The Rainbow portrait |
Isabel I (1533-1603) fue reina de
Inglaterra e Irlanda entre 1558 y 1603, un larguísimo periodo de gobierno
durante el cual se produjo la expansión cultural conocida como The Golden Age, la Edad de Oro inglesa.
Fue un tiempo de guerras pero también de lujo y extravagancia en la corte
inglesa. Vio el apogeo de escritores prodigiosos como Shakespeare, y de
arrojados exploradores como Francis Drake o Walter Raleigh, que expandieron los
territorios de Inglaterra en ultramar. Pero al tiempo que Inglaterra crecía
como potencia naval y asentaba su peso político como estado frente al imperio
español, también se ensanchó la brecha entre las clases altas y la capa más
baja de la sociedad, cada vez más pobre; la monarquía imponía una feroz censura
y, a medida que pasaban los años y la reina no designaba un sucesor,
proliferaron los complots para hacerse con el poder. El último fue el del conde
de Essex, que veremos la gran importancia que tuvo en la forja del último
discurso de la reina. En conjunto, pues, fue una etapa de brillantes luces pero
también de lúgubres sombras.
Enrique VIII, por Hans Holbein |
Isabel nació el 7 de
septiembre de 1533, hija del rey Enrique VIII y su segunda esposa, Ana Bolena.
Debido a los esfuerzos del monarca Tudor para obtener un heredero varón a toda
costa, las posibilidades de que Isabel
accediera al trono debieron de verse realmente muy remotas durante su niñez.
Con B de Bolein |
Cuando en 1536 Ana Bolena fue decapitada para dejar libre el camino hacia una
tercera unión, el matrimonio de Enrique VIII con Jane Seymour-a la sazón ya
embarazada-, Isabel y su hermana mayor, María, fueron declaradas ilegítimas por
el Parlamento. Así la sucesión podía pasar al deseado descendiente, el príncipe
Eduardo. Pero a pesar de esa exclusión de la línea hereditaria, Isabel se educó
en un ambiente principesco. Recibió una excelente formación y se mostró desde
el principio como una joven realmente precoz, con gran habilidad para el
dominio de las lenguas extranjeras y talento para la música. Estudió griego y
latín con un prestigioso profesor de Cambridge, el humanista Roger Ascham,
quien dijo de ella: “su mente no tiene la debilidad femenina, su perseverancia
es igual a la de un hombre”… “Leía más griego cada día que algunos prebendarios
de esta iglesia en una semana entera”. Junto a las materias clásicas, como
retórica, filosofía e historia, Elizabeth también estudió teología. Ascham
defendía la causa protestante, al igual que Catalina Parr,
sexta esposa de Enrique VIII.
Catalina Parr |
Esta fue quien se tomó el verdadero interés por los
estudios de la joven Elizabeth y se aseguró de que fue recibiera la mejor
educación posible. Sus desvelos dieron un gran fruto. Entre las habilidades que adquirió Isabel, verdaderamente
inusuales para una mujer de su época, incluso perteneciente a la nobleza,
estaba la oratoria. Ese conocimiento le permitió dirigirse a sus ministros y
arengar a las tropas en el campo de batalla, es decir, ejercer un auténtico
liderazgo político. Un arma verdaderamente poderosa, el dominio de la palabra,
que hizo de ella una gran monarca. Podremos comprobarlo en The Golden Speech, el Discurso Dorado. Como veis, había mucho
oropel en la corte isabelina.
Durante el corto reinado de su
hermano menor, Isabel sobrevivió de forma muy precaria, especialmente en 1549,
cuando fue hecha prisionera en la torre de Lion´s Heart. Pese a los problemas
de salud que sufrió en este periodo, pudo continuar sus estudios bajo la
tutoría de Roger Ascham. Tras la muerte de su Eduardo VI en 1553, su hermana
mayor María ocupó el trono con la intención de restaurar el catolicismo. Casada
con Felipe II, rey de España, se la conoció como Bloody Mary, María la sangrienta, por su feroz represión contra los
protestantes. Sin su consentimiento, Isabel se vio envuelta en una complicada
intriga en la que la utilizaron como cabeza de una rebelión anticatólica. Tras
su fracaso Elizabeth fue enviada a la Torre de Londres, donde permaneció
encerrada durante dos meses. Al final su hermana ordenó su liberación, en
contra de los consejos de sus ministros, para quienes aquella pelirroja
conspiradora merecía la muerte. Mientras tanto, la tenaz Isabel continuaba aprendiendo sin descanso.
