de litigar, también el acceso a la pitia obligaba al pago de una tasa, cuyo importe pactaba la Confederación de ciudades griegas. Para los particulares, equivalía al salario día que se pagaba a quienes eran llamados como jurados, y las polis debían satisfacer el doble de esa cantidad. El número de consultas por peticionario estaba limitado a una al mes. Con el pago de una sobretasa se adquiría el derecho de promancia, es decir, a saltarse la larga lista de espera. En todo caso, Atenas y Esparta tenían prioridad absoluta en sus preguntas.

Unos días antes de la consulta, tenía lugar un encuentro entre el solicitante y la pitia. Una vez purificada con el ayuno y las abluciones rituales en la fuente sagrada Castalia, se sacrificaba una cabra a Apolo para averiguar si este era propicio a escuchar la petición. Los sacerdotes oficiantes derramaban un cubo de agua fría sobre el animal, colocado sobre un altar delante del templo. Si no tiritaba, se interpretaba como un signo de desacuerdo divino y se anulaba la consulta. En un estado de “enthousiasmos”, de posesión divina, la sibila emitía sonidos guturales que un colegio sacerdotal, bien informado de los entresijos de la política y de la vida cotidiana griega, traducía a versos enigmáticos que se escribían en tablillas de cera (lo que contribuyó a la difusión de la escritura) y se entregaban al consultante. Este debía interrogarse reflexivamente para encontrar el verdadero significado de la profecía recibida.

Un breve apunte sobre antropología de género: seguro que habréis advertido la contradicción que supone que la sibila fuese mujer pero que las féminas no pudiesen consultar el oráculo de Delfos (tenían que delegar sus preguntas en un varón). En realidad, como sucede con otras figuras, como la sadhin, una asceta femenina en la India del s. XIX, la sibila era clasificada en un tercer género, ni masculino ni femenino. En el mundo grecolatino, las mujeres solo podían dedicarse a la casa y a la procreación. Únicamente se las consideraba dignas de realizar funciones sacerdotales cuando ese papel sexual era anulado por completo. Al principio, las sibilas se escogían entre jóvenes vírgenes pero, tras un sonado escándalo por rapto y violación en la época de Plutarco, se exigió que tuviesen más de 50 años. En ambos casos, es claro que el elemento definitorio era la exclusión de la sexualidad. En las sociedades tradicionales, la castidad o pureza en la mujer era el factor esencial para que se aceptase públicamente su función de enlace entre los humanos y las divinidades.

Las mujeres podían actuar en la antigua Grecia como sacerdotisas de Atenea, o bien en los misterios de la diosa Demeter y su hija Core en Eleusis o, finalmente, en las festividades religiosas exclusivamente femeninas de las Tesmoforias.
El sacerdocio de Atenea era hereditario y muy prestigioso. Sus servidoras tuvieron una intervención en las grandes crisis nacionales, como en la evacuación de Atenas antes de la decisiva batalla de Salamina contra los  persas en el año 480 a. C.Las sacerdotisas de Atenea se ocupaban de realizar los sacrificios y ofrendas de animales, caminando en procesión hasta el altar. En el friso del Partenon se las puede ver con las cestas sagradas desfilando entre hombres, lo que nos da una buena idea de su importancia social en una comunidad en la que las mujeres estaban invisibilizadas. Cada año, las sacerdotisas presentaban un nuevo peplo a Atenea, que llevaban desplegado como si fuese una vela de barco, un gesto simbólico de crucial importancia para este pueblo de hombres de mar.



En los cultos a Demeter, relacionados con la cíclica resurrección de la naturaleza y la inmortalidad humana, había un grupo de sacerdotisas panageis ("sacrosantas"), también conocidas como las melissae ("abejas"), porque habitaban todas juntas en viviendas segregadas y no tenían contacto con los hombres.

