Retrato de una dama romana, El Fayoum |
En el año 326, cerca de cumplir 70 años, Santa Helena ( c.248-329), madre del primer emperador cristiano, Constantino, se dirige a Tierra Santa con el fin de localizar la Vera Cruz, el árbol en que había sido crucificado Jesucristo. Elena la localizó bajo un templo erigido a Venus en el monte Calvario. Allí ordenó construir una iglesia, así como otra en el Monte de los Olivos. Ubicó igualmente diversos lugares de relevancia bíblica, consagrando una iglesia a la Virgen María en el Monte Sinaí donde tuvo lugar el episodio de la zarza ardiente. Aunque el cristianismo no se convertiría en religión oficial del Imperio hasta el año 380 con el emperador Teodosio, Constantino favoreció a los cristianos política y económicamente. En ese ambiente de libertad y apoyo tras el decreto del año 308, los descubrimientos de Santa Elena desataron una verdadera pasión por viajar al Santo Sepulcro.
Existe una amplia polémica en torno a sus datos biográficos. Para empezar, se desconoce si su nombre era Egeria, como la ninfa romana, lo cual me daría una identidad pagana discutible, o Etheria, “Celeste”. En cualquier caso, Egeria es el nombre que cuenta con más predicamento.
Una segunda cuestión es la relativa a su procedencia geográfica. En el año 680, San Valerio, un monje del Bierzo (León), envío una misiva al abad Donadeus, de donde proceden parte de los datos que conocemos sobre Egeria. Allí decía que nació en el más remoto litoral del mar Océano occidental. Eso la situaría, de una manera muy indefinida, en la Gallaecia romana. Pudo proceder del mismo Bierzo, del norte de Portugal o de Galicia. Sin embargo, llama la atención de la carta de Valerio que pretende crear un contraste metafórico radical entre Occidente y Oriente, con lo cual su imprecisa mención 300 años después de los hechos podría ser un mero recurso retórico. Sea como fuere, Egeria fue hispanorromana y lo más habitual es considerarla gallega.
Beguinato en Brujas (Bélgica) |
Quizá el aspecto más discutido sea su condición de lega o religiosa. Se ha argumentado que no pudo haber sido monja, oficio con el que popularmente se la identifica, porque en Occidente todavía no existían conventos femeninos a finales del siglo IV de nuestra era. Sin embargo, lo cierto es que desde el Concilio de Elvira o de Granada del año 305 ya estaba reglamentada la vida religiosa de las mujeres. Podían ser viudas, vírgenes o continentes, es decir, que se hubiesen comprometido con un voto de castidad. Las hermanas en la fe organizaban su coexistencia en común de forma mucho más laxa que la vida conventual que conocemos, que está muy rígidamente regulada. En particular, todavía no se exigía la stabilitas loci y, por ello, las mujeres de vida consagrada podían entrar y salir de los recintos donde habitaban. Seguramente el sistema presentaba similitudes con el beguinato en los Países Bajos, otra fascinante institución que creó un espacio de libertad femenina que merece que le dediquemos la atención en próximas ocasiones.
El monje Valerio, vistado por caballeros y prelados en su ermita |
En cuanto a la edad de Egeria, hemos de descartar que fuese anciana, puesto que durante su incansable periplo durante 4 años demostró una capacidad de resistencia impresionante, no dudando en subir y bajar montañas, muchas veces a pie y con un gran desgaste físico. El monje Valerio dejó escrito que Egeria fue “superior en fortaleza a todos los varones del siglo”. No obstante, de haber sido joven no la hubiesen podido acompañar aquel séquito de santos varones, integrado por obispos, presbíteros, diáconos y monjes. Habría resultado del todo inapropiado por razones de decoro.Un dato importante a tener en cuenta es que el Concilio de Zaragoza, en el año 380, estableció, para las religiosas que suscribían el pactum virginitatis, que no se entregaría el velo a las vírgenes antes de cumplir los 40 años. Probablemente el Concilio consensuó la práctica preexistente, así que podemos dar por cierto que Egeria tenía una edad superior a esta. Digamos entonces que se trataba de una mujer entrada en años pero con todo el brío de la juventud intacto.