La moda en el periodo Tudor |
Cuando en 1558 murió su hermana María,
Elizabeth accedió al trono a la edad de 25 años. Isabel era alta y esbelta, y
había logrado superar grandes pruebas en medio de un auténtico avispero de
conspiradores. Aún tendría que afrontar problemas difíciles debido a las tensas
relaciones internacionales con Francia y, sobre todo, con España, que le
amenazaba directamente pero también de manera interpuesta, financiando a los
rebeldes irlandeses, siempre dispuestos a intentar liberarse del yugo de sus
opresores. Por ello, el matrimonio de
Isabel se convirtió en un problema político irresoluble. Inmersa en una
continua indecisión, la reina evitó siempre aceptar las candidaturas
matrimoniales que pudieran alterar el equilibrio de poderes en Europa en
perjuicio de Inglaterra, cuya causa siempre defendió por encima de sus afectos.
Pero en aquel mundo enteramente patriarcal, el gobierno en manos de una mujer
resultaba una anomalía aberrante. Solo podía ser creíble como reina consorte,
de manera que el pueblo y el ejecutivo pasaron gran parte del reinado exigiéndole
que eligiese esposo, incluso con amenaza de no proporcionarles más fondos. Era
una forma de solucionar el espinoso problema de la sucesión al trono que tantos
quebraderos de cabeza había causado al rey Enrique.
Por otro lado, los hombres
rechazaban la idea de una mujer que los gobernara pero, por otro lado, competían
por servir a Elizabeth y obtener sus favores. La reina utilizaba su atractivo
sexual para dominarlos, e incluso flirteaba abiertamente con ellos, como
recogen las crónicas de la época. Con sus extravagantes vestidos y joyas,
convirtió la corte en un lugar de lujo y glamour. Para solucionar las
engorrosas exigencias acerca de sus nupcias, Isabel decidió declararse virgen y,
como tal, recibió un culto que se parecía mucho a un reconocimiento de sus
poderes mágicos como madre y esposa del país. Ese carácter de talismán
protector se consolidó tras el desastre de la Armada Invencible en 1588. La victoria inglesa gracias a las tormentas se atribuyó a la protección divina por
intercesión de la reina. Muy en la línea del Renacimiento, se la asociaba con
la imaginería clásica de Diana, la virgen cazadora. A pesar de esa iconografía
virginal, Isabel mantuvo estrechas relaciones con su favorito Robert Dudley,
con el que su gabinete ministerial no le permitió casarse. Rechazó a los
candidatos franceses, el duque de Anjou y su hermano, el duque de Alençon.
Hacia mediados de la década en 1580 resultaba meridianamente claro que la reina
ya no se casaría.
El apuesto Robert Dudley |
Los últimos años de su reinado se
complicaron por la guerra en Irlanda y la traición de su favorito, Roberto
Devereaux, conde de Essex. Los gastos de tantas empresas bélicas dejaron las
finanzas de la corona exhaustas, dando lugar a problemas económicos que
erosionaron el prestigio de la reina al final de su existencia. Era ya una mujer
anciana y solitaria, depresiva, con demasiadas muertes a sus espaldas, como la
de su prima María Estuardo o la de su joven y carismático amado.
Pero a pesar de las duras condiciones
económicas que soportaba el pueblo, Inglaterra vivió un periodo de sublime
esplendor literario, gracias a las inmortales obras de Spenser, Shakespeare,
Ben Jonson o Christopher Marlowe. En este tiempo también se consolidó el
protestantismo como la religión oficial de Inglaterra. Francis Bacon destacó
por sus ideas políticas y filosóficas, y escribió la utopía de la Nueva
Atlantida. Por su parte, Francis Drake se convirtió en el primer inglés en
circunnavegar el globo, mientras la colonización inglesa de Norteamérica se
llevaba a cabo bajo el mando de Walter Raleigh y Humphrey Gilbert. En honor a
la reina, una de las colonias del norte
recibió el nombre de Virginia. Este es el contexto histórico que nos permitirá
entender mejor el alcance e importancia del último discurso de la reina, The Golden Speech.
Francis Drake |
THE GOLDEN SPEECH
El Discurso dorado, que la reina Isabel pronunció en 1601, debe su resonante título a un miembro de la Cámara de los Comunes que, tras escucharlo, manifestó que merecería estar escrito con letras de oro para ser recordado por los siglos venideros. También se le conoce como The Farewell Speech, el Discurso de despedida, porque fue el último que la reina dirigió al Parlamento.