Las vírgenes vestales en la antigua Roma
Templo de Vesta en Roma
En la antigua Roma, algunas mujeres de la estirpe imperial llegaron a ser consideradas diosas. Así sucedió con Livia, la esposa de Augusto, y su hija Julia, quienes fueron declaradas divinas en las provincias del imperio y contaron con templos donde se les daba culto. Las madres de algunos emperadores fueron deificadas a su muerte, con el objetivo de reforzar la creencia en la divinidad de su descendiente en el gobierno. Vemos así que esa divinización no era tanto una ofrenda a la naturaleza femenina sino una estrategia patriarcal más. El reconocimiento oficial del carácter divino de ciertas mujeres se producía mediante la acuñación de monedas con su egigie. En ellas aparecían representadas como diosas afines a las reducidas funciones que se asociaban a la mujer en el imperio romano: Ceres, la diosa propiciatoria de la fertilidad agrícola, y de la humana a través de los frutos del matrimonio; y también Vesta, la diosa del hogar, que encarnaba las virtudes de la piedad, el respeto y la fidelidad al esposo, ideales de conducta femenina que el Estado romano deseaba fomentar como garantía de la estabilidad social.

Es importante advertir la ecuación establecida entre la familia y el Estado, y que el papel clave de la mujer para mantener el orden social en los dos niveles se traducía en su rígida subordinación al varón en ambas esferas. Deberíamos examinar con más detalle la paradoja de que ese rol social central de la mujer no conllevara, en las sociedades patriarcales, una apreciación social positiva, como sería de esperar en recompensa por la carga soportada, sino todo lo contrario.
La llama de Vesta simbolizaba la continuidad de la familia y la del propio Estado. Debemos remontarnos a las épocas más arcaicas para comprender la importancia crucial del fuego en las comunidades humanas y, a través de ello, advertir por qué se consideraba su extinción un mal presagio, como un evento de consecuencias simbólicas funestas. Sólo así entenderemos el papel de las sacerdotisas vestales. En cada hogar, la encargada de cuidar que la llama permaneciese siempre viva era la hija de la casa. Pero ¿qué sucedía con el Estado, una entidad abstracta? Como una joven virgen no pertenecía a ningún hombre, podía encarnar a la ciudad en ese cuidado. De ahí surgió el colectivo de las vestales. Eran las hijas de los primeros reyes romanos quienes se ocupaban del hogar real y de esa función acabaron haciéndose cargo la sacerdotisas de Vesta, que debían ser castas. Quizá no tan paradójicamente, esa virginidad se consideraba como una promesa de abundancia y fertilidad para el Estado. Las jóvenes ingresaban en el servicio con una edad entre los seis y los diez años, y debían permanecer vírgenes a lo largo de tres décadas. A su término, recibían una dote y podían contraer matrimonio, aunque la mayoría de ellas decidían permanecer solteras.


Durante el desempeño de su función, su responsabilidad institucional era doble. Por un lado, incurrían en la severa pena de flagelación en caso de que se extinguiese el fuego sagrado a su cuidado. Por otro lado, incumplir su voto de castidad conllevaba una muerte cruel: las acusadas eran enterradas vivas, y se esperaba que la diosa las salvase si eran realmente inocentes, la misma lógica que regía las ordalías en la Edad Media. Pese a esos castigos tan disuasorios, lo cierto es que las infracciones al voto de castidad no eran infrecuentes.De hecho, la propia fundación de Roma tuvo como origen una violación de esa taxativa norma: cuenta la leyenda que la vestal Rea Silvia dio a luz a dos gemelos, Rómulo, fundador de la ciudad, y Remo, a los que amamantó la Loba capitolina, que en realidad era un animal psicopompo en la cultura etrusca, es decir, un ser que acompañaba a los muertos en su viaje hacia la otra vida. Un ejemplo muy evidente de apropiación cultural de los iconos del pueblo sometido por parte de los vencedores.