Otro aspecto que puede deducirse de las circunstancias de su viaje y de su relato es que debió de ser una dama de alcurnia, con tiempo y peculio propios para afrontar un viaje tan largo. Su prestigio social se desprende fácilmente del hecho de que era recibida y acompañada por obispos y escoltada por las guarniciones romanas en las zonas peligrosas.
Igualmente podemos aseverar que Egeria era una mujer culta aunque a lo largo de su narración hace uso de un lenguaje coloquial, el llamado sermo cotidianus, quizá de moda entonces entre las clases altas, o puede que la vital y animosa monja gallega pensaba, como más tarde haría Santa Teresa de Jesús, que el método más eficaz para transmitir ideas es el “escribo como hablo”.
Para mí, lo más fascinante de Egeria es su intrepidez de exploradora. Es una auténtica precursora de la gran tradición de viajeras victorianas que vería la luz en el siglo XIX. Aunque le guíe el fervor religioso y su afán por localizar los parajes bíblicos más importantes, muestra una curiosidad insaciable por todo lo que encuentra a su paso y la eventualidad de hollar lugares casi desconocidos o de difícil acceso dispara al máximo su emoción. Su historia está trufada de datos que nos revelan la forma de vida, costumbres y rituales arcanos de aquellas gentes, de gran interés para la Antropología, al mismo tiempo que nos muestran el rostro de una aventurera de espíritu verdaderamente moderno: “Me invadió nuevamente el deseo de acercarme hasta Arabia, concretamente al Monte Nebó”. Le entusiasmaba el “desierto de arenas inacabables”…”Nos dijo también aquel santo presbítero que, incluso nuestros días, siempre, al llegar la Pascua quienes habían de recibir el bautismo en aquella aldea, es decir, en la iglesia llamada “opu Melquisedec”, eran todos bautizados en aquella fuente, acudiendo al alba, a la luz de los cirios, junto con los clérigos y monjes, recitando salmos o antífonas; y así eran conducidos muy temprano, desde la fuente hasta la iglesia del santo Melquisedec, todos aquellos que habían sido bautizados.
Por nuestra parte, tras recibir del presbítero algunas eulogias, esto es, algunos frutos del huerto de San Juan Bautista, y asimismo de los santos monjes que tenían sus ermitas en aquel huerto frutal, dando siempre gracias a Dios, reemprendimos el camino que traíamos”.
Está claro que Egeria tenía inoculado el virus del descubrimiento, hasta el punto que recorrió más de 5.000 kilómetros durante su viaje. Su peregrinatio parte de la Gallaecia. Siguiendo la Vía Domitia, atraviesa la Aquitania y cruza el Ródano. Llega a Constantinopla por mar, y de allí parte a Jerusalén siguiendo la vía militar que atravesaba Bitinia, Galacia y Capadocia. Atraviesa el macizo del Tauro para llegar a Tarso y de aquí hasta Antioquía. Llega a Sycamina, hoy Haifa, navegando. En ese destino visita los lugares consagrados a Elías en el Monte Carmelo. Más tarde sigue hasta Dióspolis y, por Nicópolis, la antigua Emaús, llega a Jerusalén en la Pascua del año 381. Permanece allí tres años, hasta el 384, realizando frecuentes excursiones que, a veces, duran meses completos. Sobre todo le interesaba compartir la vida de los monjes, anacoretas y santos varones que poblaban los desiertos del Sinaí y Egipto. Con ese fin visitó Alejandría, Samaria y Galilea. Su objetivo debió de ser los lugares consagrados al santo Job en Siquem, el monte Tabor, Nazaret y el lago Tiberíades. Seguro que en Judea hizo excursiones a Belén, Hebrón…Todo este trayecto pertenece a una parte primera perdida del texto. El códice, tal como lo conocemos, principia por una excursión al Sinaí, subiendo al Monte de Dios (el Djebel Musa o montaña de Moisés); igualmente al monte Horeb recorriendo el valle de el-Raha, Farán, Clysma y Arabia, con retorno a Jerusalén por la región de Gessén. En el curso de otra expedición, cruza el río Jordán y llega hasta la cima del Monte Nebó y otros lugares bien conocidos de la Biblia, para regresar a Jerusalén a tiempo para vivir in situ la Pascua del año 384.