Para comprender el alcance de este trascendental texto, es imprescindible situarlo en el marco de los acontecimientos que lo precedieron. Tras la humillante derrota inglesa en Yellow Ford, durante la segunda guerra contra Irlanda iniciada en 1594, la reina se vio obligada a convocar al Parlamento para obtener fondos. Hasta entonces había podido cubrir sus crecientes gastos bélicos con los beneficios derivados de los monopolios, que la reina concedía a través de letras patentes. Gracias a esa fuente de ingresos, pudo desarrollar su política internacional durante largo tiempo sin someterse al control parlamentario. Sin embargo, algunos titulares de esos monopolios intentaron enriquecerse de manera desmedida, fijando precios muy elevados incluso para artículos de primera necesidad. Ello intensificó la severa crisis que sufría la economía inglesa en la década de 1590, agravada por una serie de malas cosechas. Tales dificultades lograron ensombrecer la enorme popularidad de que gozaba Isabel entre el pueblo. Cuando la reina por fin convocó al Parlamento, los Comunes se apresuraron a denunciar los excesos cometidos en la gestión de aquellos monopolios.
Dando un buen ejemplo de respuesta eficiente contra la corrupción, la Reina rescindió inmediatamente muchos de esos títulos. Los miembros de la Cámara Baja quisieron agradecer a la Buena Reina Bess tal medida, y ese fue el motivo de que los 141 parlamentarios acudieran al palacio de Whitehall el día 30 de Noviembre de 1601. Pero en lugar del esperado discurso sobre los preocupantes problemas financieros, la reina maravilló a su auditorio con una elaboradísima pieza de oratoria que ha pasado a la posteridad grabada en letras áureas. Aunque nos parezca algo completamente lógico y natural que Isabel fuera experta en Retórica, realmente se trataba de un hecho insólito en aquella época. Si bien las mujeres inglesas de clase alta recibían una esmerada educación, esta nunca incluía el estudio del arte del discurso. En una sociedad tan patriarcal como la europea del siglo XVI, solo a los hombres se los adiestraba en el dominio de la palabra, un poder que les aseguraba el triunfo en la política y los negocios.
Al principio de su reinado Isabel pronunciaba discursos muy recargados, en los que solía invocar su legitimidad dinástica en respaldo de su derecho al trono. Más tarde, fue depurando su estilo literario y se decantó por explorar su condición femenina a través de imágenes como las de Virgen y Madre protectora de la Nación e incluso esposa de todos sus leales súbditos. Pero Isabel era consciente de que podía utilizar el Discurso de Despedida para resaltar las virtudes por las que deseaba que la recordase la posteridad: como una reina abnegada y amante de su país por encima de toda otra cosa. Con un estilo retórico simple y directo, logra transmitir lo que considera como la esencia de su función monárquica: el amor y la entrega por su pueblo, y su condición de instrumento de la voluntad divina para preservar a la Nación de los peligros que la amenazaban. En el Discurso está implícito el enorme riesgo que supuso para Inglaterra la invasión organizada por Felipe II en 1588. El aparato propagandístico del Estado atribuyó la providencial derrota de la Armada española a la protección de la Reina Virgen, lo que desató un desmesurado triunfalismo en torno a su figura. No en balde, Gloriana fue el nombre con el que los poetas cantaron sus alabanzas. En el texto, Isabel se muestra como una herramienta en manos de Dios para proteger al pueblo inglés contra el despótico absolutismo de los Habsburgo. Y es que el tema nuclear del texto, lo que le otorga una trascendencia histórica universal más allá de los concretos avatares que lo rodearon, es su definición de la naturaleza de la monarquía parlamentaria: la lealtad mutua entre el monarca y la Cámara Baja, y el ejercicio de la elevada función de gobierno de ambos pilares políticos siempre en bien del Estado. No se halla ninguna alusión en el Discurso a los miembros de la aristocracia y el alto clero que integraban la Cámara de los Lores, sino que la Reina se centra en la expresión de su enorme estima y gratitud hacia el pueblo inglés y su orgullo por haber intentado siempre servirlo bien. Cuán lejos se encuentra ese modelo de gobierno del inmoral maquiavelismo.
Isabel utiliza una terminología económica para traducir sus sentimientos: estima el amor de sus súbditos más que toda otra riqueza y tesoros terrenales y, con gran habilidad retórica, recuerda a su auditorio que todo cuánto se le entrega -en alusión a los fondos que habían autorizado los Comunes para continuar la guerra en Irlanda-, revierte como beneficio para su pueblo, como si existiese entre los dos polos una continua circulación de bienes y sentimientos.