La virginidad de las vestales se consideraba una garantía frente a la amenaza de todo daño externo contra el Estado. Por ello, cuando ocurría alguna calamidad, siempre se sospechaba que la causa había sido el licencioso comportamiento de las vestales, como ocurrió en el año 216 a. C. con la derrota de Cannas contra Anibal en la Segunda Guerra Púnica. Esa subordinación de la salud del Estado a la virtud femenina, que se ponía como ejemplo para todas las mujeres romanas, constituía una eficaz arma de control patriarcal. Sin embargo, no se trataba de una idea autóctona de Roma. Aristóteles ya culpó a las mujeres espartanas del deterioro de su polis-que había salido vencedora de las guerras del Peloponeso-, con el advenimiento del imperio macedonio de Filipo y Alejandro Magno.

Casa de las Vestales, Roma
Aunque la vida de las vestales estaba sometida a una estricta reglamentación, en algunos aspectos podían considerarse las mujeres más emancipadas en aquel opresivo régimen, pues escapaban a la manus, el poder de control del padre, el hermano o el esposo al que las féminas debían estar sometidas en todo momento a lo largo de su vida. Como ocurre en Arabia Saudí todavía hoy, las romanas tenían prohibido conducir carruajes por las calles de la urbe, mientras que las privilegiadas vestales podían hacerlo. Éstas también tenían reservado un sitio en el podio imperial para asistir a las representaciones teatrales y a los juegos. No olvidemos que estos espectáculos, en el mundo antiguo, no eran puramente lúdicos sino que estaban teñidos de un componente religioso esencial, de ahí la presencia en ellos de estas sacerdotisas.
En cuanto a su estatus social, se reclutaban entre los miembros de las clases altas, aunque no tenían que pertenecer necesariamente al patriciado.

Con el auge del cristianismo en todo el imperio, los cultos paganos fueron apagándose hasta que, finalmente, la orden de las vestales fue disuelta en el año 394.

La kumari de Nepal

En el valle de Katmandu sobrevive un antiquísimo culto a la encarnación de la suprema deidad femenina, Vajradevi. En la Edad Media era una práctica tan arraigada que en cada población había una kumari, y una en cada barrio en las ciudades grandes, además de la kumari real, a la que veneraban los antiguos reyes hindúes, pues la creencia fue tan pujante que se adoptó también en el subcontinente indio. Con el avance implacable de la globalización, el cambio de costumbres e ideas y la reducción demográfica, junto con la elevada carga económica que representa esta institución para las familias, la costumbre de elegir a una diosa viva esta en franco retroceso. Sólo se conserva en 10 enclaves de un territorio muy circunscrito en el valle de Katmandu: Nuwakot, Makhau, Bahal, Kilagal, Bhaktapur, Dhana, Bungamali, Sankhu, Tokha y Palau. En algunos lugares en los que ya no existe sólo se adora el trono vacío de la kumari, un símbolo de la desacralización a la que estas culturas parecen estar abocadas. El nombre de "kumari" quiere decir "niña virgen", y son adoradas como diosas omnipotentes.

Pero antes de ello han de someterse a un severo proceso de selección: deben pertenecer a la etnia newar, un grupo tibetano birmano, y estar vinculadas a determinados bahals, un tipo de patio en torno al cual residen las familias de más elevado linaje. O bien han de pertenecer al linaje budista que habita en el complejo del monasterio, como sucede en Palau. Los sacerdotes examinan en las candidatas a kumari la concurrencia de hasta 32 signos de perfección: muslos de ciervo, pecho de león, cuello de caracola, cuerpo de baniano (higuera de Bengala), tez dorada, suave voz de pato… Son todos ellos señales identificativas de una persona iluminada, el Bodhisattva. Sin embargo, dada la escasez actual de candidatas, las niñas púberes que se presentan a la elección simplemente deben acreditar que no presentan defectos de nacimiento y que en su horóscopo no aparecen augurios poco propicios. En cambio, se considera un signo muy importante que el horóscopo contenga el signo del pavo real, que es el animal representativo de la diosa.