Después de las celebraciones, inicia su regreso, no sin antes visitar la provincia más alejada del Imperio, Mesopotamia. Se encamina al norte, hacia Edesa, ciudad donde estaba el martyrium de Santo Tomás, y después pasa a Harán, de allí a Antioquía y vuelve a Constantinopla pasando por Tarso, Capadocia, Galacia, Bitinia y Calcedonia. En ese trayecto se desvía a visitar el martyrium de Santa Tecla en Seleucia de Isauria, cerca de Tarso. Uno de sus últimos planes era visitar el sepulcro del apóstol San Juan en Efeso, aunque no sabemos lo que sucedió puesto que falta la parte final del viaje.
Mosaico que muestra la ciudad de Jerusalén |
Después de las celebraciones, inicia su regreso, no sin antes visitar la provincia más alejada del Imperio, Mesopotamia. Se encamina al norte, hacia Edesa, ciudad donde estaba el martyrium de Santo Tomás, y después pasa a Harán, de allí a Antioquía y vuelve a Constantinopla pasando por Tarso, Capadocia, Galacia, Bitinia y Calcedonia. En ese trayecto se desvía a visitar el martyrium de Santa Tecla en Seleucia de Isauria, cerca de Tarso. Uno de sus últimos planes era visitar el sepulcro del apóstol San Juan en Efeso, aunque no sabemos lo que sucedió puesto que falta la parte final del viaje.
Valerio escribió sobre ella: “emprendió un largo periplo por todo el orbe, con todas sus fuerzas y su corazón intrépido…para llegar a los lugares del nacimiento del Señor y hasta los cuerpos de mártires esparcidos por diversas provincias y ciudades”. Egeria es una figura tan apasionante que no es extraño que se haya querido rodar un documental siguiendo la estela de sus pasos. Una joven gallega mochila al hombro sigue su recorrido en nuestros días. Esperemos que pronto podamos disfrutarlo.
Monte Sinaí |
http://anthropotopia.blogspot.com.es/2015/08/el-viaje-de-egeria-eremitas-y.html
Interesante y atractiva la vida de Egeria, a pesar del desconocimiento que tenemos sobre la vida de mujeres intrépidas que desafiaron la barrera que los hombres les han colocado. importante el marcado interés religioso que puede quitarle objetividad a una experiencia tan extraordinaria para una mujer de antes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Jesús, por aportar tus reflexiones al texto. Es cierto, Egeria hablaba desde el filtro de una profunda religiosidad. Yo no he profundizado en ello pero lo primero que hacía al llegar a uno de los parajes bíblicos era leer el pasaje correspondiente y orar. Pero a veces tienes la sensación de que la Biblia le servía de libro de viajes y que lo que le atraía era llegar siempre más lejos. Es un personaje muy interesante, como tú muy bien dices.
ResponderEliminarJose Ignacio González Lorenzo me ha enviado este comentario tan oportuno:
ResponderEliminarYa he leido tu Egeria, muy bueno como siempre. Por cierto que de eremus viene yermo en castellano, y ermua en vasco, palabra latina por lo tanto.
El artículo me trae al recuerdo un bellísimo libro de viajes de William Dalrymple: Desde el monte santo. Viaje a la sombra de Bizancio, de RBA Libros, aunque difícil de conseguir. El autor repite el camino de un monje bizantino por los monasterios del Imperio Bizantino y que le lleva por la península de Anatolia, Siria, Líbano, Israel y Egipto. Los monasterios visitados (hace unos 30 años) estaban entonces ocupados por muy pocos religiosos asediados por las guerras modernas, el aislamiento y el olvido. En algunos, solo uno o dos moradores de edades venerables. Es un auténtico viaje en el tiempo, pues se conservaban tal como en la antigüedad sin solución de continuidad. Si a alguien le interesan estos viajes iniciáticos, este libro es una auténtica joya.
P.D.: La edición original inglesa es, como no podía ser menos, mucho más fácil de conseguir: From the holy mountain (Harpercollins Pub.).