La reina recuerda a su auditorio la onerosa carga que siempre le supuso el cumplimiento de sus obligaciones reales. Detrás de esa queja se encuentran el temor a las continuas conspiraciones para derrocarla; la soledad del poder, pues sus buenos y viejos consejeros habían muerto años atrás; las fuertes presiones del Parlamento a fin de que contrajera matrimonio o designara a un sucesor; y, sobre todo, la traumática ejecución de su prima, la católica María, reina de Escocia (cuyo hijo James finalmente nombraría como sucesor), y la de su favorito Roberto Devereux, conde de Essex. El fantasma de este también sobrevuela el Discurso. La reina le había encomendado el mando de las operaciones contra los rebeldes irlandeses pero, ante la gran mortandad que se produjo entre las tropas inglesas, Essex firmó una tregua con los enemigos y regresó a Inglaterra sin permiso de Isabel. Esta ordenó su destitución y le retiró el monopolio del vino, que constituía su principal fuente de ingresos. El Conde, al que adoraban las multitudes, encabezó una revuelta para hacerse con el poder pero, sorprendentemente, el pueblo no secundó su llamamiento. Fue ejecutado en febrero de 1601, solo unos meses antes del Discurso, y creo que la reina quiso agradecer a sus súbditos la lealtad que le mostraron en esa ocasión.
Robert Deveraux |
Pero para clarificar la trascendencia del Discurso Dorado todavía es necesario hacer alguna precisión adicional. No está escrito en latín, la lengua de cultura entre los intelectuales, sino en inglés. A pesar de ser una consumada políglota, la reina siempre utilizó el inglés en sus discursos, reforzando con ello el prestigio y la capacidad comunicativa de este idioma en una época en que se encontraba en pleno proceso de consolidación a manos de los grandes literatos de la Edad de Oro. El texto muestra muchos rasgos lingüísticos que han evolucionado después, como el llamativo uso de “u” por “v” o viceversa, la “i” por la “j”, la “th” en lugar de la “d” o la “ee” por la “e”. Por ello, el Discurso Dorado también constituye un valioso documento para la investigación filológica.
Otro aspecto digno de mención es que el texto que conocemos no coincide exactamente con el discurso que pronunció Isabel. A diferencia de la preponderancia actual del texto escrito sobre el oral, la situación en aquel tiempo era justo la contraria. En una época marcada por altos índices de analfabetismo, la oralidad era la regla. Por ello, en las arengas reales no se leía un documento previamente escrito ni se guardaba copia en los archivos oficiales. Las ideas transmitidas por la Reina fueron recogidas por los asistentes a la audiencia y el texto, revisado por la Corte, se entregó a la prensa pocos días después. Pero esa temprana versión de 1601 no es la única que existe. La que venimos comentando fue publicada por Egerton en 1628. Nuevamente resulta muy revelador examinar el contexto histórico en que se produjo tal edición. Isabel murió en 1603 y le sucedió Jacobo Estuardo. A la muerte de este, subió al trono su hijo Carlos I, quien pronto dio muestras de un arrogante despotismo en su trato con el Parlamento, lo que le acabaría costando su ejecución en 1649. A solo tres años de haberse iniciado su reinado, ya resultaba patente su actitud tiránica. Por ello es natural que el pueblo volviera con nostalgia la mirada hacia el Discurso Dorado, que resumía aquellos principios de buen gobierno en los que debía descansar la alianza entre el rey el Parlamento.
Por último, en la edición de 1628 encontramos múltiples detalles tipográficos que, como las pistas en una investigación forense, nos revelan qué consideraban especialmente valioso en el Discurso los lectores de aquel periodo. En el encabezamiento del texto la palabra más destacada por su tamaño es “Elizabeth” y, la más pequeña, “Parlamento”, pero esa asimetría se equilibra por el hecho de que está escrita en letras italicas, una manera de marcar su importancia. En esta impresión aparecen numerosas letras capitalizadas, que nos muestran las palabras clave en aquel momento de turbulencia política: Lealtad, Amor, Honor, Agradecimiento…Un mensaje verdaderamente perdurable.
Fuentes consultadas:
Jackson, Elizabeth, 2009
Wagner, John , editor Historical Dictionary of
the Elizabethan World
Betts, Samantha
...me quedo con las ganas de leer el discurso propiamente dicho... Felicidades por la entrada.
ResponderEliminarEn este enlace, bajando hasta 1601, lo puedes leer en el inglés original: http://legacy.fordham.edu/halsall/mod/elizabeth1.asp . Corregiré la entrada para los curiosos. también dispongo del texto de la entrada en inglés.
EliminarMuchas gracias por leer y comentar.