Una vez que resulta elegida entre una tríada de candidatas, la niña adopta el nombre de Dya Maiju, que significa "diosa infantil". Me parece emocionante que la palabra indoeuropea para "diosa" pueda encontrase diseminada por lugares tan distantes del mundo como la cuenca del Mediterráneo y los montes más elevados del sur de Asia, y hallarse en uso en momentos tan diferentes de la historia.
La actitud de la elegida debe ser, a partir de entonces, serena y contenida. Sus pies nunca podrán tocar el suelo para no contaminarse, por lo que viaja siempre en palanquín o la trasladan en brazos. Pero lo cierto es que sólo puede salir de su casa para acudir a las festividades religiosas. Las lecciones escolares las recibe en su propio domicilio.

Los padres han de habilitar una amplia habitación en la vivienda adonde acudirán a diario los devotos para llevar a cabo los rituales de adoración de la diosa niña. Ella los recibirá siempre con sus galas teñidas de color rojo, que representa la energía creadora, con el cabello recogido en un moño alto y los ojos perfilados con gruesas rayas de  kohl hasta las sienes. Los días de fiesta se pinta el tercer ojo plateado.
Como vive en el interfaz entre el mundo divino y el de los humanos, la kumari está sometida a una serie de tabúes para asegurar su estado de pureza. En cuanto a los alimentos, no puede comer pollo ni huevos de gallina. Todo en la vivienda debe mantenerse puro, y nadie puede acercarse a la diosa infantil portando una pieza de cuero. Pero, sobre todo, la kumari no puede sangrar, ni siquiera a través de un pequeño rasguño. Si ello se produjera, se entendería que el espíritu de la diosa ha abandonado su cuerpo con el fluido sanguíneo. Evidentemente, se trataría de un signo de humanidad incompatible con el rango divino que se le confiere. Por ello, antes de la primera menstruación, la kumari pierde su condición de deidad. Hasta entonces, habrá ejercido para sus adeptos una serie de importantes funciones religiosas: premoniciones, curación de enfermos, hacer realidad deseos, y proteger y asegurar la prosperidad de su pueblo.
Aunque su elección constituye un supremo honor para la familia de la niña diosa, también conlleva una pesada carga económica para la misma. Aparte de acondicionar la vivienda para permitir el acceso diario de los fieles, los padres deben adquirir para ella costosos vestidos de fiesta al menos dos veces al año. El gobierno concede una subvención mensual pero resulta insuficiente para cubrir los gastos de representación reales. Una vez que se retira del cargo, la kumari percibirá una pensión vitalicia.

Por otro lado, no puede perderse de vista el problema psicológico que representa para estas niñas dejar de ser diosas para convertirse en mujeres de carne y hueso, una vez que alcanzan el problemático período de la pubertad. Muchas de ellas necesitan asistencia especializada para superar ese difícil trance, y a veces tienen dificultades para encontrar marido por las supersticiones asociadas al espíritu de la deidad, que piensan que sigue habitando los cuerpos de sus sacerdotisas y que tiene la capacidad de dañar a los hombres. No en balde se trata de cultos que otorgan un papel preponderante a la energía femenina (shakti), de ahí el miedo que suscita ese poder.
Aunque esta costumbre ha generado denuncias por maltrato infantil, en el año 2008 el Tribunal Supremo de Nepal tuvo ocasión de pronunciarse sobre el problema, negándose a prohibirla por su profundo significado cultural y religioso que justifica su pervivencia.

Coda: reinas de belleza
Belleas del Foc, Alicante, 2015
Mientras leía el interesante artículo sobre las kumaris publicado por  la revista National Geographic, me parecieron muy evidentes las similitudes estructurales que presenta esa figura con la de las misses, falleras mayores, belleas del foc, reinas de la sal, y toda clase de otras reinas coronadas en las fiestas populares. Son jóvenes y hermosas, se eligen por concurso de acuerdo con un ideal de perfección. Su foto, como una especie de icono religioso, luce en los escaparates de los comercios para ser admiradas por todos, como sucede en estos días en las festividades de San Juan en Alicante. Es tentador ver esto como una suerte de divinización aunque bastante diluida.

Durante su mandato temporal, se les exige un comportamiento concorde con la dignidad representativa conferida. Y es que, en efecto, lo más importante de estas reinas de las fiestas parece ser, a tenor de las bases de las convocatorias para su elección, el papel de representación institucional que tienen encomendado. En su calidad de bellas oficiales, deben acudir a los actos cívicos y religiosos, y desfilar vestidas con trajes regionales o con sus mejores galas, acompañando a las autoridades de todo tipo para encarnar la identidad de su barrio o ciudad. Probablemente en su origen, las reinas de las fiestas populares fueron consideradas también figuras propiciatorias de la fertilidad y de la prosperidad de sus pueblos, quizá hasta integraban algún tipo de colegio de sacerdotisas, al estilo de las vestales. Pero en los lugares donde no existía una tradición folklórica previa, estas reinas de las fiestas surgieron de la imaginación mitopoiética de los cabildos municipales, que en los años 80 reintrodujeron y también crearon ex novo múltiples festividades y figuras para poblar un nuevo universo social, el de la democracia. Para ello, un poco como el bricoleur de Lévi-Strauss, echaron mano de elementos del imaginario colectivo, de la caja de herramientas simbólicas de las que dispone toda cultura, para dotar de roles a estas reinas de las fiestas, entre el recuerdo del pasado y los nuevos valores democráticos. En ambos casos, recuperación o revitalización de tradiciones y figuras de nuevo cuño, me parece un tema sugerente como propuesta de estudio. Sin embargo, hay tanta variedad, y está tan extendida su presencia en nuestras sociedades contemporáneas, que resultaría aventurado lanzarse a abordarlo con generalizaciones en unas pocas líneas, así que su análisis más detallado queda aplazado para otra ocasión más oportuna.

Falleras Mayores

Fuentes consultadas:
-Lorenzo, Encarnación: Las sibilas, oráculos de sabiduría. 3-7-2013.Web. 10 de junio de 2016.http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2013/07/las-sibilas-oraculos-de-sabiduria.html
-Lorenzo, Encarnación: La mujer en el Antiguo Egipto. 11-7-2013. Web. 10 de junio de 2016. http://mujeresparalahistoria.blogspot.com.es/2013/07/la-mujer-en-el-antiguo-egipto.html
-Pomeroy, Sarah B.: Diosas, rameras, esposas y esclavas. Mujeres en la antigüedad clásica. Akal, 1999.
-Robins, Gay: Las mujeres en el Antiguo Egipto. Akal, 1996.


-Tree, Isabella: Kumaris: las diosas vivientes de Nepal. National Geographic, agosto de 2015.

1 comentario:

  1. Angeles Boix me ha puesto este comentario tan completo y estimulante:

    Me ha encantado este paseo por la Antigüedad de Egipto,Grecía y Roma y estos paradójicos roles femeninos de importancia, cuando la mujer real era relegada al mundo oculto; una forma de impedir el acceso femenino al poder y la política, hecho que siempre me ha llevado a pensar si, de haber gobernado las mujeres como los hombres,el mundo habría tenido la misma historia de guerras,colonizaciones,saqueos y masacres.Queda en la esfera de los contrafácticos el tema,pero continúo con la entrada. Es muy adecuada la relación que estableces con el mundo antiguo conocido por nosotros y la figura de la kumari,tan interesante y último amente controvertida como la de Óseo,el niño en el que se cree que se reencarnó el lama y esta siendo educado exclusivamente para ello lejos de poder elegir su propia vida.
    Por cierto, la relación final con las bellas de fiestas me parece de lo mas sugerente para investigar.

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